En 2018, C. Tangana empezaba a cubrirse las marcas de rapero y vislumbraba, mordiéndose el labio, la próxima estructura de su carrera. Una etapa transitada a ritmos de abucheos y prejuicios (de clase, y de los otros también). Como Crema (pieza fundamental del colectivo de rap Agorazein), como Pucho, como C. Tangana, como el que intoxica fórmulas líricas hasta en un álbum que va a bateas piratas por basarse en beats ajenos sin aviso: el increíble 10/15, la mixtape donde aprovecha a Drake, descartándolo con arrogancia y a la vez dejando barras para el recuerdo.
A meses de editado Avida Dollars, su segundo disco como solista, Tangana es invitado a la gala de Operación Triunfo, para presentar Un veneno, con el monstruo del flamenco, Niño de Elche. Al cerrar el número, el host del programa se acerca a saludarlo, pero Pucho sigue de largo y lo deja de garpe. El conductor ríe y, con algo de cintura, logra zafar del mal trago. Pero eso había sido televisión en vivo y Pucho lo sabía perfectamente (tanto que, minutos después, subió una historia riéndose con cinismo). Esa huida dejaba un mensaje que luego haría explícito en entrevistas: el rechazo por los certámenes de talentos y su dinámica instantánea, que apuntan a hacer famosa a la gente y atentan contra la pasión. Ser famoso y ser artista son dos aspiraciones bien distintas.
Dos años más tarde, Antón queda varado en plena pandemia y entre playas y curvas de privilegio, estrena el EP Bien :(. Y en los comentarios del video de uno de sus tracks en YouTube, Guille Asesino, un usuario escribe: "El beat parece hecho por Kanye West si hubiese nacido en Badajoz". Una oración que define con precisión letal al español: la ambición de Ye mixeada con lo agreste del sur de España.
► Sin cantar ni afinar ni pelear
Un rapero con pasta pero, por sobre todas las cosas, bien consciente de sus limitaciones. Que el tour se defina desde la carencia ("Sin cantar ni afinar") ya introduce las primeras definiciones de su propuesta. Tangana no tiene una voz extraordinaria, tampoco es un bailarín virtuoso, mucho menos entona ni domina algún instrumento. Y lo sabe de antemano, por eso se encarga de conseguir los recursos para rodearse de los grandes y hacer que todo funcione. Su propia carrera está construida de esa manera. Los tombos en el escenario acompañan la perfección de la banda que lo secunda, unos músicos que, con cuerdas y palmas, podrían hacer Das model de Kraftwerk e ingeniárselas para que tenga sentido.
La obra del madrileño es un cuadro colectivo, donde ese toque final, esa firma arrastrada en la tela logra resignificarlo todo. Desentonar aquello que no suscita errores es también enaltecerlo, en su caso desde lo contemporáneo. Su propia existencia ubica la lupa en el folklore, comparte algo de su néctar original y les da protagonismo a personajes cautivadores: es innegable que el garbo de La Húngara merece una ovación boutique.
Cámaras con toda la resolución alcanzable enmarcan la velada para seguir a un artista que finge embriaguez y un actor que parodia la borrachera. Quizás la decisión de armar estos shows donde la filmación se incorpora a la narrativa, son no sólo el futuro de buena parte de la música en vivo, sino también el intento por presionar a una nueva actitud: la del público que "tiene que" dejar de pagar un precio suntuario para acabar viendo por la mirilla de la cerradura (la del celular) toda la noche; porque el voyeurismo acaba ganando a la batalla, la parte por el todo, y ser testigo no vale nada si no tengo pruebas, y esas pruebas deben servir si hay archivo; y ya sabemos que nadie hace archivo de sentimientos y la tragedia que eso concibe.
Sin ánimos de hacer competir fanatismos, valga decir que gran parte de su público se hizo conmovido por el Tiny Desk Concert, quizás uno de los últimos que vale la pena mirar en ese formato sobreexplotado, completamente ajeno a una intención innovadora. No todo necesita un remix, no todo puede ser un cover y definitivamente no todos tienen que tener su Tiny Desk. El de Tangana es, a las claras, una invitación al disfrute.
Sin discusiones ni roces políticos, la sobremesa madrileña transcurre con una familia elegida, más la de sangre (participan allí las primas, hermanas y madre de Pucho) con un halo de luz que atraviesa la ventana y abraza todo el escenario de una calidez tan bien lograda que impresiona y, por supuesto, da felicidad. Dan ganas de estar ahí, aunque no sea más que para golpear la mesa a destiempo, o maravillarse por el detalle de poner a Alizz con el vocoder a cerrar un tema versionando Bizarre Love Triangle.
Todos estos aciertos se vuelven desafíos a la hora de pensar en llevarlo a un escenario. Aquí hay público, el lugar es más amplio y recrear el día en un estadio puede ser poco verosímil. La grandilocuencia y una narración que subtitule las canciones serán su caballo ganador. Pucho es un gran DT, cargado de tácticas y técnicas: sabe que no está ni cerca de ser perfecto, pero el brillo de su equipo logra incluirlo en los destellos dorados.
