“Que escriba algo sobre Diego…”, eso decía el mensaje de audio. Y yo, terminaba de ver por televisión cómo un dron se alejaba lentamente de una carpita blanca y se veía ya la noche cerrada sobre un cementerio muy verde y prolijo, y también se veía afuera, detrás de un muro, a esos miles que lloraban a Diego.
Y yo aquí, a más de 1200 km, de ese lugar, un jueves de lluvia, lloraba… Y quería saber exactamente por qué lloraba. Por qué lloré todo el día. Por qué no dejé de mirar esas banderas, esas filas inmensas, esos desbordes, esas caras atrapadas en una tristeza desconocida, todo eso que pasaba al mismo tiempo como en un juego Borgeano.
Pero cada vez que quería preguntarme el por qué de mi tristeza, me llegaban imágenes lejanas y borrosas, de un tiempo que ya no está, que ya no estará más, y que quizá solo y a veces, sirvió para acompañar esos otros tiempos que vendrían.
Esas imágenes me muestran una casa de una calle que sigue llamándose Esperanza. En esa casa la habitación de un adolescente, una guitarra, un chico de pelo largo y una tarde que no sabré si es de domingo y un televisor que muestra el mundial de Fútbol de Estados Unidos y un Diego que sale sonriendo de la cancha de la mano de una enfermera también sonriente… y un doping positivo y una eliminación y la famosa frase “Me cortaron las piernas”.
En esa casa de la calle Esperanza, esa tarde, sentí cómo se acababa la esperanza de alegría (esas alegrías extrañas que tenemos los argentinos, pero que son hermosas) para todo un país.
Pero de pronto, la tarde se fue llenando de un murmullo suavecito de lágrimas, de muchas lágrimas que llegaban desde el cuarto de ese chico de pelo largo. Lloraba. Lloraba suave, no como dice Girondo, pero lloraba mares, lloraba mundos, lloraba risas que compartía con su abuelo, lloraba soledades que aún desconocía… Y en el llanto de ese chico, que es mi hijo Fer, que atravesó el tiempo y me llegó desde su adolescencia y que hoy también lloró, sentí que no debemos dejar que las lágrimas queden dentro… que no debemos avergonzarnos de llorar, mundos, mares, inmensidades, por la muerte de un ídolo… que no debemos comparar ni medir, ni buscar a todo una justificación “prolijita”, porque las lágrimas, son lo más desprolijamente hermoso que tenemos, porque salen así… a mares, a mundos, a inmensidades…
Toda la vida en la misma casa de la calle Esperanza, escuché estas dos historias (tuve la suerte de escucharlas): papá vivía a unas pocas cuadras del cementerio de la Chacarita y cuando pasó el entierro de Gardel, sin saber muy bien por qué, porque tenía 6 años, se fue detrás, entre la multitud… y allí estuvo, testigo de un hecho histórico e inigualable (se perdió obviamente y claro que hubo penitencias…). Mamá, contaba que hizo esa eterna fila para poder pasar frente a los restos de Evita, en esa jornada histórica e irrepetible…tenía 15 años.
Cada vez que veo en documentales ya poco claros, o en fotos, ese mar de gente… ese apretado mundo de gentes que sé estaban llorando a mares y a mundos, sé que entre esas multitud, están mis viejos… llorando también cada uno a su manera a sus ídolos.
Quizá dentro de 50 años, cuando mis nietos vean los programas especiales sobre la muerte de Diego, recuerden vagamente que la gente lloraba, lloraba una alegría perdida, una magia rara, una poesía que nadie escribió con palabras porque la escribía un muchacho con una pelota… y entre esa gente, ese día, a más de 1200 km de distancia de todo eso que sucedía, estaba ese chico de pelo largo, que es el padre de algunos, y el tío de otros y que seguro, pero seguro, algún día contará por qué lloraba mares y mundos…
Cuando uno llora por algo, es inútil buscar explicaciones. Cuando uno llora por alguien a quien nunca jamás llegó a tener cerca y encima tiene todas las imperfecciones que se le puedan pedir a un hombre… debe entender que llora por algo mucho más bello y hermoso… llora por la magia en estado puro. Y porque perder la magia, es cosa grave…
*Dedicado a mi hijo Fer Petrigliano