El 5 de noviembre la escritora colombiana Carolina Sanín generó un maremoto en los círculos literarios y más allá que tuvo a Twitter como su epicentro. Ese día anunció que la editorial Almadía, después de haber comprado y pagado los derechos de sus dos libros Somos luces abismales y Tu cruz en el cielo desierto, estableció que finalmente no los iba a publicar. Para Carolina, esto se debe a sus “cuestionamientos a la política identitaria”, que calificó como “interrogantes con respecto al dogma de género” y sus pronunciamientos sobre “el borrado de las mujeres”. Borramiento que, en sus monólogos en YouTube, da a entender que se debe a la existencia de las personas trans.

No se sabe, de forma fehaciente, por qué la editorial tomó esta decisión; al momento de escribir esta nota, aún no se ha pronunciado. Sin embargo, enseguida se generó en Twitter la idea de que ella es víctima de la cultura de la cancelación por tener posturas “incómodas” y “políticamente incorrectas”, que son una careta reaccionaria para referirse a los discursos de odio que promulga contra el colectivo trans de forma sistemática y pública, al menos desde el 2017.

Por una cuestión de solidaridad, tal vez, corporativa, la escritora Mariana Enríquez cuestionó que estos libros no sean publicados. Como resultado de este gesto y de las críticas que recibió, se retiró de Twitter. “Creo que es importante discutir y no estar de acuerdo”, escribió antes de cerrar la puerta. La pregunta es: ¿es válido “debatir” la validez de discursos de aniquilación a un colectivo históricamente violentado, tanto simbólica como físicamente? Tras su retirada, fue leída como otra víctima de la cultura de la cancelación. Claudia Piñeiro, al ver esta situación, no defendió explícitamente a Carolina, pero le hizo un guiño en esta red social diciendo que esperaba con ansias el próximo libro de la colombiana. Como un efecto dominó, inmediatamente también quedó en medio de la polémica.

La cultura de la cancelación es una práctica usual en las cloacas de Twitter que obtura cualquier debate y traslada las discusiones a un lugar llano y binario, donde el odio hacia un otro impide que los temas trasciendan o se complejicen. Sin embargo, cabe preguntarse si Carolina Sanín realmente fue cancelada. Sus videos de transodio explícito siguen girado en YouTube y tienen miles de likes y de comentarios apoyándola. Tras el episodio con Almadía, reforzó su figura como portavoz y referente TERF desde un lugar de enunciación privilegiado: por ser académica, por tener una columna en uno de los diarios más importantes de su país y por pertenecer a una de las familias colombianas más poderosas. Y ahora, también por ser una víctima con la que se debería empatizar. Es evidente que sus palabras tienen una validez y una llegada a la que, de ninguna manera, podrían acceder los activismos trans. ¿Puede ser acallada una persona que tiene un público de más de 200 mil seguidores en Twitter?

Desde este episodio, retuiteó continuamente cómo varias figuras de círculos intelectuales latinoamericanos le tendieron una mano, porque su libertad de prensa había sido “pisoteada” por los “dogmas de género”. Muchos de ellos, varones igualmente transfóbicos. Se construyó, entonces, la idea de que Carolina es una mártir de las malvadas y violentas transfeministas, un gesto que le hace el caldo gordo a la derecha extrema, que adora decir que la “corrección política”progre coarta la libre expresión y que las “feministas” se destrozan entre ellas.

En este contexto de posverdad, donde las redes sociales son un terreno fértil para propagar discursos de odio, la “libertad de opinión” es la carta favorita de la derecha redical para defender que estas enunciaciones de exterminación de un otro sean incuestionables. Porque, ¿quién podría estar en contra del derecho inaliebable a la libertad de expresión? De esta forma, cualquier tipo de alocución queda habilitada por este valor supremo, habilitando que estas retóricas inmediatamente caigan en la categoría de “opinión”, lo cual las vuelve mucho más livianas y gratuitas.

Y todo aquel que las cuestione (a estas opiniones transodiantes), inmediatamente está atentando contra este derecho supremo. Sin embargo, como se observa en el caso de Carolina, no se trata de meras opiniones, sino de discursos de odio sistemáticamente articulados para aniquilar de forma simbólica a las personas trans y poner en tela de juicio sus existencias; deshumanizarlas e infantilizarlas, mirarlas desde el sesgo de la sospecha. Este espiral, sin dudas, genera un laberinto sin salida. Sin embargo, se sabe que la mejor forma de salir de un laberinto es saltándolo por arriba.

La escritora colombiana vaticina un futuro cercano de exterminio sistemático de las mujeres cis.

EL TRANSODIO DE CAROLINA SANÍN 


No es la primera vez que Carolina es cuestionada por sus expresiones explícitas de transodio. En 2017 publicó en la revista VICE un artículo llamado “Un mundo sin mujeres”, donde planteaba con enorme preocupación el problema de que los varones trans puedan quedar embarazados. Esta idea seguramente le quedó dando vueltas un buen tiempo, porque en 2020 redobló la apuesta y tuiteó: “Dentro de no mucho tiempo, tan pronto como perfeccionen los transplantes de útero a hombres, organizarán el exterminio de las mujeres (hembras humanas, es decir, nacidas con vagina y útero). Es el próximo holocausto. Lo sé con certeza y me vale verga que me digan loca”.

