“No quiero, por ser mujer, tener que renunciar al poder, a la relevancia, a la autoridad o, incluso, a la seguridad” dice Elizabeth Duval en Después de lo trans (La caja books). Esa actitud de resistencia a la renuncia habita toda su obra, pero especialmente las páginas de su nuevo libro Madrid será la tumba (Lengua de trapo).
No es fácil describirla: Duval se resiste a los géneros, incluso los géneros literarios. Su producción habita en una ciudad flotante que oscila entre el relato, el ensayo, la novela y la poesía. “Los géneros literarios son un esfuerzo desde afuera, desde el mercado editorial, por encasillar los estilos de quienes escriben. Existe cierta penalización para quienes no asumimos esa categorización, para quienes transitamos entre esos géneros literarios distintos. Curiosamente, a figuras más celebradas del cánon, al autor prototípico, blanco y heterosexual no se le cuestiona que además de sus novelas, se aventure a escribir ensayos sobre otros temas”, dice. Ya desde el inicio de nuestro diálogo es evidente que será difícil obtener de Elizabeth un sí o un no. Su vocación de caminante fugitiva no sólo es parte de su literatura, sino de su pensamiento y vida.
Con poco más de 20 años Elizabeth Duval se ha convertido en una referencia inevitable en el activismo trans español. Su presencia en medio de comunicación debatiendo la Ley Trans con acérrimos fascistas enalteció la calidad de sus argumentos. Estudió Filosofía y Filología francesa en París. Desde un lenguaje a veces academicista y a veces llano, Duval logra interpelar muchos de los sentidos comunes producidos en los últimos tiempos en torno a la teoría queer. Es autora de cuatro libros: un poemario titulado Excepción (Letra Versal), un libro de relatos titulado Reina (Titivilus), un iluminado texto ensayístico llamado Después de lo Trans y su actual novela Madrid será la tumba. En todos ellos emerge un monólogo interior que se resiste a las etiquetas y los lugares comunes.
Los polos de la política disueltos en una historia de amor
En Madrid será la tumba nos encontraremos con la tergiversada pluma de Duval. En un tono localista, casi como el de nuestras novelas latinoamericanas, la narración pinta paredes, calles y recovecos de una Madrid un poco oscura en la que dos hombres se encuentran, se aman, se desconocen, se confrontan. Entre dos edificios ocupados de la ciudad, cada uno por diferentes agrupaciones políticas de bien distinto tono, ocurre esta historia de amor cuasi shakesperiana entre Ramiro y Santiago. Pero lejos de entretenerse en las disyuntivas políticas, Duval expone cómo ambas ocupaciones y ambos partidos están sujetos por las mismas prácticas de sumisión, obediencia y jerarquías. Sin ser para nada una alegoría, esas dos ocupaciones tan cercanas exhiben los límites difusos, los puentes subterráneos tendidos entre los polos de la escena política madrileña. Esos dos extremos se toquetean obscenamente, se penetran, se atragantan uno de otro, como los cuerpos orgásmicos de los protagonistas.
Ese desplante a lo universal, a lo alegórico, a la ejemplaridad nos hace ejercitar en la lectura de Duval la aventura de traducir ciudades. Madrid será la tumba es, valga la redundancia, muy madrileña. Pero no por eso es imposible, sino por el contrario: es desafiante. “Hay muchas cosas que son universales, como la historia de amor y otras tensiones que se relatan. Pero también es interesante ofrecerle a quien no tiene la posibilidad de acceder a una realidad que no es la suya, descubrir todo un mundo, todo un sistema de significados que no es necesariamente el suyo. Esa dimensión local me parece interesante, siempre que el lector tenga curiosidad por lo que ella significa”. La obra no precisa excusas. Cómo buena parte de la producción de Duval, Madrid será la tumba logra seducir sin dar explicaciones. Con las maneras de un cuerpo trans que intriga y seduce, las páginas de su última novela se hacen desear y nos atrapan con súbito deseo de más.
