En una calle como cualquier otra, un automóvil del tipo familiar se detiene, se encienden las balizas y su conductor y pasajeros descienden, dejando el vehículo estacionado en doble fila. No parece haber otro lugar disponible en esa arteria interna plagada de entradas de estacionamientos privados y, para sumar complicaciones, una obra en la calzada sin operarios a la vista reduce aún más el paso. Segundos más tarde, una camioneta dobla por la esquina y, al no poder continuar con el recorrido, comienza a tocar bocina, tímidamente en un principio, luego en un frenesí cacofónico. El conductor regresa al auto, pide disculpas con la mano y soluciona momentáneamente el problema, dando una vuelta a la manzana y buscando algún otro resquicio donde acomodarlo. Por la descripción, podría perfectamente tratarse de una calle de Buenos Aires, pero el quinto largometraje de Cristi Puiu –uno de los nombres insignia de la renovación del cine de su país, usualmente denominado Nuevo Cine Rumano– transcurre lógicamente en Bucarest. A pesar de ese extenso plano-secuencia que abre la película y anticipa algunas de las tensiones que estallarán a lo largo de sus casi tres horas de duración, Sieranevada es, esencialmente, un relato de interiores. A tal punto que, con la excepción de ese primer movimiento alrededor y a bordo del auto y un posterior conflicto callejero –nuevamente, a causa de un coche mal estacionado–, la docena de personajes que le dan forma e intensidad a la historia nunca saldrán de los seis o siete ambientes (baños incluidos) de un típico departamento rumano de la era comunista, “de los más grandes que se construían en aquel momento”, según la descripción gráfica de uno de ellos. Un film de interiores donde las puertas se abren y se cierran constantemente, permitiendo que hombres y mujeres (jóvenes y viejos, familiares directos o amistades, fumadores o no fumadores) realicen una imprecisa coreografía de movimientos y voces, conformando de esa manera la estructura formal básica de una película que –mediante una falsa apariencia de naturalismo, uno de sus mayores logros– le saca una radiografía a una parte de la sociedad rumana contemporánea, con todas sus singularidades e idiosincrasias y también sus aristas más universales.
Lary (Mimi Branescu, el protagonista de Aquel martes después de Navidad, de Radu Muntean) es el conductor del auto en esa primera escena, un doctor de unos cincuenta años que, desde hace un tiempo, se dedica a vender equipamiento médico porque “es lo que creí mejor”, una de las tantas afirmaciones inciertas que brotan de los labios de los personajes. Es sábado y, junto con su mujer Sandra, atraviesan la ciudad para reunirse con una porción de su familia más cercana en la casa de la madre de Lary. La ocasión no es tanto festiva como ceremoniosa: el padre del médico murió hace poco más de un mes y la viuda desea homenajearlo con una tradición del pueblo natal del difunto, un ritual que incluye la visita de un sacerdote cristiano (ortodoxo, la religión con mayor cantidad de practicantes en Rumania) y la bendición de un traje que será llevado por primera vez por un miembro joven del clan. No casualmente, premonitoriamente casi, en ruta hacia el destino se habla de otro traje, un vestido de princesa para la hija más chica del matrimonio, parte del vestuario de un acto escolar. La discusión de pareja que surge a partir del color de la tela es tan banal como típica, otro anticipo de las diversas y coloridas discusiones que arreciarán bajo techo. ¿Es Sieranevada una comedia costumbrista? De alguna manera sí lo es, aunque en la utilización rigurosa de los planos extendidos en el tiempo, la resistencia al uso de los primeros planos para marcar emociones y la algo inmaterial estructura dramática –que sólo comienza a mostrar su precisa lógica cerca del final– ubican al largometraje de Puiu en las antípodas de la demagogia cultural o narrativa. Allí radica, precisamente, la maestría del trazo que recorre cada centímetro de su aguafuerte social. Como ocurría en La noche del señor Lazarescu –su segunda, magnífica película, ganadora hace ya doce años del premio Un Certain Regard en el Festival de Cannes–, como también sucedía en Aurora (2010), donde el propio realizador interpretaba al protagonista, un potencial asesino en busca de sus víctimas, Puiu vuelve a trabajar en la concentración temporal como herramienta creativa indispensable: nada ocurre fuera de ese mediodía y tarde de sábado y todo ocurre dentro de ese lapso. Lo bueno, lo malo, lo feo e incluso todo lo contrario.
