A las cuatro menos cinco, me disponia a llamar a la puerta cuando esta se abrio y vi, a cinco o seis metros, parado en el porche, al general Perón. Me saludó con una sonrisa. Era una figura imponente y, al mismo tiempo, me produjo la clara sensación de que lo conocía de toda la vida, por lo que lo más natural fue saludarnos con un fuerte abrazo.
El General era un viejo criollo, con toda la sabiduría, la agudeza y la calma de un paisano; algo de su sangre indígena siempre estaba presente. Me hizo pasar a su escritorio y abrió la conversación agradeciendo los informes que yo le habia hecho llegar a lo largo de todo el año anterior.
Enseguida pasó a preguntarme por cuestiones personales: por mis hijos, por mis estudios y mi profesión. Preguntó por mi relación con el padre Castellani, con Leopoldo Marechal, con Ernesto Palacio, con José María Rosa, con Arturo Jauretche, como recorriendo mi formación.
En esas estábamos cuando me dijo: “Si no le resulta difícil, me gustaría que me contara cómo era Fernando”. Hice un relato que intenté que fuera sucinto, pero se fue prolongando por sus constantes preguntas. Me pidió que definiera políticamente a Fernando, y yo le dije como se definía él, sobre todo las últimas veces que habíamos hablado luego del regreso de su viaje a Cuba: “Le gustaba decir que él era un peronista marechaliano”.
¿Y usted, estimado doctor?”, me dijo. Le contesté: “Yo era un nacionalista, cada vez más marechaliano... y desde la muerte de mi hermano y si usted me lo permite, mi General, podría decir que soy un peronista marechaliano”. De inmediato, y haciéndose el solemne, dijo: “Entonces, queda integrado”.
El General llevó la conversación hacia el tema de Montoneros y la ejecución de Aramburu como primera acción de lo que él llamó el “levantamiento montonero”. No necesitaba aclararlo, pero reiteré mi nula vinculación con Montoneros, que yo no hacía pública porque hacerlo en ese momento me parecía una cobardía, pero correspondía hacerlo frente a él, porque no me atribuía ningún mérito ni ninguna representación.
Él insistía en seguir conversando sobre Fernando y sobre el último encuentro que habíamos tenido. La conversación con el General se hacía difícil y derivó en detalles que solo fueron conocidos por mis padres. De esa escena, tengo el recuerdo emocionado de cada palabra y cada gesto. En un momento, el General reiteraba su juicio sobre la muerte de Aramburu como “una acción deseada por todos los peronistas”. Se había hecho tarde, y me invitó a acompañarlo en la cena.
El estudio había quedado en penumbras, y me sentí obligado a ser totalmente sincero con él: “General, comparto su juicio político sobre el tema, pero debo decirle que yo hubiera deseado que mi hermano no hubiera apretado el gatillo”. Me interrumpió y me dijo de manera terminante: “Fue un acto de profunda justicia”. Le contesté: “Sí, General, eso creo. Pero no deja de ser una muerte”, y le conté que mi hermano me había dicho que matar era terrible. El General se estiró sobre el escritorio, me tomó el brazo y lo apretó fuerte: “Matar es terrible... No lo voy a olvidar nunca”.
Hubo un largo silencio, y casi sin querer me encontré contándole acerca de mi primer encuentro con Norma Arrostito, cuando ella habló del “arrepentimiento cristiano” de Fernando. Le dije: “Sólo se lo conté a mis padres, y ahora a usted”. La emoción embargó al General, y yo no podía más. Se paró, rodeó el escritorio, me abrazó muy fuerte y me dijo: “Todo esto que me está contando es lo que nos hace tan diferentes a ellos. Nunca escuché a ninguno que se arrepintiera de las bombas de 1953 o las del 16 de junio”.
Luego dijo algo que me impresionó mucho: “En la historia nuestra, desde siempre, es como si fuéramos dos razas. En realidad, dos especies distintas”. Luego se recompuso y me dijo con tono liviano: “¿Qué le parece si dejamos la cena para otro día? Necesitamos descansar, porque mañana vamos a tener mucho trabajo”. Me acompañó hasta el porche, llamó al auto, me abrazó fuerte y se quedó esperando que saliera.
Fragmento de Conocer a Perón: destierro y regreso (Planeta), las flamantes memorias de Juan Manuel Abal Medina, el hombre elegido por Perón para construir la estrategia de su retorno en noviembre de 1972.