La vida de Mingo Cabrera tiene dos facetas opuestas por el vértice que se unen en los Esteros de Iberá: fue mariscador en su juventud y guardaparque en la adultez. Es decir, era un cazador furtivo que se internaba hasta 20 días en el pantanal. Y no es que sea un incoherente ni un converso: “Nosotros no cazábamos por deporte sino necesidad”. Hoy está jubilado y sigue yendo de todos los días a trabajar con su uniforme verde y sombrero de ala ancha: podría decirse que ahora sí, va a los esteros “por deporte”.
Cabrera nació aquí mismo –Colonia Pellegrini– en 1949 y a los 15 años comenzó a cazar con su padre a fuerza de lazos, trampas y escopetas. Dormían en ranchitos de junco los días de lluvia y buscaban cueros de yacaré y lobito de río, o plumas de garza para vender en carnaval. Se internaban en los esteros con canoas construidas por ellos mismos a partir de madera de timbó o laurel, donde llevaban 50 kilos de sal para mantener los cueros. A los 16 años comenzó a irse solo a cazar por las islas, donde ha oído voces extrañas, vio fogonazos inexplicables y se cruzó a gente desharrapada que luego desaparecía misteriosamente. Ya su abuelo había sido cazador de yaguaretés, hoy extinguidos pero pronto a ser reintroducidos a partir de un experimento de la Conservation Land Trust, la fundación ecologista del fallecido Douglas Tompkins, cuya viuda donó las tierras para la creación de un Parque Nacional pegado al provincial: los arroceros locales que lo acusaban de estar detrás del “negocio del agua” se quedaron ya sin ninguno de los endebles argumentos contra el norteamericano.
En 1983 Mingo Cabrera comenzó a hacer el trabajo opuesto al de su tradición familiar: cuidar la fauna de Iberá a partir de una inteligente iniciativa provincial, que permitió a los habitantes de Colonia Pellegrini seguir viviendo de la misma fuente de riqueza, la cual estaban a punto de extinguir. Pero la transición fue traumática: al prohibirse la caza, la mitad la población tuvo que emigrar y solo quedaron ancianos y niños. Y los que no partieron –muy limitados de trabajo al no poder cazar– sintieron por largo tiempo un fuerte rencor hacia esos cazadores reconvertidos en guardaparque, ya que cuidaban los esteros con rigor de marido celoso. Por un tiempo jugaron al gato y al ratón, hubo familias que se enemistaron y llegó a haber amenazas de muerte.
Pero con el correr de los años la economía del pueblo se reconvirtió exitosamente hacia el ecoturismo, al punto que hoy el 90 por ciento de los 1000 habitantes vive otra vez de los esteros y la juventud no tiene necesidad de emigrar. Esta aldea correntina con calles de tierra es un ejemplo casi ideal de desarrollo ecosustentable, en la que un carpincho vivo vale mucho más que uno muerto.
FAUNA MUY CONFIADA Salimos a navegar en lancha y a los 15 minutos aparece una maraña de camalotes y fragmentos de tierra flotante. El guía apaga el motor y avanzamos al impulso de una caña tacuara en sumo silencio. Lo primero que llama la atención es la mansedumbre de la fauna, muy segura de que esa bestia erguida que llega en lanchita es –en los hechos y en este lugar– inofensiva. Atracamos en la costa y una pareja de carpinchos a dos metros de la proa no se da por enterada: siguen royendo y royendo. Si estirara bien el brazo los podría tocar pero está prohibido. El nivel de proximidad es el de un documental pero sin mediación.
La idea es caminar sobre los embalsados flotantes pero el guía no consigue un buen lugar. Entonces seguimos por un estrecho canal y aparecen los primeros yacarés. Nos acercamos con sigilo de ofidio a uno de casi dos metros, para ver sus claras pupilas verdes con iris negro en forma de raya vertical, y su desconcertante parpadeo lateral. Está semisumergido como un asesino al acecho junto a la lancha, con sus traicioneros ojos atentos sobre la superficie del agua. Dan ganas de acercarle el lente angular de la cámara para hacer la mejor foto imaginable, pero nadie se atreve a desafiar los reflejos del reptil. De repente sale y se posa con las fauces abiertas en la orilla, asoleándose con la rigidez de una estatua. Y lanza un soplido de dragón que eriza de escozor a todos a bordo de la lancha. Alguien pide partir.
Al rato aparece un ciervo de los pantanos, una especie que parece conocernos mejor: no permite que nos acerquemos a menos de 20 metros. Tiene una cornamenta enramada y se queda mirándonos fijo, petrificado y en pose de tensión. No se decide a partir pero deja su actividad pastoril para controlarnos. De un salto desaparece en el juncal.
VIDA EN EL PANTANAL Los esteros son como un gran cuerpo viviente donde la simbiosis entre las especies animales y vegetales crea relaciones de lo más insólitas, como la de aquel carpincho que vemos tirado en los embalsados panza arriba, mientras un carancho le come las molestas garrapatas con el pico.
Las jacanas –una pequeña ave zancuda de alas marrones y cuello negro– persiguen a los más corpulentos chajás, que al caminar espantan a toda clase de bichitos que son comidos por su perseguidora. A su vez, el chajá suele aterrizar en el tronco seco de algún arbolito y trompetea con fuerza cuando se acerca un humano o un predador, advirtiendo a sus congéneres de cualquier especie: lo consideran la alarma del Iberá.
Una suprema armonía parece reinar en los esteros, una comunión perfecta entre las especies conviviendo una al lado de la otra. Hasta que de repente a un animal le pica el hambre, da un paso hacia el vecino y lanza un tarascón o el picotazo mortal.
Nuestro guía José cuenta que una vez vio a un gato montés llevándose a una larga boa muerta hacia arriba de un árbol, para comérsela en soledad. Pero aparecieron dos zorros intrusos a querer sacársela. El gato trataba de subirla a duras penas llevándola de la cabeza, mientras los zorros la tironeaban por la cola. Y le ganaban, pero el gato bajaba a espantarlos y vuelta a empezar en un tira y afloje de nunca acabar.
Este baqueano nacido en pleno campo se encontró una vez con un gran sapo cururú que se estaba comiendo a otro más pequeño: “Esta especie es muy angurrienta –una vez vi a uno comerse un autito de juguete–, pero en este caso se había atragantado con el sapito y se estaban muriendo los dos. Entonces los agarré de las patas para tironearlos y los salvé”. En otra ocasión el guía se encontró con un yacaré sobre las pasarelas de madera donde caminan los visitantes: se había refugiado allí para comerse sin competidores a una gran raya que traía en la boca. Una vez también le salvó la vida a una hermosa ave parecida a la garza, llamada hocó colorado. “Ellas comen víboras chiquitas pero se ve que esta era inexperta y terminó siendo atacada por el reptil, que la estaba ahogando con tres vueltas que le había dado en el cuello y se la iba a devorar. No me aguanté y la desenrosqué”. Y cerca del rancho de adobe donde se crió, José vio a un zorrino que había descubierto la mejor manera de cazar a los insectos de los que se alimenta: matando sapos. “Una vez que los despanzurraba, se comía solamente los bichitos que tenían en el estómago; el sapo era para él –concluye– como un enlatado de comida”.