Londres es cosmopolita. Es colorida, ruidosa, impactante y combina en partes equitativas el estilo inglés tradicional con todo lo novedoso y vanguardista de una gran ciudad. Entre los muchísimos atractivos que ofrece hay uno, sin embargo, que propone salirse un poco del vértigo londinense. 

Tren mediante y a solo treinta minutos la historia cambia completamente. De la estación Waterloo se sale rumbo a Hampton, y así de una estación enorme, moderna, impecable, asombrosa –como la ciudad misma– se llega a una parada de pueblo. Hampton se encuentra en el condado de Surrey, a treinta kilómetros de Londres. Madera despintada, un simple techo sobre los andenes para que nadie se moje, unas vías que atraviesan un campo verde… y a uno no le queda más que caminar una cuadra y llegar al fabuloso Hampton Court. En la estación puede que invada al viajero cierta sensación de confusión: no se entiende que un viaje tan corto conecte una ciudad tan grande con una tan pequeña, convirtiendo el traslado en un verdadero viaje en el tiempo. Pero después de confirmar que uno está en la estación indicada y tras disponerse a caminar los escasos pasos que conducen al punto en cuestión, todo cambia. Hampton tiene el poder de atrapar a cualquiera con su belleza. Al verlo nadie se acordará de Londres o de la estación a la que llegó; Hampton convoca atención completa. 

Podría decirse que Hampton Court es a Londres lo que Versailles a París: un palacio que remite al pasado de la nobleza europea, cuando todo era fastuoso. Techos altísimos, puertas inolvidables, pinturas por doquier, dorado como color principal, escaleras y más escaleras, infernales pasillos, infinitas habitaciones, ventanas con vistas fabulosas, cortinados que hoy solo se ven en teatros clásicos, vitraux y tapices únicos.

Los vitrales forman parte de la fastuosa decoración del interior del complejo.

AMORES DE REY Fue uno de los ocho palacios de Enrique VIII,  pero su historia comenzó en realidad mucho antes. En su origen fue la casa de una congregación religiosa y después pasó a manos del poderoso cardenal Thomas Wolsey, que decidió ampliarlo y magnificarlo. El purpurado era amigo del rey Enrique VIII y lo hospedó con frecuencia, junto con otros altos dignatarios de la corte inglesa.

Pero en 1529 la amistad entre el cardenal y el rey –Ana Bolena mediante– cayó en desgracia, de modo que Wolsey se quedó sin palacio y el magnífico Hampton Court pasó a ser propiedad del monarca. En sus manos, la principesca mansión cuadruplicó su tamaño y se dotó de enormes habitaciones equipadas con las gigantescas chimeneas que todavía hoy la caracterizan.

El tiempo ideal para una visita completa pueden ser tres horas. La entrada principal del palacio está adornada por “las bestias del rey”: un dragón, un león y un galgo, tres especies importantes para Enrique VIII, cada una con su propósito. Si bien están allí y no pasan inadvertidas, el color del ladrillo del palacio –junto a las muchísimas chimeneas que adornan los techos– son los verdaderos protagonistas de esta magnifica construcción inglesa. Durante el período Tudor se puso de moda tener chimeneas y pilas adornadas de ladrillo, y Hampton Court es el mejor ejemplo que se pueda buscar. Vale recordar que el palacio está ornamentado con 241 chimeneas decorativas de ladrillo, la colección más grande de Inglaterra. Cada una exhibe un diseño elaboradamente tallado. 

Los patios internos impresionan con pisos de importantes adoquines. En uno de ellos se encuentra el reloj astronómico, punto imperdible para los visitantes. Enrique VIII estaba fascinado por la astronomía y la ciencia, de ahí este reloj donde es la Tierra la que da la vuelta en torno al Sol. Entre los relojes astronómicos más conocidos en el mundo, figura dentro de los veinte más bellos junto a otros dos clásicos: el que está situado en la pared sur del ayuntamiento de la Ciudad Vieja de Praga, y el reloj de la Torre de la Plaza de San Marcos en Venecia. 

Los jardines de Hampton Court se extienden sobre varias hectáreas de cuidado paisajismo.

JARDÍN INGLÉS El espacio verde es un capítulo aparte. Para quienes disfrutan de los jardines, su visita merece tanto tiempo como el interior del palacio. Pero atención: en invierno no se puede acceder y es un dato no menor, porque otro de los sitios imperdibles es el laberinto. Son 24 las hectáreas de jardín que bajan hasta la orilla del Támesis, con maravillosas fuentes, un bellísimo paisajismo floral compuesto por más de 200.000 bulbos y 303 hectáreas de tranquilos parques por los que en su momento paseó la realeza. Los jardines principales son Privy Garden, Pond Gardens, Great Fountain Garden y el Maze, un laberinto hecho de plantas y conocido como “el más famoso de la historia del mundo”, diseñado por George London y Henry Wise por encargo del rey en 1700. De forma trapezoidal, es el más antiguo del Reino Unido, famoso por confundir e intrigar a los visitantes con sus muchos giros y callejones sin salida. Antes de su creación, los laberintos de un solo camino eran los más populares en territorio británico. El de Hampton Court representa a tres hombres en un barco. Y la parra, que también llama la atención apenas se sale al parque, entró en el Libro Guinness de los Récords en el año 2005 como la mayor del planeta. Más allá del record, en primavera o verano el regocijo visual que produce es indudable.

Hampton es un lugar interesante también para aquellos que sienten especial curiosidad por el mundo gastronómico, porque este palacio es uno de los pocos cuya cocina se puede recorrer. Ver los utensilios de aquellas épocas es, una vez más, trasladarse en el tiempo. La enorme cocina daba de comer a más de 600 personas dos veces al día: ahora bien, solo los primeros fines de semana de cada mes se puede disfrutar de las imágenes, sonidos y olores de las grandes instalaciones culinarias de la época Tudor, cuando los historiadores recrean los platos que le preparaban al mismísimo Enrique VIII. 

Y como Hampton puede complacer todos los sentidos, es de esperar que los amantes del arte, en un palacio de estas características, también salgan felices. Los triunfos del César es uno de los cuadros más famosos de la historia del arte europeo y se encuentra actualmente entre sus muros: se trata en realidad de una serie de nueve grandes cuadros pintada por el maestro italiano Andrea Mantegna entre 1485 y 1505. La obra fue pensada para colgarse alineada como partes de una sola imagen: un desfile militar presidido por Julio César tras su triunfo en la Guerra de las Galias.

También el Gran Salón está entre los espacios que no se puede dejar de mencionar –se trata del último y más grandioso salón medieval de Inglaterra, y uno de los teatros más antiguos de Gran Bretaña– así como la Capilla Real, constantemente utilizada por la nobleza desde hace más de 450 años. La capilla tiene su historia, porque fue allí donde la reina Catherine Howard fue acusada de conducta inapropiada tras su matrimonio con Enrique VIII y luego condenada a muerte. Se dice que su fantasma ronda aún los salones solitarios. Los afectos a la monarquía, sin embargo, preferirán otros recuerdos más terrenales: aquí podrán conocer la corona de Enrique VIII, cuya réplica se expone en el Royal Pew.