En medio del Mundial, la semana pasada se cumplieron dos años de la muerte de Diego Maradona. Hace apenas una semana se nos fue Hebe de Bonafini. La pandemia seguramente también se llevó a seres queridos que incluso no pudimos duelar.
Vivimos en una época productivista y consumista de este capitalismo financiero donde lo que prevalece es el siga, siga… Donde las consignas de otros tiempos parecen vacías hablándoles a audiencias cada vez más lejanas. Mientras tanto, desde la academia se problematiza por qué la rebeldía ahora es supuestamente de derecha.
Sabemos que, para que este modelo tenga eficacia subjetiva, es preciso la colonización de las palabras que son las que le dan un sentido común a esa lógica individualista y fragmentaria. Nos hemos convencido de que somos nuestros propios celadores de lo que se dice y lo que se calla, de lo que es políticamente correcto y lo que no.
Si antes, cuando la muerte irrumpía en nuestras vidas nos refugiábamos en la familia, los amigos o el psicoanálisis, hoy, un pedido al universo de un buen viaje en Facebook parece alcanzar para tramitar las pérdidas. Porque al final –como decía Sandro- la vida sigue igual y de lo que se trata es de dar vuelta la página lo más rápido posible.
Por eso, en este contexto epocal ¿qué hacemos particularmente con estos, nuestros muertos? ¿Dónde los alojamos? ¿Alcanza con la memoria social que los recuerda con sus murales y liturgias?
Con Maradona leímos durante más de treinta y cinco años los modos en que se configuraban y se frustraban proyectos personales, grupales y colectivos, a veces hablándole a un barrio, otras a la Nación o al mundo. Escenarios privilegiados donde se procesaban, disputaban y renegociaban los múltiples sentidos de lo que se entendía por la Patria.
Alguna vez, Roberto Fontanarrosa dijo: "Yo no sé qué hizo Maradona con su vida, pero sé muy bien lo que hizo con la mía". Y ahí cerró el círculo y nos habilitó como -simples mortales- a sentirnos parte de ese universo paralelo.
Con Hebe aprendimos que era posible confrontar con la maquinaria de la muerte, que la matrix del exterminio que había montado la dictadura no era infalible. Cuando el jueves vimos a Visitación Folgueiras de Loyola, la mamá de Roberto -desaparecido junto a su esposa Dominga en 1976-, subir al escenario frente al Cabildo y con sus 98 años decir: “Era yo la que me tenía que ir. Y ella estar acá”, esa escena fue simplemente conmovedora. La amorosidad de esos dichos estremeció a esa Plaza que supo recorrer tiempos de innumerables batallas, pero también de infinitas alegrías.
Sin embargo, lo que se produjo ahí, en esa ceremonia pagana, fue entender que -más allá de cómo se configure- la muerte nunca podrá ser vista para estos míticos personajes como la última estación de un destino inexorable.
Tanto Diego como Hebe transitaron casi religiosamente esa doble dimensión que, por un lado, los mostraba como constructores de las narrativas nacionales, pero que, por el otro, facilitaban la articulación de identidades locales, con sus pasiones, decepciones y esperanzas. Es desde ese lugar de intersección entre lo sagrado y lo profano lo que los mantendrá vigentes en la historia. Y, desde donde continuarán presentes -como partícipes necesarios- de todas las peleas que aun falten dar.
Porque, como diría Eduardo Galeano: “la identidad no es una pieza de museo, quietecita en la vitrina, sino la siempre asombrosa síntesis de las contradicciones nuestras de cada día “.
* Psicólogo. Magister en Planificación y Gestión de Procesos Comunicacionales