“Hay que hablar del juego. Todo lo que se pueda. Pero para hablar del juego hay que quererlo. Hay que jugarlo. Y no creo que eso implique una preparación académica, porque realmente tiene tantos lugares en los que entrar, que podemos estar todo el día”. Pablo Aimar dice que al juego lo salva el amor al juego, porque, realmente, aquello se ha perdido al calor de situaciones que son parte del mundillo, pero que, en comparación con lo esencial, son secundarias. Con gente como él o como Juan Román Riquelme, es fácil darse cuenta de qué es lo importante.
A la hora de imaginar a Enganche como un lugar en el que el juego cuenta a la vida, también podría decirse que al periodismo lo salvan las historias. O tal vez que las buenas historias son periodismo en sí mismas. El espacio de papel, se decía hace unos días aquí, pide a gritos un oasis en el que despreciar al clickbait para encontrar sitios en los que respirar y, sobre todo, en los que pensar y pensarse. Encontrar un camino ahí es, tal vez, uno de los desafíos más atrapantes de la época que se que se viene.
Es allí cuando el criterio cambia. Cuando el “tiene que estar” da paso al superador “tiene que estar sólo si vale la pena”. Cuando en vez de jugar a ganar, se juega a jugar, porque esa es la instancia primaria de cualquier juego. Y el periodismo es uno grande.
Mientras esperamos la llegada a este pequeño espacio de contratapa de un jugadorazo de proporciones que vuelve a la cancha, Enganche sigue su camino con un puñado de historias que pueden leerse hoy, mañana o el próximo sábado. En tiempos en que los optimistas son ingenuos disfrazados y en los que nadie augura felicidades, ejercer la permanencia es, a veces, la mejor manera de soñar con algo mejor. O al menos es un certero primer paso.