La voz de Hebe se levantó cuando la mayoría callaba. La inflexión intempestiva de su palabra, nacida del dolor, reivindicó la dignidad en un país atravesado por la mayor de las indignidades y por las diferentes formas de la complicidad. Hebe fue un grito que rompió el muro del silencio. Fue una voz destemplada e injuriosa como sólo sabe amasarla el habla popular que no buscó eufemismos para golpear en el corazón de la injusticia y del terror pero que tampoco se calló cuando, ya en democracia, muchos exigían cerrar los expedientes de la Dictadura. Hebe ha sido y seguirá siendo por siempre, junto a otras voces de otras madres y abuelas, la conciencia de los silenciados, la palabra de los asesinados, la irreverencia de los que no se sometieron al poder ni aceptaron la irreversibilidad de la historia que se ofrecía como una política del olvido y la reconciliación.
Hebe, como las otras madres y las abuelas, y eso más allá de sus discrepancias que han sido duras a lo largo de los años, constituye lo mejor de nosotros mismos, el gesto de la rebeldía en aquellos momentos en los que pocos se atrevían a desafiar a los perros de la noche. Hebe, en su lenguaje directo y muchas veces cargado del barro del habla popular, allí donde el insulto reemplaza a la venganza, pero reafirma la condición juzgadora que no acepta las componendas ni las políticas del olvido, ha dirigido sus dardos contra la impunidad y no ha dejado nunca de señalar a los responsables y a los cómplices del terrorismo de Estado. Ella ha sido y sigue siendo una voz que acusa a los profetas de la memoria corta, a los adalides de reconciliaciones fundadas en el borramiento de las responsabilidades.
Contra esa voz se ha organizado -no podemos olvidarlo ni dejar de decirlo en la hora de su despedida- una campaña brutal y despiadada que ocupó las tapas de los principales diarios. Ellos, los medios concentrados, esperaron pacientemente su turno como las hienas que no han hecho ningún esfuerzo y que sólo se preparan para lanzarse contra la víctima inerme. Pero se equivocaron. No conocían a Hebe ni la significación de su nombre y de su voz en el interior de la vida argentina. Nunca comprendieron (al igual que la derecha siempre cómplice de lo peor) quiénes fueron esas madres “enloquecidas” que giraron alrededor de la Pirámide de Mayo exigiendo la aparición con vida de sus hijos e hijas. Nunca creyeron que ese puñado de mujeres indefensas, débiles en apariencia, hubieran podido desafiar al poder más horroroso y homicida que se desplegó, durante años, en nuestra tierra, mientras los actuales adalides de la libertad de prensa y la mayoría abrumadora de los jueces se apresuraban a festejar y sostener a la Dictadura.
Y ellas, sus voces, entre las que estaba desafiante y potente la de Hebe, estuvieron allí para salvar al país de su peor miseria: la del silencio absoluto, la de la complicidad abrumadora. Ellas nos recordaron que existían los resistentes y que entre los pliegues de un territorio abrumado por la represión emergían los rostros de quienes se cubrían con unos pañuelos blancos en los que habían escrito, con letra temblorosa y dolida, los nombres de sus hijos desaparecidos. Ellas han sido el agua pura en medio de la ciénaga contaminada. Ellas hablaron cuando los grandes medios de comunicación –los mismos que se lanzaron contra Hebe y contra lo mejor de una historia que fue impiadosa con ella y con sus hijos- se callaron. Cuando, peor todavía, eligieron ser cómplices de la mentira y del horror. Y la voz de Hebe, con su intemperancia, con su radicalidad que parecía excesiva, con sus inflexiones atravesadas por lo inclaudicable de una lucha sin reclamos de violencia ni de venganza por mano propia, estuvo siempre ahí para injuriar cuando la injuria se convirtió en la única garantía de una memoria amenazada por los cantos de sirena de aquellos que proclamaban que ya era llegado el tiempo de mirar hacia adelante sin rencores ni reproches. Dura, exagerada, inclemente, extrema, caprichosa, injuriosa como sólo sabe injuriar quien fue brutalmente dañada, todo eso ha sido la voz de Hebe. Pero también ha sido una voz de la memoria, de la recuperación de valores que fueron pisoteados por el odio de los poderosos, de una militancia infatigable que buscó reconstruir los puentes con los jóvenes y con los humildes en nombre de las voces desaparecidas de sus hijos que volvieron a encontrarse con la historia y con las nuevas generaciones a través de la voz de las madres. Una voz que, nacida de una historia quebrada y dolorosa, también supo y sabe de equivocaciones que no podían ser ajenas a la extraordinaria dureza de una travesía sin mapas previos ni certezas probadas, pero que siempre actúo desde la profundidad de una convicción inclaudicable cuando la mayoría miraba hacia otro lado: la convicción de luchar contra viento y marea por la verdad, la justicia y la igualdad en una tierra arrasada.
