Hay algo de época en La Shikse, última y genial obra del director y dramaturgo Sebastián Kirszner. Algo que tiene que ver con festejar al propio verdugo, con aplaudirlo (con votarlo). En el primer unipersonal del joven teatrista, la empleada doméstica de una familia judía se enfrenta a un tribunal rabínico con el propósito de convertirse al judaísmo. Para lograrlo, deberá completar el “cien por ciento de judaísmo real”, al que intentará llegar a través de pruebas y demostraciones acerca de cuánto merece ser parte de la colectividad. En ese camino, dejará hasta el aliento por su deseo de pertenecer a un mundo que no pareciera tener mucho interés en recibirla.
La primera víctima, la más directa, del síndrome de Estocolmo en la obra es la protagonista, María, encarnada por la exquisita Mariela Kantor. Es desgarradora, como posiblemente ninguna otra escena de ninguna otra obra del autor, la parte final de la pieza en la que la “shikse” (forma despectiva de llamar en idish a la empleada doméstica) se arrastra luego de haber entregado todo lo que tiene, todo lo que es, para que el jurado la acepte. De origen paraguayo, la mujer habrá amasado knishes (un aperitivo muy popular en las comunidades judías), habrá bailado rikudim (danza israelí) y habrá recitado cada versículo bíblico. Sin embargo, siempre faltará algún porcentaje para que el tribunal y los Sucovsky, la familia que la emplea, lo consideren mérito suficiente para poderla integrar.
La segunda víctima, menos clara y más profunda, de aquello de aplaudir a quien te azota, es aquel famoso tribunal que, a falta de un coro de actores que lo interprete, es ni más ni menos que el público. Ya había pasado en la anterior obra de Kirszner, El ciclo Mendelbaum, que la identidad judía se abordaba de una forma crítica e irreverente y que el espectador judío que la veía se reía de sí mismo, de sus miserias. Pero en La Shikse eso se potencia a un nivel que ameritaría casi un estudio sociológico: cuanto mayor es la crítica, cuanto más ahonda el director sobre la discriminación, el machismo y la diferencia de clases de cierta elite judía, mayor es la risa entre esa misma parte del público. Un fenómeno irónicamente conmovedor.
Hay dos opciones: o el mensaje no se entiende o es mejor reír que aceptar. La primera es realmente poco probable, porque la pieza conjuga en dosis justas la sutileza del lenguaje y de la metáfora con la crudeza de la actuación de la actriz, que encarna a un personaje tan sufrido que no da lugar a dudas: la obra no es una comedia sino un drama desolador. La segunda pareciera más factible e invita a pensar en los múltiples efectos que el teatro puede tener sobre el espectador. Una hipótesis es posible: ver La Shikse es como encarar una terapia para hablar de las cosas que están mal. Cuesta, duele, uno se hace el que no pasa nada, se escapa o se ríe, pero a la larga alguna pregunta va a aflorar. Quizás después de ver la obra eso le pase a aquella elite, quién sabe. Después de todo, esa es la magia de la experiencia teatral.
¿Es La Shikse sólo una obra para judíos? De ningún modo, pese a que como bien ha dado en llamar la investigadora del Conicet asociada al espectáculo, Paula Ansaldo, Kirszner está trazando los primeros pasos de un “nuevo teatro judío”. De todos modos, sí será distinta la experiencia entre quienes son judíos y quienes no. Mientras que los primeros entenderán todas las referencias, los intertextos, los chistes, para los otros la obra presentará más “agujeros” para llenar. Una cosa quedará clara para todos: siempre es muy interesante la manera en que una cosmovisión particular es abordada desde el campo de lo teatral.