► La tercera en discordia
En el Movistar Arena cayó la noche. Y la mesa en el centro del escenario no se siente el resabio de un almuerzo, sino más bien tiene espíritu de trasnoche. O quizás la contagie su frontman, porque por más que intente enderezarse, Tangana exuda energía de after. Y entonces suenan los primeros acordes de ¡Cambia! y con ella, desenvuelto el decálogo del despecho, las canciones de El Madrileño. Hará el disco completo exceptuando uno de los temas que mejor adoptan la tragedia: Cuánto olvidaré.
Nunca es bueno definir desde la comparación. Pero que las dos figuras más importantes en la música actual de España ahora mismo hayan sido pareja tiene algo de jugoso: Tangana y Rosalía son dos alumnos sobresalientes disputándose los elogios de la profesora, uno a cada lado del pupitre, escriben sus bocetos tapando con la mano para que el otro no pueda robar ningún truco. Pasando por delante el salseo y agregando ficheros a las tensiones de sus personajes, somos los ganadores, porque somos el premio mayor, a donde ellos quieren llegar, somos la tercera en discordia: su público. Dos estudiosos del impacto dispuestos a arriesgarlo todo.
Y el capítulo de esta época Tanganezca podría llamarse "el romance del macho hardcore". El petiso pone un pie en un fresco inmaculado y enchastra los tonos, no sin cierta gracia. El varón rampante pervierte con desaliño tramposo, un galán con los costados de la cabeza afeitados, un Adonis con un traje amplio que lo hace parecer aún más bajo (aunque no sea ese el motivo por el que dan ganas de arrancárselo), un hombre de mocasines que anda con bailaores pero parece venir de gira derecho de la Ruta del Bakalao. De modales violentos, como el estereotipo simbólico en ese dúo letal pegado a su pecho: la musculosa blanca de morley y la cadena de oro. El que se lleva la mano al pantalón como tic rapero, o simplemente por puro fan service.
Y aunque cada taco, cada escote, cada jarrón de cristal azul están colocados con ensayada desprolijidad (esa escenografía que le valió de supuesta excusa para no presentarse en la última edición del Lollapalooza Argentina), este artista se enfrenta con un obstáculo del que no tendrá control, que excede a los euros invertidos, y que provocará ciertas grietas en el tono del espectáculo. Una presencia que no paga entrada pero rompe filas: la manija argentina.
Este show definitivamente nació para ser consumido en silencio. Pero, ¿cómo evitás la coreada de cancha frente a un ídolo? ¿Cómo frenás los gritos soeces ante un hombre al que le encanta posar sin ropa e incluso mofarse de que "ni siquiera está bueno"? Y, en especial, ¿cómo acaso contenés ese amague de euforia que dejó el debut mundialista? En algún lado había que canalizar los gritos, transformar la frustración en algo excitante y bestial, como es Tangana.
Consuelo para las almas locales, pero sin dudas un penoso atropello contra el show, donde las arengas asesinan ese clima intimista que requiere Sin cantar ni afinar. Una vez pedirá Pucho silencio, y será obedecido apenas durante media canción. Es romántico pensarlo, pero no estaría mal que el pedido de silencio a partir de ahora también abarque el silencio material, el de los celulares hacia arriba, en falsa revolución, cónclave de registros apáticos. La pantalla que introducía el show daba unas tímidas sugerencias: "para disfrutar de la experiencia, se recomienda apagar el flash de los celulares". Lo técnico tampoco favorecía en este sentido: por momentos las voces se escuchaban bien bajas, en comparación con los instrumentos.
► El protagonista silencioso
La seducción será precoz como la altura de nuestro protagonista: para el segundo tema, Comerte entera, que grabó con Toquinho, Pucho regalará su primer movimiento encantador: retirará sus gafas Versace para hacer de cuenta que mira un culo al pasar.
Con algo más que las bocas calientes llegará Ateo con Nathy Peluso y la gente explotará como si acaso fuese un buen tema. Hay que admitirlo: si en algo coinciden Tangana y su ex Rosalía, es que ninguno pudo hacer una bachata digna. Ella siempre con buenas intenciones pero con un invitado que parece una versión turista del gran maestre del género (Romeo Santos, si es necesario decirlo). Él con una melodía genérica y una acompañante que ignora desarraigos y se mueve sin historia, otro tema sin corazón para el álbum. A favor tienen la conducta shippera generacional, punto para Antón.
Intervendrá para enseñar sus medallas: "Antes, cuando empezamos, no nos llamaban ni pa' limpiar, y ahora hemos ganado dos Latin Grammy", porque hasta los más rebeldes necesitan validación y habrá espacio para tres hits de épocas bien distintas: Sabor a mí del Trío Los Panchos, Suavemente (junto al revival de Bad Bunny, Elvis Crespo protagoniza el reboot más inesperado del 2022) y la menos conocida por la gente, No estamos locos, de los gitanos Ketama. Cómo desperdiciar la chance de hacerlo si uno de ellos está allí presente, Antonio Carmona, parte de la dinastía flamenca.
Más alcohol, desfile de vientos, planos de una película de Humphrey Bogart y la mirada de Pucho, encolerizado (en los breves momentos que se queda sin lentes) monta el acento de la música que lo envuelve. Otra vez, él no es una máquina perfecta, pero obedece su turno en la cadena de producción y asume su rol dentro de una fiesta de película. La ferocidad le toca el hombro, y para el cierre del recital descorchará un champagne y será llevado en alzas cual boxeador al final de la pasarela, envuelto en la bandera argentina. Se despide un Pucho jadeante y alusivo a los pensamientos más procaces.