Más allá de la cuestión trans
“En escasos meses publicaré yo una novela, Madrid será la tumba, e intentaré cumplir mi promesa de dejar de hablar de lo trans, pasar página, hacer otra cosa” dice Elizabeth Duval en el prefacio a la tercera edición de su libro Después de lo trans, obra con la que obtuvo gran reconocimiento y que incesantemente aparece debajo de la cama, como un fantasma. El agitado escenario político español ha mantenido a flote su libro cómo un maravilloso enfoque ante los debates en torno a la Ley Trans. Sin embargo, con plena justicia Elizabeth Duval se plantea la posibilidad de que ser trans y hablar sobre ser trans no le robe la posibilidad de hacer y hablar de otras cosas. Es interesante ese tesón por no renunciar a dar otros debates y otras discusiones que muchas veces nos son negadas a las personas trans al anteponer nuestra identidad a nuestras infinitas posibilidades. Pero ¿es posible dejar de hablar sobre lo trans?
“Yo creo que el tema siempre vuelve porque, muy a mi pesar, la actualidad política impone que el tema vuelva. Los políticos imponen que el tema vuelva y que una tenga que dar su opinión de forma constante sobre ese tema. Pero yo sí diría que he conseguido de forma relativa dejar el tema atrás. La gente en España me relaciona con muchas más cosas que no tienen que ver con lo trans. Una no consigue un abandono absoluto, eso es imposible, pero si consigue ser más cosas más allá de lo trans, que no deja de ser importante”.
Y es que lo trans, ser trans y hablar de lo trans se ha convertido en los últimos años en un tema recurrente, que entretiene al público cis y a sus buenas conciencias. Y aunque el debate político es necesario y urgente, en especial en aquellos países donde las derechas y los feminismos trans-excluyentes se han vuelto enormes bastiones, no deja de ser necesario que el tema sea debatido a veces más en silencio, más reflexivamente y al interior de nuestras comunidades.
Después de lo trans es un poco eso, un espacio gelatinoso y cálido donde repensar ciertos lugares comunes con cuidado. En su libro, Duval se permite indagar en profundidad ideas y cuestionar a ciertos autores canónicos de la literatura queer. Sus reflexiones sobre el carácter social de la identidad en contraposición de la noción de “autodeterminación” permite pensar lo trans desde una perspectiva de clase y no sólo desde la perspectiva liberal de ciertos discursos sobre el género. También, desde una perspectiva de izquierda, Duval llama la atención sobre la necesidad de trascender el debate identitario para adentrarse en una agenda donde se intersecten también las problemáticas raciales, étnicas y de clase que hacen a las vidas trans. Sin la pedantería de los academicismos, Duval nos propone una mirada novedosa sobre un tema candente, sin temor a la polémica ella se adentra en discusiones que permiten robustecer los a veces enclenques argumentos emergidos de las militancias a pies juntillas.
La oportunidad de escuchar a Elizabeth Duval durante la nueva edición del Festival Internacional de Arte Queer es imperdible. Allí participará en dos eventos: el jueves 8 de diciembre a las 19 horas en el Centro Cultural Kirchner podremos oirla en un conversatorio junto a Dolores Reyes (entrada libre, con capacidad limitada) y el viernes 9 de diciembre a las 20 hs en Casa Brandon tomará parte del duelo de titanas, una jam de poesía junto a Silvina Giaganti (actividad arancelada).
Esta novel autora, se permite la ambición de ser mucho más que una voz trans, pero al mismo tiempo se reivindica y enorgullece de serlo. Este gesto, aparentemente contradictorio, no hace más que reafirmar su vocación de no renunciar a nada, de permitírselo todo, de correr un poquito las cortinas de la cuarta pared y preguntarnos qué hay después del corrimiento de los géneros.
