Frente a la sala donde debo exponer mi tesis, sala de la que se repente sólo veo su franja de abajo: el embaldosado, piernas y tobillos de los presentes, bases de las butacas, pero el conjunto de encima, negado por una cinta negra visual repentina que me impide percibir los rostros de los presentes, sus gestos, movimientos, de quién proviene tal pregunta, público vendado por mi visión, público que inquiere:

-‑¿Comienza o piensa tenernos de rehenes aquí, señorita? 

Imposible disertar, leer mi trabajo, dialogar, con esta ceguera fulminante.

Debo huir, puedo ver la escalera de descenso del escenario y los mosaicos.

Causa de esta catástrofe: mi cuerpo.

Sin aviso detona este sismo que fracciona el mundo en dos, alzo mis papeles, escapo, ovacionada por el coro de insultos y aplausos que determinan que se acabó mi beca.

Mi cuerpo decide que quede en la calle, perdido mi único ingreso. Mi cuerpo, dictadura de la que no puedo romper las cadenas,

Ya me sometí a decenas de estudios cerebrales de todo tipo y no revelan nada que salga de la ?normalidad?. ‑Usted está perfectamente bien, es que somatiza constantemente, señora, acuda a un psiquiatra.

En los que no creo como no creo en la salvación mediante las  hostias de los sacerdotes.

Ando por la vereda hacia la parada del ómnibus, el mundo ya sin fragmentaciones, completo arriba abajo y por todos los costados.

Alguien se me acerca, me toma de los hombros, pero su cara perfora el espacio y desaparece en un agujero negro, ¿quién es? Rostro inaccesible para mis ojos. Inquiere: ‑qué te ocurrió, Lila‑, voz de pena, falsa. Somos sólo contricantes, por eso aplausos junto a los silbidos, una competidora menos. Celebran.

Y a una única cosa le tengo miedo. A este cuerpo que reemplaza cualquier intento de voluntad o decisión propias.

Con alivio me siento al lado de mi hijo, lo acaricio, lo ayudaré con sus deberes.  de matemáticas.

--No me sale esta cuenta, mamá. ¿Me la revisás? -Mi mente domina las tablas de multiplicar. Pero si a mi cuerpo se le ocurre que no las sepa, no las sé. Lorenzo me escruta: ‑-¿te pasa algo, madre?

Le digo que no me acuerdo de cuánto es nueve por siete. Ni ocho por nueve.

--Pero vos sos grande, vieja, tenés que saber la tabla del nueve. Aparte, sos profesora.

-‑Empecemos por Literatura. En un ratito volvemos a las divisiones.

Tomo el libro de Horacio Quiroga, pero con sus juegos omnipotentes, el dictador me vuelve analfabeta. No comprendo lo escrito, ni siquiera puedo deletrear las palabras. 

Y esa mirada de Lorenzo. Qué decepción la suya. Escucho el estrétipo con el que me tumba del monumento a la madre en el que me tenía colocada. 

-‑Ahora no me sale, querido.

Rechaza mi intento de abrazo. Su espalda escapa, seguramente a buscar otros andenes, otros puertos donde anclar. Me convierte en extranjera.

¿A quién recurrir? Ningún psicólogo pudo conseguir conmigo siquiera un paliativo, una tregua en este mundo de sismos que se desatan, me tumban, me desploman.

Huyo a la calle. Quizá me despeje. Pero cada paso que doy, un miedo. Al caminar entre la gente, ojo, te vas a caer. Vértigo, ahí lo tenés, el mundo gira otra vez dándome martillazos en la cabeza y yo en la calesita desquiciada que inventa él, mi tirano.

No puedo abandonar a Lorenzo. Sin embargo, he perdido mis ingresos y carezco de alguien a quién recurrir. Impulsivamente telefoneo a mi madre, pero no contesta. ¿Acaso podría ayudar, enterrada como está desde hace ya un par de años en La Piedad? 

Me siento en un banco del parque. Gesticulo como un mono, jadeo con fuerza, emito ayes, se arrima un cuidador, abro los brazos, trato de comunicarme con gestos como los de los mudos, indico que no puedo caminar, saco mi cartera, pongo el dedo en mi tarjeta de identidad: nombre, domicilio; me llevan al Centenario, me internan. Le señalo al enfermero mi dirección con insistencia; hago gestos de acunar a un bebé, "parece que tiene un hijo, habrá que ir a ver". Horas después, Lorenzo a mi lado. Dice que la vecina, Lola Garay, buena gente, le ofrece albergue mientras yo me halle bajo tratamiento hospitalario. Casi no puedo pensar. Le tiendo los brazos. Abiertos se estiran y estiran, esperan, esperan el abrazo que no llega.

Lorenzo.

Mi cuerpo. Mucho miedo a este cuerpo que produce sólo miedo. Película de terror donde el asesino se aloja en cada célula propia.

Ah, pero si todo este batifondo lo genera la psiquis. ¿Psiquis? ¿inmaterial? ¿El alma? ¿No era que no tenemos alma?

Ignoro dónde me hallo ahora.

En algún lugar de la calle. Abrazada a Lorenzo, besándole su boquita. Hasta que una voz me zamarrea: -‑Tiene que bajarse del autobús. No se puede beber alcohol en un ómnibus urbano. Y entrégueme esa botella de licor.

Y sí, hay pasajeros que me observan

También me fijo bien y esto es una botella de ginebra y a ella prendía mis labios y succionaba.

Mi dios, ¿quién soy? ¿qué hago? ¿dónde me hallo, verdaderamente? ¿cómo llegué aquí? ¿qué es este aquí? ¿qué?

 

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