“Vaca… yendo gente al baile”. Yo tenía ocho o nueve años. No era particularmente gorda, pero en nuestro mundo si no se es flaca, se es gorda. Yo iba a entrando al club y los pibes en la puerta se reían. Hasta ese momento no había tenido demasiada consciencia de mi cuerpo. Pero en esa frase y en esas risas supe que no era lo que se esperaba. Que era gorda. Que era fea. Que en mi casa tenían una idea equivocada de la belleza.

“Vaca… yendo gente al baile” le dice Martín Fierro a una mujer negra en una pulpería. Había vuelto a su pueblo después de dos años de estar preso del ejército que lo había levantado como a tantos otros, para luchar contra el indio en la frontera.” En su rancho no había encontrado más que los toldos. Sus hijos se habían ido a servir a algún patrón empujados por el hambre, y su mujer, conjetura, se habría ido “detrás de algún gavilán” para poder sobrevivir. Con la pena de haberlo perdido todo, se va a la pulpería a emborracharse y olvidar.

Así, algo más de cien años después de su publicación, la frase de un gaucho borracho llegaba a mi cuerpo para marcarlo para siempre.

Hace diez días me subí a un taxi para volver a mi casa desde Retiro. Durante las primeras diez cuadras el señor se quejó, aportando diversas pruebas documentales, de cómo el Gobierno de la Ciudad estafaba a los choferes de taxis. Pero después, por algún meandro que no recuerdo, su conversación derivó en los extranjeros. “El problema es que nuestros hospitales se llenan por culpa de la gente que viene de afuera a atenderse gratis acá. Son un desastre, además. Mugrientos, hablan mal, le esquivan el bulto al trabajo…”.

“Yo no sé por qué el Gobierno/Nos manda acá a la frontera/Gringada que ni siquiera/Se sabe atracar un pingo (…) No hacen más que dar trabajo/Pues no saben ni ensillar/No sirven ni pa carniar/Y lo he visto muchas veces/Que ni voltiadas las reses/Se les querían arrimar (…) Cuando llueve se acoquinan/Como perro que oye truenos/Qué diablos! Sólo son güenos/Pa vivir entre maricas”

Hace ciento cincuenta años que José Hernández, según supo o imaginó Borges, escribió, escondido en un hotel que daba a la Plaza de Mayo, su Martín Fierro. Sin conocer demasiado a los gauchos, pero sabiendo de las injusticias a las que eran sometidos, inventa, como hizo Echeverría en su Matadero, una forma posible de oralidad y la inscribe en la historia.

Casi cincuenta años después, Leopoldo Lugones eligió el Martín Fierro para darle a la literatura argentina un comienzo épico. Ahí, según él, se “expresa la vida heroica de la raza y su lucha por la libertad”. La raza es la del gaucho que reniega de sus orígenes de mezcla entre los varones españoles y mujeres indias, que denosta a los negros y se burla de los inmigrantes. “El gaucho influyó de manera decisiva en la formación de la nacionalidad por ser elemento conciliador y a la vez diferencial entre el indio y el español. Todo cuanto es origen nacional viene de él: la guerra de la independencia, la guerra civil, la guerra con los indios.” Así define Lugones en El payador al sujeto nacional. Aunque de esa estirpe venimos, tampoco nos quedemos atados ahí, porque no olvidemos que el gaucho es también pueblo y el pueblo, como dice Martín Fierro “sólo sirve pa votar”. “No lamentemos, sin embargo, con exceso su desaparición que fue un bien para el país, porque el gaucho contenía un elemento inferior en su parte de sangre indígena”, dice Lugones sin ningún empacho.

“Si te tienen que matar por un celular, no lo piensan ni un segundo. Los pibes que vos defendés son crueles, son despiadados. No es culpa de ellos, así los educaron, así es su cultura.” No sabría decir cuántas veces escuché esta frase. Más de veinte años trabajando con pibes infractores a la ley penal son muchos años de aguantar el desprecio.

“Que aquel salvaje tan cruel/Azotándola seguía/Más y más se enfurecía/Cuánto más la castigaba/Y la infeliz se atajaba/Los golpes como podía (…) La dio güelta de un revés/Y, por colmar su amargura/A su tierna criatura/Se la degolló a los pies”. Así termina la estancia de Fierro como cautivo de los indios.

Mujeres débiles que se van con un hombre cualquiera para no pasar hambre. Mujeres curiosas y chusmas. Mujeres con cuerpos que dan risa. Mujeres cautivas de los indios, mujeres indias para divertir a los cristianos. Negros brutos y arteros, distintos en todo a los blancos. Salvo en el canto, en el que pueden destacarse, aunque no tanto como un cristiano. Inmigrantes inútiles que no saben hablar y confunden todo. Vagos, amigos de lo ajeno y borrachos. Indios salvajes, crueles, despiadados, holgazanes, satánicos. Gauchos valientes, corajudos, que saben cómo resolver los entuertos. Injustamente castigados, esclavos de los que tienen poder y dinero, tratados “peor que un perro”, que no están instruidos pero que fueron a la universidad de la calle, que no se quieren meter en política, pero a veces no tienen opción.

Así, según el Martín Fierro, somos nosotros y así son los otros.

No hay quien no sepa que los discursos del odio no empezaron con la grieta entre kirchneristas y opositores. Se sabe que la violencia es consustancial con la política desde el comienzo de los tiempos. Sin embargo, leyendo el Martín Fierro de cabo a rabo para ayudar a mi hija a hacer un trabajo de literatura, entendí que la construcción del ser quiénes somos por la vía de no ser “los otros” está ya en la que Lugones postuló como la primera obra de la literatura argentina. No ser “los otros”, además, se define por el desprecio y la subestimación de todos aquellos que no somos nosotros. Desde aquel poema hasta ahora no somos mujeres, no somos negros, no somos inmigrantes, no somos indios. No somos tampoco políticos de ciudad ni jueces de paz ni comandantes en jefe. Porque el ser nacional no son los cajetillas con levita que comen mazamorra con cucharita de plata ni los políticos que se enriquecen a fuerza de corrupción. El ser nacional es el gaucho, es el pueblo, ese que, como dice el Martín Fierro, sólo quiere trabajar y que lo dejen tranquilo, mientras la china le ceba mates y le cría a los hijos. El ser nacional es el sentido común. Es “la gente” de Clarín. Es aquella inolvidable “doña Rosa” de Bernardo Neustadt.

No se me ocurre pensar que no hay un nosotros y un ellos. Hay, siempre va a haber. Así es la lucha de clases. Pero nosotros tiene que ser nosotres. Tiene que incluir a toda la clase oprimida que está compuesta de gente diversa, de todos los tonos desde le rosado al negro, pasando por los marrones, de todos los géneros y orientaciones sexuales, nacida en cualquier lugar del planeta. Cualquier otra división, sólo les sirve a quienes tienen el capital, las máquinas y los recursos naturales.

A ciento cincuenta años de la publicación del Martín Fierro, dejemos de adorar a las boleadoras para festejar el día de la tradición, y construyamos un ser plurinacional que tenga las banderas, como decía Silvio Rodríguez, trenzadas de manera, que no haya soledad.