En 2016, Emma Cline editó su primera novela, Las Chicas, a los 27 años. Antes había publicado algunos cuentos con mucho éxito en The Paris Review, por ejemplo, pero Las chicas la elevó a una fama inesperada que provocó una expectativa enorme y no pocos problemas. Penguin, su editorial, le pagó un anticipo de dos millones de dólares: Scott Rudin, el super productor de The Truman Show y No es país para viejos, entre muchas otras, compró los derechos inmediatamente.
Ella, californiana, con alguna experiencia como actriz infantil y adolescente, una belleza rubia lánguida a la Didion, tenía cierta experiencia con la exposición pero no a esta escala. Las chicas es una gran novela basada vagamente en la familia Manson pero sobre todo en las jóvenes que lo acompañaron, en esa cofradía de hippies brujas asesinas, sucias y sexies, atrapadas en el desierto y en el hechizo de Charlie, fantasmas de Los Angeles, una ciudad llena de estrellas y espectros. Está contada, en parte, por Evie la chica --ahora adulta-- que pudo escapar: una mujer que se fue justo a tiempo, antes de los crímenes, cuando intuyó qué se ocultaba detrás de las humillaciones rituales de Manson y de ese erotismo pánico de las chicas, en especial de la impredecible Susan.
Estaba muy bien escrita también: su evocación de California resultaba embriagante y el fraseo a veces poético, a veces llano, daba la impresión de un estilo acabado. Tuvo reseñas exaltadas y otras que clamaban sobrevaloración, como suele suceder, pero lo peor fue que su ex novio la acusó de plagio: según él, Emma había instalado un spyware en su computadora para espiar su trabajo. El novio, Chaz Reetz-Laiolo, también es escritor, menos exitoso, claro. El litigio llegó a tribunales y se puso feo: Emma Cline admitió haber instalado el software espía pero, según ella, para saber si él la engañaba, porque ya había estado en relaciones abusivas. El ex amenazó con dar a conocer las fotos eróticas de Emma si no admitía el robo. Llegaron a un acuerdo y la justicia determinó que ambas novelas eran, en efecto, historias de iniciación pero que las diferencias resultaban demasiado significativas para considerar plagio. Caso cerrado pero afectó a Las chicas: la novela destinada para todos los premios se quedó con el importante Shirley Jackson Award pero no produjo el terremoto esperado.
Varios años después, en 2021, Cline publicó la novela corta Harvey, escrita desde el punto de vista de un hombre a punto de ser condenado por sus abusos sexuales, un hombre poderoso que supo ser el rey Midas de Hollywood y que se encuentra abandonado. Por supuesto, es Harvey Weinstein. Pero Cline no hace lo esperable: al hablar desde Harvey y no desde las mujeres dota al personaje de fragilidad, megalomanía, ambición, desfasaje de la realidad, patetismo y compasión: lo humaniza, lo saca del lugar de super villano. Es una jugada bastante arriesgada teniendo en cuenta el “clima cultural” pero ella sale indemne porque es, como supieron bien los críticos a pesar del fenómeno que entorpeció a Las chicas, una estilista elegante e implacable.
Ahora acaba de editarse Papi, su primera colección de cuentos. En el libro define, con sus desvíos, los temas que le interesan: California como escenario, personaje y estado mental; la vida de los privilegiados, en muchos casos relacionados con la industria del cine; la humillación y, en una medida menos obvia pero latente, las diferencias de clase. Explorar a los ricos no es tan común en literatura (lo hacía muy bien el hoy super polémico Bret Easton Ellis) y es interesante sobre todo cuando no se desliza hacia la parodia o la repetición de clisés. En estos cuentos hay un poco de repetición pero quizá eso tenga que ver con que la mayoría no son originales para esta colección: de los diez, seis fueron publicados antes en The New Yorker y The Paris Review.
Papi, con su título engañoso (ningún cuento se llama así ni hay relatos que sugieran tal infantilización) tiene momentos de altísimo nivel. “Hijo de Friedman”, por ejemplo, en el que dos viejos amigos, un actor no muy joven pero aún una estrella y un director-productor en decadencia se encuentran para comer. El hijo del productor, Benji Friedman, va a presentar su primera película en Los Angeles, un filme independiente y experimental que, teme su padre, es un desastre auto indulgente. Pero claro, William, el actor famoso, viene a la premiere: es el padrino del chico. Y en todo el cuento está la tensión éxito-fracaso, fingir interés y sumisión, la paranoia y el poder de marcar una diferencia (y generar deferencia) solo con estar presente. El momento durante la comida en que el director le pide al actor, a su amigo, que lea un guion extraordinario (o más bien se lo ruega) es doloroso. “No te puedo decir cuándo, no puedo prometer nada, pero lo miraré” dice William y aunque el otro sabe que eso es una negativa y casi una lápida para él, se ve obligado a asentir “Genial. Solo pido eso”. La tensión de lo no dicho está manejada con enorme inteligencia, algo que no ocurre en “Regional Noreste”, el relato de un padre que debe ir a buscar a su hijo a la escuela de elite donde está pupilo porque lo expulsaron por un acto cruel del que Cline se ahorra los detalles: el cuento resulta de una innecesaria timidez.
“La niñera” es de los más interesantes: transcurre los días después de destapado un escándalo entre la niñera del título y Rafe, un actor famoso. El punto de vista es de la joven y nunca está planteada como una víctima dañada sino como una muy dispuesta amante a pesar del secreto y el evidente desequilibrio de poder. Esto Cline lo hace muy bien: se niega de plano a convertir a sus mujeres en seres sin agencia y ángeles heridos; las dota de profundidad, errores, capacidad de daño, malicia. Igual que a Karen, de “Menlo Park”, la secretaria de un billonario que está escribiendo sus memorias. Karen tiene un malentendido sexual con el escritor fantasma contratado y eso ocasiona una crueldad exagerada. O Thora, de “A/S/L”, internada en un centro de rehabilitación al que llega un señor G., otro epígono de Weinstein por el que se siente atraída, nunca acechada. Thora, una mujer de mediana edad, está internada, entre otras cosas, por su adicción a los chats eróticos en los que finge ser menor de edad. El poder de los hombres está presente, claro, esa creencia de ser capaces de todo: pero el punto de vista puesto en las mujeres parece analizar ese comportamiento más que juzgarlo y eso dota a estos relatos de inteligencia sin necesidad de subrayar lo evidente.
El mejor cuento, sin embargo, se aleja de estos lustrosos, hedonistas y privilegiados ambientes de neón y sexo para adentrarse en otro tipo de ricos, dueños de granjas en un lugar indeterminado: una pareja, Peter y Heddy y el hermano de ella, Otto. Viven cerca de una caravana de trailers, los pobres más cercanos. Ellos no son riquísimos, pero la diferencia es notable: Heddy va a estudiar a Yale. Todo es frágil en este cuento, y misterioso: la relación quizá incestuosa entre los hermanos, el hijo de Steph, una de las mujeres de los tráilers, con una herida en la cabeza (quizá una quemadura) que sangra bajo el sol, las escapadas nocturnas de Otto, el olor a cigarrillo que persigue a Heddy que está embarazada (¿fuma o es de alguien más?), el odio de Peter a la granja: “¿podía un lugar actuar sobre ti como una enfermedad?”. Este desvío de los temas recurrentes que Cline maneja muy bien es prometedor y habla la capacidad de su literatura, ahora que ya puede sacarse de encima la etiqueta de joven prodigio.