La última marcha en Plaza de Mayo de la que participó Hebe de Bonafini fue el jueves 10 de noviembre pasado. Como era costumbre, ella cerró la ronda hablando en la carpita ubicada hacia la izquierda de la pirámide. Pero fuera de ese encuentro litúrgico y habitual desde 1977, su última aparición pública a gran escala había sido diez días antes, en Ensenada, a pocas cuadras de El Dique, barrio donde nació y se crió. El municipio de la localidad bonaerense inauguraba el Parque de las Madres, un imponente espacio de 350 metros de largo por 35 de ancho creado como memorial de la organización que Bonafini presidía.
A pesar de su delicado estado de salud, Hebe circuló alrededor del parque en su silla de ruedas e inmediatamente después se subió al escenario. Escuchó atentamente a los otros oradores (el intendente anfitrión Mario Secco, su vecino colega berisense Fabián Cagliardi, la subsecretaria de Políticas Culturales bonaerense Victoria Onetto) y luego le cedieron la palabra para cerrar el acto. Había en el memorial miles de personas y el murmullo era inevitable. Aunque cuando ella tomó el micrófono, se extendió por toda la zona un silencio respetuoso y conmovedor.
Ya no era común verla en este tipo de eventos multitudinarios y a cielo abierto, por lo que su presencia implicaba una excepción en la agenda de una mujer que estaba a dos meses de cumplir 94 años. La cantidad de gente hacía difícil encontrar espacio, así que me terminé ubicando detrás de ella, a no más de dos metros de su espalda. Lamenté no poder verle la cara, aunque eso —valoro ahora— me habilitó otra perspectiva: observé lo que mismo que ella, miles de personas atentas a cada uno de sus palabras con veneración. Ese día, más que una inauguración formal de un espacio público, lo que tuvimos todos fue una cita con la Historia: la que representará ella por siempre y para siempre.
Hebe siempre lucía despojada en cualquier encuentro que demandara su palabra. Daba la sensación de que, al cabo de centenas de episodios similares, simplemente había logrado disociarse el contexto para, finalmente, ser ella como lo sería en una conversación íntima compartiendo unos mates. Y así lo fue esa tarde del 1º de octubre en Ensenada, donde en una alocución relativamente breve (unos doce minutos) se corrió de los temas de actualidad para repasar su propia vida.
La cita en su ciudad natal seguramente fue la que la estimuló a ofrecer ese perfil biográfico: “Yo amo este pueblo de Ensenada porque nací aquí. Y no me voy a olvidar que mis mejores maestros estuvieron acá. Primero fueron mis padres, que me enseñaron el valor del trabajo, de las manos, del pensar para los otros. Después fueron mis maestros de la escuela del Dique, quienes me enseñaron a amar el lugar, algo de lo que uno a veces no se da cuenta. Porque acá nací, pero también me crié, aprendí, soñé, me casé”.
“No somos muchas la que quedamos. Tenemos muchos años, pero a veces casi no nos damos cuenta”, comenzó diciendo. “Yo les agradezco en nombre de las Madres que ya no están, y voy a nombrar a una, y en ella a todas, que fue Juanita de Pargament. ¡Vivió hasta los 101 años y no faltó un solo día a su puesto! Eso somos las Madres: somos duras, cabezonas, caprichosas a veces, si quieren. Pero siempre se nos ocurren cosas muy locas”.
Notablemente emocionada, Hebe reconoció que el parque “supera todo lo que uno podía pensar”, ya que “tiene lo que siempre decimos las Madres: nuestro compromiso con cada hecho político que hicimos desde las tripas y desde el corazón”.
“Cuando venía para acá desde mi casa, pensaba que yo me olvidé de mí desde el momento que se llevaron a mi hijo mayor. Salí a la calle como una loca desenfrenada, todavía no existían las Madres. Y hasta hoy no he parado. No hay nada que me pare”, arengó entre la ternura y la firmeza ante un aplauso inolvidable. Y dejó una frase que resonó días después en todas las coberturas periodísticas del acto: “Tenemos algo muy importante nuestro, que es la palabra. No la vendamos. Y cuando hagamos política, pensemos bien, porque política hacemos desde que nos levantamos, desde que abrimos los ojos. Ahí empieza la revolución, en cada mañana. Me lo enseñaron mis hijos. ¿Qué voy a hacer por el otro hoy? Esa es la verdadera revolución política de cada uno de nosotros: pensar en el otro”.
Finalmente, y casi como si fuera una rendición de cuentas con ella misma, reconoció que recién de grande logró reconciliarse con la religión católica. En ello influyeron un encuentro con el Papa Francisco, pero también la vez que vio a un chico pobre yendo a la Basílica de la Virgen de Itatí en Corrientes después de haber perdido su casa no para pedir, sino para agradecer. Esa postal expandió en su sensibilidad una perspectiva que hasta ese entonces no tenía, pero que a partir de allí amplió el arco narrativo y simbólico de lo ella creía que debía movilizar cualquier lucha: “Si no creen… empiecen a creer. Cuando vemos a miles y millones de personas que van a pie a Luján… ¿cuánto valor tiene la fe de la gente que pone tanto amor? Sin fe y sin amor es muy difícil vivir. La fe te va empujando, y tenemos que empezar a tener fue en nuestra palabra”.
Al terminar el acto todos quedamos atravesados y movilizados por esa batería de enseñanzas que Hebe nos había convidado con una oratoria intensa pero clara, precisa pero amena. Nos habló aquella tarda la Hebe luchadora, la Hebe madre, pero fundamentalmente la Hebe persona: la pibita que se crió en El Dique sin pensar el destino que la vida tenía para ella mucho después. Nadie imaginaba que ese sería su último acto multitudinario, el repaso en primera persona de quien, esa tarde, nos estaba invitando con explicitud y sin rodeos a tomar el guante de su legado y continuarlo más allá de ella.