Hebe de Bonafini llevaba varios meses de búsquedas infructuosas cuando llegó por primera vez a la Plaza de Mayo. Después de un largo viaje desde La Plata, se encontró ahí con una señora regordeta y activa que le explicó cómo seguir. Ella había sido la de la idea de que las mujeres que tenían hijos e hijas desaparecidas debían ir a la Plaza de Mayo –el epicentro del poder político en la Argentina– para hacer visible su reclamo. En diciembre de 1977, una patota de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) secuestró a Azucena Villaflor y a otras dos de las Madres. Las que quedaron tuvieron que hacerles frente a sus propios miedos y al terror de sus familias de que algo similar pudiera pasarles. “Fue muy difícil, pero jamás pensamos en dejar”, dijo Hebe a fines de septiembre en la Plaza de Mayo. La presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo falleció el domingo a los 93 años. Sus cenizas se depositaron en el lugar que transitó cada jueves. El mismo lugar en el que descansan las cenizas de Azucena después de que sus restos fueran encontrados. Ese lugar en el que las Madres siguen reclamando Verdad y Justicia.
El 30 de noviembre de 1976, una patota se llevó a uno de los hijos de Azucena, Néstor De Vincenti, y a su compañera, Raquel Mangin. Desde ese día, Azucena salió a la calle. El 30 de abril de 1977, por su iniciativa, con otras Madres llegaron a Plaza de Mayo para reclamar desde allí la aparición con vida de los suyos.
Para entonces, Hebe llevaba varios meses buscando noticias de Jorge, su hijo mayor que había sido secuestrado el 8 de febrero de 1977. Una señora que también buscaba le comentó de las reuniones en Plaza de Mayo. Ella llegó con sus temores a cuestas pero lo hizo particularmente después de que Raúl, el menor de sus hijos varones, la alentara a organizarse con otras personas que estaban en la misma situación.
Para finales de 1977, las Madres empezaron a trabajar en una solicitada para reclamar “solo la verdad”. Juntaron firmas y reunieron pesito tras pesito para poder pagar el aviso en el diario La Nación. El 8 de diciembre de 1977, el grupo de tareas de la ESMA secuestró a dos de las Madres –María Eugenia Ponce de Bianco y Esther Ballestrino de Careaga– de la Iglesia de la Santa Cruz junto con otros militantes que las apoyaban.
Hebe se enteró de los secuestros un día después cuando llegó a una casa en la que estaban reunidas. Venía abatida por su propia tragedia. El 6 de diciembre de 1977 se habían llevado a Raúl. Según contaba la propia Hebe, ella dijo que había que dejar a un lado la solicitada y salir a buscar a las Madres. Azucena le contestó que había que seguir adelante.
Ese día, una comitiva de Madres fue hasta el diario La Nación y sorteó todos los “peros” que los empleados encontraban para no aceptar el texto. Al despedirse, Azucena le regaló a Hebe un poema de Mario Benedetti. “Compañera, usted sabe que puede contar conmigo / No hasta dos o hasta diez, sino contar conmigo”, leyó Hebe antes de emprender el camino hacia La Plata. No imaginó que esa iba a ser la última vez que se verían con su compañera de la Plaza de Mayo.
Azucena fue hasta su casa en Avellaneda. Esa noche del 9 de diciembre de 1977, su hija Cecilia, de 16 años, alternaba entre la novela de Alberto Migre y la contemplación del rostro preocupado de la madre.
– ¿Qué te pasa, mamá? Tenés los ojos llorosos, vas a la ventana –le dijo Cecilia.
– Se llevaron a unas Madres y no sé cómo decirle a tu papá –soltó Azucena.
– Descansá ahora y mañana cuando le hacés unos mates le contás –le sugirió la chica.
El marido de Azucena se fue esa mañana sin enterarse de los secuestros de la Santa Cruz. Azucena salió a la calle para comprar el diario y no volvió. La subieron en un Falcon y la llevaron a la ESMA. Allí, la escucharon preguntar por el muchachito rubio que solía acompañarlas en Plaza de Mayo. El muchachito al que ellas llamaban Gustavo Niño era, en realidad, Alfredo Astiz. Judas –al decir del periodista Uki Goñi–.
El 14 de diciembre de 1977, todo el grupo de la Santa Cruz fue “trasladado” en medio de un gran alboroto porque la patota de la ESMA no sólo había secuestrado a las Madres sino a dos religiosas francesas, Alice Domon y Leonie Duquet. A los doce de la Santa Cruz los drogaron y los subieron a un avión de la Armada Argentina. Después los tiraron al mar.
Mucho tiempo después se supo que sus cuerpos regresaron. El Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) pudo identificar inicialmente por las huellas dactilares a Ángela Auad, una militante que acudía a la iglesia de la calle Estados Unidos. Entre diciembre de 2004 y enero de 2005, los integrantes del EAAF se trasladaron al cementerio de General Lavalle para excavar. En julio de 2005, el camarista Horacio Cattani informó que esos esfuerzos habían servido para identificar a Azucena, a Esther y a Mary.
Cuando aparecieron los restos, las hijas tuvieron la necesidad de contárselo a las Madres. Con la Línea Fundadora, no había preocupaciones. Con Hebe y las Madres de la Asociación, pensaron que el trámite podía ser más tenso porque ellas se oponían a las exhumaciones. Hebe no estaba cuando llegaron a la Casa de Madres, así que fue Ana Careaga –hija de Esther– quien la llamó para contarle. “Fue una dulzura”, recuerda Mabel Careaga, la otra hija de Esther. “Nos dijo: ‘tienen nuestro apoyo. Las abrazo. Estoy con ustedes’”, cuenta.
Los restos de Esther y de Mary fueron enterrados en el solar de la memoria en la Iglesia de la Santa Cruz, el último lugar que pisaron mientras estaban en la búsqueda de todos los hijos y las hijas.
Cecilia decidió que las cenizas de su madre quedaran enterradas con su padre –en el ámbito privado– y en la Plaza de Mayo –en el ámbito público–. Así sucedió en diciembre de 2005, cuando se cumplieron 28 años de los secuestros del grupo de la Santa Cruz. “Era lo que la representaba. Para ella fue un símbolo decir ‘vayamos a la Plaza de Mayo’”, repasa su decisión Cecilia, en diálogo con Página/12.
Otras Madres también quisieron quedarse para siempre en la Plaza. En agosto pasado, falleció Rosita de Camarotti –integrante de la Asociación Madres de Plaza de Mayo–. Sus cenizas quedaron allí, cuentan. Hebe había tomado la misma decisión. No irse de la Plaza, ese lugar que inicialmente significaba el encuentro con los hijos –como le contó al periodista Luis Zarranz–.
En la Pirámide que tantas veces rodearon, volverá a encontrarse también con la primera Madre, con la primera cara que vio ese día que llegó desde La Plata a la Capital –un lugar al que no había ido más de dos o tres veces antes de que desapareciera Jorge, como cuenta el periodista Ulises Gorini–. Azucena no solo fue la mano extendida sino también la razón para seguir –pese al terror que sabían como una macabra posibilidad–. “Más allá de las distintas muertes, la lucha las vuelve a juntar en la Plaza”, dice Cecilia De Vincenti. “Eso es sumamente simbólico.”