He cambiado, una y otra vez, toda la noche. Llevo un nombre que encontré en la calle Viamonte, frente a un pájaro o portal por el vuelo habitado. Para avanzar, giro sobre mí misma. Un perro me ladra porque cree que soy la luna. Un ladrido de perro puede encontrar la palabra clave. Por dentro, no más fronteras. Me voy multiplicando en palabras que se hacen frases. Por momentos soy sufija, por momentos, prefija.
La verdad sea dicha en el filo Parra del rímel Nicanor.
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Lo que hago está a dos peligros de lo que dominan los pensamientos, porque las condiciones están dadá. Felicidad de los hombres que nacen con su sonajero de fantasía y aprenden a caminar con pasitos lentos, toda la noche, sin ruido, deteniéndose a menudo, desconfiados de que los deje solos mientras me quito la íntima ropa y les impida ver el grabado curioso que me hicieron al llegar. Ese miedo pequeño, lúbrico, viene más allá de toda causa, y nos brinda un vaivén fluvial sensible a las mucosas.
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Dos o tres hombrecitos por noche, me halagan con su lengua filosófica. Cachorros de estagiritas cruza con bandidos, que no pueden decirme cómo ni por qué han nacido con lenguas tan finitas o tan gruesas, ni si todas sus aspiraciones serán confusas, ni si todo lo que desean, desde el fondo de sí mismos, saldrá siempre con el reluciente polvillo de oro de las mariposas provenientes del Ibicuy. Con ellos puedo tenerlo todo porque creen que soy una tierra inexplorada de una belleza mágica, prenatal.
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Por momentos, en vez de soldarme a las palabras, me desligo íntimamente de ellas, paso de verbal a no‑verbal. Me desueldo y otros pensamientos trazan círculos, se encabalgan. Los hombrecitos me practican una escisión púbica por donde me gotean mahomas y santos tomases, asesinos de calandrias y frascos de perfume, budas escarlatas y chamanes anaranjados, caramelos de anís y botellas rotas. Dentro y fuera de mi ser y de mi no‑ser, les concedo el goteo samurái en dorada tinta china.
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Esta ciudad natal, llena de nata, pone en crisis a los pobres adverbios de modo y de lugar, maltratados, desautorizados. Los hombrecitos modulan el sistema silábico y baboso para expresar las tristes vicisitudes de no estar acá cuando están allá. Cada uno gritándome sus razones, mostrándome ante mis propios ojos piojos sus pasiones desenfrenadas, con los hipos y los espasmos de primaveras recibidas para siempre, se sueltan de la trama y forman carnosidades en vez de palabras.
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Paraná Guazú, Paraná Miní, para tomar la geometría implícita del pensamiento en cualquier lengua, hay que abrir la boca. Los hombrecitos rutilan sus papadas napoleónicas. Un buen día van a darse cuenta de que les enseñaron a hablar para que aprendan a mover el idioma genital del cuerpo. Pero ahora están adentro, no se han detenido, andan sacando de mí cosas extravagantes. Quieren hacerlo solos. Quieren hacerlo todo. Buscan su ser en mi ser, entonces se debilitan. Luego busco mi ser en su ser, y me debilito. Toda la noche, una debilidad tras otra.
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Los esfínteres están abiertos. El corazón, abierto. Como un melón constelado la cabeza, abierta. Los hombrecitos se proponen metas inaccesibles. Puesto que están aquí, puesto que se adverbian, puesto que nunca han querido resignarse a existir como si no existieran, ni a no existir como si existieran, digo, se adverbian en sucesivos tramos de la noche y todo es circuito, todo es desvío. Así lo dicen, en caso de naufragio, las rimas donde yace la lengua madre: pampirolas de absoluto dadá,/ por debajo de la mesa perlonghera/ las fotografías carroñeras / están rellenas de mazapán.
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En el instante de relampaguear las palabras metafísicas nunca se sabe nunca. Sólo puedo decir que tornasolando el mundo como si, como si fuera un festival de la emoción ergonómica que entra por delante y por detrás, los hombrecitos comienzan a desviar sus dedos y alunan pampirolas sin etimología. Sufijos y prefijos me implosionan en el plexo solar a punto letra. A la sazón, deben evitarse juicios morales y fósiles lingüísticos. Los hombrecitos tienen algo grande, inmenso. Como si el órgano de la percepción coincidiera con el organito.
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En el reino de la imaginación los hombrecitos habitan la geografía erótica. Sus lenguas metafísicas aprovechan la extrema inmovilidad de las retóricas. Tienen tal potencia de amar, que aman hasta las piedras de las estrellas. Si no a perpetuidad, al menos por unas horas, lo abierto se cierra estando abierto y lo cerrado se abre estando cerrado. Provechos becketteanos de esperar por esperar. De lamer por lamer. De gemir por gemir, en la centésima vez de la noche y de los gemidos.