Cuando Jorge Luis Burruchaga compró una mesa de ping pong, todos en la familia lo tomaron como un divertimento, como un pasatiempo más. El ritual se hizo carne: cada vez que podían jugaban un partidito en el garage de la casa. Y peloteaban con entusiasmo y sin tensiones, hasta que el aroma de la parrilla oficiaba de tie-break y apuraba el trámite para ir a almorzar. Pero el pequeño Román quería ganar a toda costa y, siendo el más débil, invertía todas sus energías para pegarle. De un lado al otro iba el gurrumín, que se tomaba los partidos con sus hermanos bien en serio. Rápido de reflejos, Burru padre olfateó el talento de su pibe. Vio que tenía muñeca. Y entonces, le regaló una raqueta. Y vaya si no se equivocó el hoy mánager de la Selección Argentina. Con 15 años, su hijo se erige como una de las grandes promesas del tenis argentino. Una promesa que cumple. Porque en junio tuvo unas tres semanas increíbles, que le permitieron hilvanar una racha de 18 victorias y así meterse entre los mejores 500 junior del planeta. 

“Si querés sumar tus primeros puntos, vamos a tener que ir a Bolivia”, le dijo su entrenador Marcelo Miguez. Y claro, los juniors no cuentan con muchos torneos en Sudamérica para foguearse. Así fue como Román armó el bolso nomás, rumbo al tren del cielo. En el primer grado 5, en La Paz, entró raspando en la qualy. “A 3600 metros de altura, pensé que me iba a faltar el oxigeno. Bueno, me sentía muy pesado, agitado, pero mi viejo me recomendó hidratarme mucho. El conoce la altura porque dirigió allí. Traté de jugar como siempre. Y me fue bien”. Después, bajó unos metros de las nubes para jugar dos torneos más en Cochabamba (2500 metros) y Tarija (1800), de donde también salió victorioso. Esos tres gritos de gloria lo catapultaron hasta el puesto 485 en el ránking Junior, de la Federación Internacional (ITF), ránking conformado por tenistas de hasta 18 años, muchos más grandes que él. Da ventajas Burru, que ya se aseguro importantes contratos, como por ejemplo con una primera marca internacional que le provee de ropa y raquetas por dos años. 

Pensar que la cochera de su casa fue su cuna. Allí nació el talento del pequeño. Y aún muchos no se explican cómo hizo para eludir las raíces de su árbol genealógico. Esa es la pregunta que ronda toda la entrevista y que se hace obligada. “Yo jugaba al tenis en la Academia del Tiro Federal y al fútbol en infantiles de River. Hacía las dos cosas, pero se me complicaba con el colegio. Así que me tuve que decidir. Gracias a dios, mi viejo me dejó elegir el tenis, siempre me bancó”, dice Román, mientras se prepara para una sesión más de entrenamiento en el club Centro Asturiano de Vicente López. Se ven lindas las canchitas de polvo de ladrillo y cemento, ancladas en Avenida del Libertador al 900. A la mañana fue al colegio y, por la tarde, espera llegar a su hogar para... ¿descansar? No, Burru quiere volver rápido para ver Wimbledon. Sí, es un bicho de tenis Román, que ya tiene boletos para seguir su gira en Asunción del Paraguay.

Pudo haber sido jugador de River, como su hermano Mauro, mediocampista zurdo de la Cuarta División. Pero el tenis le tiró más. Le quedaron amigos en el club millonario, como Juan Cruz Martins y Lautaro Pata, jugadores de la Octava. Incluso es hincha de la banda roja. Pero lleva el nombre del ídolo de Boca. “¿Por qué me pusieron Román? No sé si habrá sido por Riquelme, nunca pregunté”, desliza Burru. Dice, también, tener de ídolo a Djokovic, “aunque es difícil copiarle algo”. Y se define como un tímido. Tanto que cuando Rafael Nadal vino el año pasado al ATP de Buenos Aires, lo tuvo a metros nomás y no se animó a pedirle una fotografía. Algo parecido le sucedió en el Orange Bowl, uno de los torneos más prestigiosos a nivel junior de Estados Unidos. Allí se cruzó con Andy Murray, el número 1 del mundo. Y se quedó con todas las ganas amontonadas de sacarse una selfie.

Así y todo, cada vez que las suelas se tiñen de color ladrillo, las zapatillas parecen escupir fuego, ahí se mueve de lado a lado y no hay miedo alguno que lo paralice. “Yo quiero ser profesional, ese es mi sueño. Ya salí campeón mundial igual que mi viejo, pero no tiene punto de comparación. Lo mío fue un título junior (en agosto, ante China, en República Checa), lo de él fue en profesional”, agrega, humilde el pequeño Burruchaga. El mismo que se emociona cuando ve el gol de su viejo en la final del Mundial 86. El mismo que se cuelga en YouTube para ver la final argentina de Roland Garros 2004. Y sí, el pibe tenía apenas dos años cuando Gaudio y Coria se batían a duelo. Para aprender, Burru mira el pasado. Porque hoy, él es el presente. Y el futuro.