Madrid será la tumba (fragmento)
Llegó el día siguiente y al principio no hubo sexo, sino una llegada triunfal con botellines, una entrada en la casa —de cuya dirección, por volver atrás en el historial de Grindr, Ramiro se acordaba casi de memoria— insolente, como si esta se hubiera convertido en su propiedad, y colocó la caja en el suelo, buscó el frigorífico, abrió, hizo espacio y metió los botellines, uno tras otro, buscando el frío. Detestó sonreír, pero salió una sonrisa, una sonrisita, porque aquí somos más de litros, sabes, te pega tanto viviendo donde vives aparecer con una caja de botellines así, como si nada, un jueves por la tarde. La mera aparición de esa sonrisita habría justificado un bombardeo o un asesinato: ¿cómo podía atreverse a provocar esas reacciones, a hacer esas cosas, parecer bobo con encanto? El desprecio era una consecuencia lógica: reacción natural al saber que ya no se actúa por instinto, que el objetivo no es simplemente la liberación de cierta carga o tensión sexual acumulada, que el juego se complica alcanzando niveles que nunca debieron ni siquiera ser estimados. En ningún caso se dirigía a Ramiro ni se desdoblaba; la tirria acumulada venía a incidir en el interior, replegándose sobre sí mismo, como una especie de reproche mil veces formulado e intrusivo en la cabeza, una alarma que no se apaga, un tintineo persistente. Ramiro era mucho más niño que bolchevique: su emoción dominante no era ninguna especie de furor comunista, sino la ternura nueva, aún sin curtir, a duras penas esculpida
por la vida. Bebía feliz, sonreía abundante y atraía para sí toda la luz que se colaba entre las persianas del apartamento; era igual de delicado y atractivo con ropa que sin ella, carecía de tics o manías, si acaso un levísimo espasmo regular, poco más que un tembleque en las manos después de encadenar dos cigarrillos.
Hablaban mucho y se daban cuenta de que ambos eran excelentes oradores; buscaban, queriéndolo o no, engatusar a cualquiera que estuviera oyéndolos. Santiago seguía ocultando muchas cosas, hábil en el arte de contar mentiras, pero empezó a deslizar de vez en cuando algunas verdades, no forzadas ni fruto de afectación postiza, sino pequeñas fugas del pensamiento que encontraban en Ramiro su receptor idóneo.
Uno hacía de confesor ante la frialdad que profesaba el otro por su padre, el repudio a la basura, la obsesión y la limpieza, de la madre la ausencia no explicitada, pero bien supuesta en el discurso, la necesidad de construirse siempre desmarcándose; el otro asistía cómplice a recreaciones animadas de pequeños dramas burgueses, con esas grandes entelequias que azuzan las casas en las que ambos padres ejercen profesiones liberales, con sus redes de contactos, con la herencia, el mundo por conquistar y el radicalismo por estética. Hablaban hasta acabar excitándose y al principio Santiago rehuía siempre, pero con un poco de insistencia, cuerpo y otras cuestiones de proxemia acababa siendo él el mayor interesado e indagaba deseante. Se quedaba de cuando en cuando en casa de Ramiro, que compartía piso con otra chica y un chico de su edad; en esas ocasiones solía dormir en el sofá. Había dejado claro desde el principio que la idea de dormir junto a otra persona le resultaba insoportable. Ramiro se despertó con Santiago a su lado dos meses después de haberse conocido.
El tiempo juntos instaló en ellos la posibilidad de las caricias, la ternura; también el anhelo de compartir más esferas, extender los dominios de la relación —término que ninguno quería emplear, por motivos distintos: Ramiro lo consideraba casi arcaico, viejuno, inadaptado a su momento histórico; por el contrario, por respeto, Santiago no quería ni admitir la posibilidad de tener algo tan serio e institucional como una relación—: Santiago rechazaba sistemáticamente cada una de las invitaciones a asistir a cualquier proyección de los ciclos de cine socialista, las cafetas, eventos con amigos de Ramiro, tomar algo en la terraza de cualquier bar del centro. Lo justificaba todo apuntando que prefería que ni su padre ni nadie cercano supieran nada de la relación, que temía —no podía darle más igual: nunca fue eso lo importante— cómo podrían llegar a reaccionar, priorizando un bienestar para ambos que sólo llegaría si se instalaban en el silencio, la clandestinidad, el espacio de su cuarto.
El contacto con los compañeros de piso de Ramiro era más que suficiente; ante ellos, Santiago se mostraba impoluto, bien ensayado. Tal embrollo acabó convirtiéndose en una enorme fuente de frustración para Ramiro, que se enfrentó a Santiago en varias ocasiones, insistiendo en cómo no quería bajo ningún concepto convertirse en una especie de «querida» o «secretito» con el que disfrutar a escondidas, y en lo difícil que era pensar que Santiago pudiera quererle cuando sistemáticamente se negaba a mostrarse o mostrarlo, y en lo difícil que era pensar que Santiago pudiera quererle cuando aún ni una vez le había dicho te quiero.