Las grietas
La llegada del cura se hará rogar y hasta ese momento nadie podrá probar bocado. La conversación, entonces, se transforma en el único elemento a mano para matar el tiempo. Una charla multiforme o directamente amorfa, constantemente interrumpida, redireccionada, transformada. Varias charlas, en realidad, que se llevan a cabo en distintos lugares del departamento entre diversos miembros de la comitiva, cuyos vínculos –misteriosos o no del todo claros al principio– se irán haciendo más transparentes a medida que transcurran los minutos de proyección. En esa larga espera antes del ritual religioso, la conversación se convierte asimismo en parte sustancial de otro ritual de orden mundano: la reunión familiar. El del traje bendecido “es un ritual cristiano y la idea es que cuando Jesús muere y es enterrado, al encontrar una tumba vacía, hallan sus ropas, pero no el cuerpo”, detalló Cristi Puiu en una entrevista con la revista Film Comment, horas después del estreno del film en la Competencia Oficial del Festival de Cannes. “Pero las ropas estaban dispuestas precisamente en la posición del cadáver. De allí viene esta costumbre de poner un traje sobre la cama, como si estuviera cubriendo un cuerpo, y la persona que va a vestirlo afirma que no hay ningún muerto. Hay una suerte de resurrección. De esa forma, se acerca a la mesa como el muerto. El traje hace las veces del padre. Esa secuencia no estaba en el guión. La introduje en el film durante el rodaje. Creo que vivimos en un tiempo donde seguimos una gran cantidad de rituales. Están muy presentes en nuestra vida, por ejemplo, en los cumpleaños, con el ritual de la torta y las velas. O como ocurre ahora, aquí en Cannes: existe el ritual de la alfombra roja y están las señales de la realeza, el rojo y el dorado y la palma”. El rito de la discusión podría sumarse a la lista, sea cual sea su temática. En Sieranevada –título abstracto, sin ligazón directa o indirecta con la historia, que puede ser interpretado de infinitas maneras– la primera controversia se produce ante la insistencia de uno de los familiares, seguidor de cuanta teoría conspirativa esté flotando, de que el ataque terrorista del 11/09/01 fue un trabajo interno, una confabulación que incluyó explosivos dispuestos estratégicamente en la estructura interna de las torres. También se discute acaloradamente sobre la matanza en las oficinas de la revista francesa Charlie Hebdo, sobre las formas del impacto de las balas de un fusil Kalashnikov o la posición del cuerpo del policía asesinado en la calle. O sobre las diferencias entre dos clases de sopas típicas de la comida tailandesa. Todo ello con demostraciones prácticas: los ubicuos videos disponibles en Internet.