Por otro lado, en el video “La identidad, las mujeres y el mundo siguiente”, concluye tras un monólogo de una hora y cuarto que el transactivismo está vinculado con el calentamiento global y que no “aceptar” “lo biológico” va a destruir a la humanidad tal cual la conocemos. Finalmente en el ensayo “Los pronombres”, explica por qué llamar a la gente usando los pronombres que ellxs elijan es una forma de tiranía y de reglamentación que inhible “la libertad de la lengua”.

Aunque estos argumentos suenen ridículos y paranoides, es fundamental que los trans feminismos estén atentos a ellos: las TERFs no son solo centenialls repartiendo PDFs y escribiendo en las paredes de los baños de las escuelas “Googleá Roxana Kreimer” (una TERF local que goza de amplio espacio mediático). Las TERFs también son intelectuales de alta alcurnia que usan su lugar de privilegio para construir y solidificar estas retóricas. Sin embargo, como ya dijimos antes, estas prédicas crueles son leídas dentro de estos espacios académicos y en las redes como “opiniones”. ¿Sería lo mismo si apuntaran a las personas de religión judía, por ejemplo? Seguramente eso sería inaceptable. Rápidamente queda en evidencia la doble vara con la que se mide quiénes son víctimas de la discriminación y quienes son personas con existencias “debatibles”. Obviamente, aquí se interseccionan cuestiones que no solo tienen que ver con el género, sino también con la clase social, las representaciones mediáticas, la expulsión estructural, la violencia patriarcal-estatal y la condición migrante de muchas personas trans.

Sin embargo, este no es el único caso de una escritora renombrada que fue acusada de ser transodiante. Es imposible leer la discusión alrededor de Sanin y no pensar enseguida en JK Rowling. La autora de de Harry Potter perdió miles de fans en los últimos años e hizo que los actores de la franquicia le den la espalda cuando promovió nociones similares. ¿Qué tienen en común ambas, además de ser TERFS?

En principio, hay que definir muy brevemente qué significa este término. TERF es la sigla en inglés de “Trans Exclusionary Radical Feminist”, es decir, mujeres cis que se hacen llamar “feministas”, pero que se organizan para excluir a las personas trans de estos movimientos, porque consideran que su mera existencia es una forma de misoginia que atenta contra las mujeres ‘biológicas’. Al igual que a los movimientos de extrema derecha y las doctrinas religiosas (con quienes tienen muchísimos puntos en común), buscan sistemáticamente invalidar y aniquilar simbólicamente a las identidades trans.

Dentro de su marco teórico el mundo es absolutamente binario y biologicista: quienes nacieron con vulva son estructuralmente oprimidas por esta condición mientras que, por otro lado, quienes tienen pene siempre serán los opresores. De esta forma, miran con sospecha a las mujeres y varones trans porque consideran que sus identidades atentan contra las mujeres “de verdad”. Y esto es apenas el resumen del resumen del resumen del paradigma TERF. Cuando son cuestionadas por estos dichos, como vimos con el caso de Sanin, inmediatamente usan la carta de la victimización. Esta estrategia les resulta muy útil y difícil de refutar: ellas son víctimas de una caza de brujas y las feministas “progres” y “políticamente correctas” quieren callarlas y están pisoteando su libertad de expresión. Sin embargo, también van un paso más alla: cuando esto ocurre, generalmente alegan que “los trans”, o sea, “hombres disfrazado de mujeres”, están coartando su libertad de expresión. “¿Hay algo más misógino que eso?”, exclaman.

Volvamos a Sanin y J.K. Rowling. Lo que tienen en común la mayoría de los discursos de odio que promulgan es que muchas veces están planteados desde el lugar inocente de las “dudas”, o de los “cuestionamientos” o las “indagaciones” contra los “dogmas del género”. En otras palabras: se escudan detrás de una supuesta “neutralidad”, digámosle “académica/científica”, o una curiosidad epistémica, para construir desde allí nociones transodiantes que entran en el espectro de lo delirante.

El transfeminismo, en ese sentido, es entendido como un dogma “progre”, una suerte de “lavado de cabeza”, algo con lo que acuerdan tanto las TERFs como personajes como Abáscal en España, Meloni en Italia y Patricia Bullrich aquí mismo. ¿Meloni hablando de la “universalidad de la cruz” no es dogmático? La palabra “dogma”, en este sentido, como también la “libertad de prensa”, son significantes tironeados que la extrema derecha utiliza como estrategia discursiva para plantearse a ellxs mismos como “librepensantes”.

¿Por qué el caso de Sanin fue tan disruptivo? No solo por el lugar privilegiado que ocupa dentro de círculos literarios e intelectuales, sino porque demuestra que esas “opiniones” de aniquilación simbólica (que muchas veces derivan en violencia física) eventualmente pueden tener consecuencias. En este caso, tal vez, sea la no publicación de sus libros. Lo cual también nos hace preguntarnos por qué esta editorial decidió, en un principio, darle lugar a una escritora explícitamente TERF. ¿Hubiese tomado la misma decisión si tuviese posturas claramente antisemitas, por ejemplo?

La decisión tal vez torpe de Almadía no hizo más que obturar esta discusión y llevarla, una vez más, al terreno infértil de la “libertad de expresión”. Cuando, en realidad, el debate tendría que haber trascendido este caso particular y pensar por qué las identidades trans siguen siendo objeto de debate. Abordar desde los feminismos (una vez más), el desgastante “asunto de la TERFs”; una discusión que hace que la capacidad transformadora de los transfeminismos populares pierda potencia y retroceda varios casilleros teniendo que defender obviedades, como que la vida de las personas trans no se negocia.