Frecuentemente, la literatura de ciencia ficción es uno de los géneros más certeros para acercarse a la realidad política y sexual. Eso explica la vigencia de clásicos como 1984 de George Orwell, Un mundo feliz de Aldous Huxley, Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, Los amantes de Philip José Farmer o Pubis angelical de Manuel Puig entre tantas narraciones donde el control y la represión de los cuerpos es al mismo tiempo política y erótica. Pero, para que la ciencia ficción tenga eficacia, debe ser creída y, por lo tanto, aludir a un mundo que otros comparten, en el que otras y otros se reconocen porque lleva al paroxismo cuestiones, elementos, personajes, actores sociales y leyes del presente histórico.
A su vez, con sus recurrencias a la fantasía científica, a la proliferación de monstruos raros -algunos adorables- y a la posibilidad de viajar a otros mundos más alojadores que el terrestre para las sexualidades disidentes, es uno de los géneros privilegiados para dar cuenta de las identidades queer.
Esas son algunas de las estrategias que utiliza Nicolás Colfer en El cielo es un lechazo triste. En efecto, su novela presenta una Buenos Aires distópica y delirante, al borde del fin del mundo, hundida por las aguas del río, con sus villas miserias amenazada por las bombas o -a la manera de La peste de Camus- invadidas por las ratas.
En los escombros de esta ciudad, Nicolás, una marica empobrecida plagada de deudas y su vecine apodado Perro, prueban mecanismos de supervivencia. Para resistir a la crisis económica y ambiental, y porque, además, en vistas de que se acaba el mundo no quiere dejar de coger, Nicolás decide seguir el consejo de Perro: filmarse y generar contenido sexual para una página de internet titulada AllForFans. Es al final de una de esas cópulas sórdidas, sensuales y lucrativas -o después de notar con Perro la vacancia de una vidente en el edificio- que la marica tiene una epifanía o la clarividencia de una dote: puede predecir el futuro al contacto -en boca, ojos o cola- con el semen del amante ocasional.
Así, cual superhéroe pornográfico de Marvel y montada en un casco tipo cabeza de alien deviene en @AlienQueen-Porn, la primera loca actriz porno y vidente, la reina de la Pornovidencia. De esa manera, como en las culturas de antiguas civilizaciones Colfer le confiere dotes mágicos al esperma y a la vez transforma al líquido seminal en material concupiscente y literario, aventura a la que pocas se habían atrevido antes en la cultura local: Néstor Perlongher, Copi, Federico Moura, Naty Menstrual o Camila Sosa Villada, entre otras.
Pero las únicas amenazas del mundo y de las existencias de los personajes principales no son las bombas, las ratas o el agua (que termina de cumplir el ancestral sueño clasista de separar definitivamente a la ciudad del conurbano). También están los templos religiosos que contaminan las mentes y los corazones de los potenciales subversivos y los zombis Nike, antaño entrenadores de Crossfit que devinieron muertos vivos por un lote rancio de proteínas y se encuentran dispuestos a metamorfosear a millares en muertos-vivientes con tan solo una mordida.
Y, por encima de ellos, el peligro mayor capaz del apocalipsis global y de imposibilitar una revolución redentora: las fuerzas represivas encarnadas en musculosos rugbiers cuyos comandos de terror con licencia para matar generan a la vez repulsión y deseo sexual en la marica. Así quien podría ser la heroína puede sucumbir a sus deseos más oscuros y retrógrados: acostarse con el prototipo del chongo hipermasculinizado, con la peor horda de machirulos y terminar asesinada o docilizada.
Publicada por De parado, una editorial especializada en literatura LGTBIQ, El cielo es un lechazo triste constituye una apuesta mayor en términos de narrativa militante. No solamente es una novela política acerca de las posibilidades subversivas de lo queer y lo transgénero, sino que indaga en nuevas formas de la belleza y en la transgeneridad literaria -erotismo, terror, autobiografía, materiales desechados por la alta cultura como el cine popular o las series “clases b”- para describir un mundo alocado, mercantilista, represivo, pesimista, pleno de odios, deseos sexuales y peligros demasiado parecidos a la contemporaneidad del nuestro. Y como si fuera poco, inaugura un género nuevo: el porno triste y melancólico.