Mientras tanto, en la cocina, una vieja amiga de la familia defiende las bondades de la era comunista y del gobierno de Nicolae Ceausescu, incluso a pesar de sus aristas más tremebundas. “Nada puede lograrse sin sacrificios”, afirma la anciana ante la hermana de Lary, ubicada del otro lado de la grieta y con lágrimas brotando de los ojos. Hay en el pasado de la familia algún recuerdo aciago de esos tiempos, un paso por la cárcel por disidencias políticas. No es la única que llora: Ofelia, la hermana de la viuda, se queja desconsoladamente de su marido Toni, ausente con aviso durante la primera parte de la tarde. Un bebé duerme en uno de los cuartos, con el riesgo constante de despertar ante alguna expresión demasiado ostentosa. Llegará aún más gente: la hija menor de Ofelia, con una amiga serbia en avanzado estado de ebriedad; el sacerdote, con tres jóvenes seminaristas y entonados cantores; Toni, un tanto alterado por ciertos acontecimientos recientes que lo involucran en un asunto de infidelidad matrimonial. Si Sieranevada fuera una commedia a’lla italiana de los años 60 o 70 los gritos tomarían el poder de la banda de sonido. Y aunque aquí el tono de voz se eleva algunas veces por encima de lo razonable, los decibeles no alcanzan la altura de la saturación sonora. Es por esa razón que incluso puede escucharse –cada tanto y dependiendo de la ubicación de los personajes, siempre en un volumen bajo– una estación de radio que nunca se apaga y que transmite noticias y temas musicales, de Ace of Base a Kenny Rogers y de Boney M. a Blondie, entre varias canciones de la música popular rumana. Puiu no utiliza las letras o las melodías para comentar la acción al uso tradicional y corriente, pero la constancia de esa capa sonora durante el transcurso de los acontecimientos le agrega una dimensión más al entretejido de voces, sonidos y ruidos que recorren los cuartos y pasillos del inmueble.
La cámara personaje
Lary parece transitar (casi) siempre por un sendero neutral. Casi: en alguna charla con su madre surgirá un costado poco tibio de su carácter y, más tarde, tal vez como consecuencia directa de una pelea a los gritos en la calle (otra vez, el maldito auto y la falta de lugar para estacionar y la violencia contenida entre conductores y transeúntes), se sumará a la lista de llorones oficiales. Que ese momento de quiebre tenga como origen o corolario un recuerdo de infancia sobre su padre no es lo de menos. Que esa anécdota contenga todas las características de lo trivial tampoco. La película le escapa –como si fuera la peste– a la confesión de parte como doblez narrativo, al diálogo como motor excluyente para movilizar la trama. Muchas veces, lo que se dice se afirma sin pensarlo demasiado. O faltando a medias a la verdad. O con vehemente indiferencia a la verdad desnuda, al menos en apariencia. Puiu: “Las ideas que iban apareciendo mientras escribía el guión se relacionaban con muchas cosas, con cierta sensación de soledad y con el hecho de que siempre hay un retraso entre una persona y su compañía, sea esta un colega, un amante, un esposo, un hermano o un padre o madre. Siempre hay un retraso. Por eso nos alegramos cuando hay un acuerdo, sin otro ruido o impureza que se interponga entre nosotros”. Resulta doloroso imaginar las complicaciones del rodaje en un departamento real, lejos de las bondades espaciales de un set, donde actores, técnicos, asistentes y actores debieron convivir apretada e incómodamente durante muchas semanas. El realizador contó con un ensamble actoral de orígenes diversos que fue obligado a recrear las escenas y diálogos del guión en planos largos, de varios minutos de duración. Pero hay un actor que no aparece listado en el reparto. Un histrión tan importante como el resto de sus compañeros: la cámara. Más de una reseña e incluso el mismo realizador han fantaseado con la idea de que la cámara refleja, de alguna manera, el punto de vista del muerto reciente. Es una idea atractiva, aunque necesariamente inexacta y por ello posible, dadas las circunstancias de la historia. Lo cierto es que sus paneos contantes, las “correcciones” ante la aparición de un nuevo sonido o movimiento, los encuadres no siempre luminosos o equilibrados –dadas las condiciones de la luz o la posición de los miembros de la familia– resultan pilares centrales del film. Otra cámara (otro muerto) con ideas o gustos distintos hubiera ofrecido como resultado una película diferente. Radicalmente diferente incluso. El viejo concepto de puesta en escena viene de nuevo al rescate, en una era en la cual la trama ha conseguido recuperar una parte de la corona y el trono usurpadas por las ideas de la modernidad cinematográfica. El triunfo de la extraordinaria Sieranevada sobre el lugar común social y narrativo, sobre el autor como dictador ideológico o redactor de sermones, sobre el costumbrismo como espejo rígido, es el triunfo del cine como herramienta creativa para describir con humanidad, simpatía y humor el estado de un personaje, de un grupo humano y, por extensión, del mundo.