Una voz, entramada con otras voces inaudibles para una parte de los argentinos y argentinas, que se alzó contra la violencia que se cebó en miles de cuerpos de hombres y mujeres que fueron arrasados por una represión alucinada por mentes febriles para hacer del país una tierra para pocos en la que no quedaría ni siquiera el recuerdo de sus rebeldías y de sus resistencias. Los esbirros del 76 creyeron que su política de arrasamiento y de terror terminaría por minar hasta el nombre de aquellos que lucharon por la igualdad y la justicia. No imaginaron, ni siquiera en sus delirios pesadillescos amparados por la noche del horror, que un puñado de madres enloquecería su estrategia de sometimiento y de olvido. Nunca creyeron que serían desafiados por quienes sólo tenían su dolor y su amor como armas para confrontarlos. Las creyeron “locas”, alucinadas caminantes de rondas fantasmagóricas a las que muy pocos argentinos siquiera les prestaron atención mientras el país se preparaba para el Mundial de futbol y para el jolgorio de la plata dulce. Creyeron que nadie se atrevería a rebelarse contra la impunidad de un poder desenfrenado en su capacidad destructiva. Se equivocaron. Ellas insistieron incluso después de que las garras homicidas desgarraron los cuerpos de algunas de las primeras madres que se atrevieron, más allá de toda valentía, a gritar su dolor y a exigir por la vida de sus hijos e hijas.
Una voz de la dignidad que reclamó para sí el derecho irrenunciable a injuriar a quienes habían cometido el peor de los crímenes y a aquellos que, disimulando sus complicidades, quisieron, una vez acabada la noche de la dictadura, bañarse en las “aguas puras” de una inocencia agusanada. Hebe recordó, nos recordó, que las voces de los insepultos seguían allí, entre nosotros, clamando por una justicia que se les negaba mientras el mismo gobierno democrático que en un principio había juzgado a los principales responsables después retrocedió impulsando las leyes de la impunidad que confluirían con los vergonzosos indultos del menemismo. Hebe, con sus palabras roncas, duras, extremas, injuriosas, inclementes y atravesadas por los ecos de Antígona, nunca se calló, siempre estuvo ahí exigiendo una justicia que parecía imposible. Supo de desencuentros con las otras madres pero también supo de un empecinamiento que golpeaba duro contra las formas encubiertas de la complicidad sabiendo, como lo sabía alguien que se forjó a sí misma desde el dolor y la fuerza intempestiva que nació de la ausencia de sus hijos, que muchos de los que actualmente se ofrecen como defensores de los derechos humanos y de la transparencia republicana fueron cómplices de los perros de la noche, sacerdotes mediáticos del culto a la muerte que dominó los años de la dictadura.
Su odio, el de los cómplices, esperó con paciencia el momento para descargarse contra esa voz profética que incomodó desde siempre no sólo al poder sino, también, a una sociedad que prefería el olvido y la desresponsabilización. Hebe siempre les recordó sus bajezas y sus negociados. Nunca dejó de gritarles la impudicia del encubrimiento ni la cobardía de tantos “buenos vecinos y vecinas” que siguieron viviendo sus vidas mientras el país era un infierno y que luego declararían su absoluto desconocimiento ante el horror que se desarrollaba delante de sus ojos. Hebe alteró siempre la buena conciencia de miles de argentinos empapados de inocencia. Y eso, Hebe lo sabe, no se perdona. Ni ayer ni hoy.
Por todo eso fue también su voz la voz de un sueño; la búsqueda de alguna forma de reparación y no sólo el testimonio de un dolor inconmensurable y sin redención. Ella soñó junto a otras madres con un proyecto que les permitiese construir vida y dignidad donde había desolación y miseria. Creyó que sus pañuelos podían encontrar otros sentidos y otras prácticas. Su decisión, y el arrojo para llevarla adelante, fueron acertados, algo que sólo podía salir de una fuerza nacida de lo más profundo de cuerpos débiles y ajados por las terribles pruebas de la vida. Hebe, su voz, se volvió a levantar para construir dignidad. Y esa decisión no queda entredicha ni es cuestionada por la acción envilecida y traidora de quien o quienes recibieron, cuando nunca lo hubieran imaginado, el amor de Hebe.
La prensa canalla siempre cebada mientras algunos jueces escupen sobre la memoria y la derecha habla impunemente de “curro”. Se prepara, con su eterna mezquindad y sus escribas a sueldo, para tomar por asalto la causa de los derechos humanos. Sus mandíbulas están abiertas y despiden el aliento fétido de la revancha, esa que persiguen desde el día del retorno de la democracia. Pero se equivocan una vez más. Hebe, ahora, somos todos los que seguimos soñando con una sociedad más justa. Si existe una causa sagrada e inviolable en un país que supo conocer todas las formas de la injusticia, esa causa ha sido y sigue siendo la de las Madres de Plaza de Mayo (sea la de la Asociación o la de Línea Fundadora que, a los ojos de la historia, son iguales en dignidad y en coraje). Por eso, hoy, ahora y siempre… todos somos Hebe.