Apenas seis meses pasaron desde el estreno del último episodio de Peaky Blinders. Si bien su fuerza y su prestigio no estuvieron exentos de cimbronazos a lo largo de sus seis temporadas (en la BBC en Inglaterra y luego en streaming vía Netflix), los casi cuatro millones de telespectadores que sintonizaron la cadena británica para ver el final de la épica de los hermanos Shelby en aquella Birmingham de entreguerras marcan uno de los últimos hitos de la vieja televisión. Peaky Blinders dejó en la memoria de sus fans el culto a los bares de aquella ciudad industrial, la boina de Tommy Shelby (Cillian Murphy), la inolvidable tía Polly (Helen McCrory) y el probado genio de Steven Knight para marcar con su sello la ficción contemporánea. La fama no era nueva para el guionista y director: en los años 90 había asomado tras el éxito de ¿Quieres ser millonario?, el juego de preguntas y respuestas que se convirtió en fenómeno mundial. Sin embargo, ahora el halo de una narrativa insurgente y el peso iconoclasta de su estética vestían de distinción a sus aguerridos personajes. ¿A dónde ir después de ese pedestal?
El estreno de la miniserie Rogue Heroes (disponible en OnDirecTV), basada en el libro del historiador Ben Macintyre, marca su esperado regreso. Y lo hace en la misma estela de ese retrato de antihéroes temerarios y lindantes con el desvarío que fue su antecesora, ese tono de épica extravagante, más allá de los dictámenes de toda preciada civilización. Esta vez el escenario es el desierto africano, aquella tierra colonizada por los británicos que les aseguró el dominio del Canal de Suez y el comercio en el norte de ese continente. Las tropas del Eje avanzaban sin piedad sobre ese enclave y la Corona palpitaba su caída como el revés inevitable de un juego de naipes. Pero un grupo de soldados apartados de la moral y los códigos militares, inspirados en un rancio heroísmo pero también en el anhelo de una épica que combatiera el fatal aburrimiento en El Cairo, se aventuraron en la batalla imposible: la creación de las SAS (Special Air Service: Servicio Aéreo Especial), una fuerza de choque integrada por jóvenes de rangos inferiores que enfrentó el poderío nazi en aquella tierra de arena y sangre.
El interés de Steven Knight por aquel período se remonta a los relatos de su padre, un veterano militar que contaba la leyenda de la SAS como parte de su lejana memoria. La marca de un destello de verdad preñado de mitología se desprende de la frase que preside los seis episodios: “Los acontecimientos representados, aunque puedan resultar increíbles, son en su mayoría reales”. Las estampas grises en esténcil congelan bajo el peso fotográfico los momentos más absurdos, los más delirantes, aquellos instantes en los que la realidad se cruza con la fabulación. Y la gesta de las SAS está delineada sobre esa premisa: un cuerpo de 60 jóvenes de diversas clases sociales, ajeno a las convenciones bélicas, alimentado por el espionaje, la epopeya y algo de locura. Knight abraza a esas criaturas sedientas de gloria como lo había hecho con aquellos gángsters hambrientos de poderío y leyenda, perseguidos por los fantasmas de la muerte y la pobreza. “Ese grupo de jóvenes, de una variedad de clases que es inusual en Gran Bretaña, militares pero renegados, rebeldes y reacios a la autoridad, se encargaron de inventar una nueva forma de guerra”, explicaba el creador en una reciente entrevista con el sitio NME.
En el año 1941 la guerra se encontraba en el momento más oscuro para Inglaterra. Su potencia colonial y las rutas del comercio en el norte de África se ponían en juego con el bombardeo a la ciudad de Tobruk por parte de los ejércitos alemán e italiano. En la primera escena, un convoy se detiene por falta de combustible y el aguerrido teniente David Stirling (Connor Swindells) increpa a su superior por la confusión entre millas y kilómetros a la hora de calcular la distancia del viaje. En simultáneo conocemos a Paddy Mayne (Jack O’Connell), irlandés protestante y prisionero por desacato a punto de ser ahorcado en su celda; y a la tercera pieza en este juego: Jock Lewes (Alfie Allen), ingenioso creador de bombas caseras y oficial temido por las trincheras enemigas. Esos tres improvisados mosqueteros serán los puntos de entrada para observar el interior de ese comando que se aventura hacia Tobruk apenas con paracaídas y algunos suministros, desoyendo los avisos de tormenta y las demandas de sus superiores, para entrar en la guerra de sorpresa y por la puerta trasera.
La mística de Peaky Blinders contagia la puesta en escena de Rogue Heroes, definida por el mismo concepto de música anacrónica que combina el jazz de los 40 con el death metal y el rock más rabioso (desde Sham69 hasta AC/DC), al igual que la apropiación del documental para su subversión y del montaje alterno como recurso que conduce de la tragedia a la farsa. Detrás de esos kamikazes que se arrojan sobre el desierto en saltos suicidas, que esquilman a los aliados neozelandeses por armas y provisiones, que suman las muertes en una feroz competencia, se encuentran los cerebros que aguardan en El Cairo, generales y espías francesas que ven la guerra a la distancia. Allí se cristaliza el imaginario del frente africano, el romanticismo marroquí prestado de Casablanca, los bailes hasta el amanecer y los amores de una noche. Pero la contracara se aloja en las entrañas del desierto, en las noches de emboscadas, las muertes absurdas, sin lágrimas ni despedidas. Los integrantes de las SAS, ávidos de sangre y adrenalina, poetas y presidiarios, declaran su mantra: “En la guerra se nos permite ser las bestias que somos”.
Si en Peaky Blinders Knight deconstruyó la mitología del gansterismo, fijada en letra de molde desde los tiempos de El padrino, para rastrear el reverso de sus criminales -con claros ecos scorsesianos- en el límite entre la enajenación y la supervivencia, Rogue Heroes erosiona la gesta bélica desde su interior, exponiendo uno de los hitos de la resistencia británica con esa cuota de azar y absurdo que marcó a sus protagonistas. Una extraña mezcla de la desencantada mirada de John Ford en La patrulla perdida (1934), pionero retrato de la Primera Guerra Mundial donde el desierto y la paranoia también asomaban como monstruosas presencias, y el espíritu mordaz de ¿Dónde estás hermano? (2000) de los Coen, epopeya de una fuga hacia el peligro como única forma de salvación. Knight conjuga esas influencias con los testimonios de los veteranos de las SAS, la memoria disgregada en el relato de Macintyre, las leyendas con las que Inglaterra alimentó su orgullo alicaído en la posguerra. “Los defectos en estos oficiales son las cualidades que los hicieron exitosos", confirma Knight. "Eran individuos que, si no hubiera habido una guerra, nunca hubieran prosperado. El mundo de la batalla los convirtió en aptos para esa lógica bestial. Su experiencia del combate fue de la tragedia a la locura en un abrir y cerrar de ojos”.