Francia y Brasil, hasta aquí los dos mejores equipos de la Copa del Mundo, y Portugal, con el glamoroso Cristian Ronaldo y la jerarquía de sus muy buenos jugadores, ya han avanzado a los octavos de final, cada uno con su estilo. El gesto y la actitud corporal de sus jugadores y sus cuerpos técnicos, antes y durante los partidos, refleja la tensión competitiva del gran acontecimiento. Juegan con soltura pero también con intensidad y dientes apretados, sin dar ni recibir ventajas. Siempre muy lejos de la angustia asfixiante con que la Selección Argentina está afrontando el Mundial.
Si para franceses, brasileños y portugueses está en disputa en Qatar la máxima competencia del fútbol mundial, para los argentinos pareciera estar en juego mucho más. Algo así como la patria, la bandera o la existencia misma de la Nación. No debiera ser así, pero cada vez más es así. Y no está bien, sino todo lo contrario. El gesto tenso y asustado de los jugadores durante la ejecución de los himnos, las lágrimas del técnico Lionel Scaloni y el desborde emocional de su asistente Pablo Aimar luego de los dos goles ante México, la sensación de alivio y desahogo más que de alegría y satisfacción que experimentó el plantel tras la victoria del sábado revelan el delicado trance emocional que viene atravesando la Selección.
Ya fue dicho en este mismo espacio pero no esta de más recordarlo: la impensada derrota ante Arabia Saudita desequlibró a la Argentina. Nadie estaba preparado para absorber semejante mazazo y el 1-2 tuvo el mismo efecto de una bomba moral que explotó no bien terminó aquel infausto partido. El sábado ante México se recogieron las esquirlas. Pero la sensación que imperó hasta el golazo de Messi fue la de un equipo ahogado por los nervios y el miedo a perder y abrumado por el peso de la responsabilidad y la autoexigencia. Se pudo eludir la derrota que hubiera significado una indigerible eliminación ya en el segundo partido. Pero la tensión sigue ahí. Y con ella y a pesar de ella, habrá que jugar ante Polonia.
Más que los polacos, más que el poder de un goleador como Robert Lewandowski y de un equipo sin grandes luces pero duro y trabajado, el gran rival de la Argentina será la propia Argentina, su vulnerabilidad emocional y el miedo paralizante a que otra derrota decrete el fin de la aventura mundialista en Qatar. Si se le gana a Polonia y se logra el pase a los octavos de final, se habrá encaminado el Mundial luego de un mal comienzo, aquella derrota quedará como un mal recuerdo y las energías se concentrarán en los mano a mano que comenzarán el sábado.
Si en cambio, sucediera lo peor, lo que nadie quiere que suceda, la Selección injustamente vivirá (o le harán vivir) la sensación de algo peor que una derrota. Como si un Mundial fuera la vida misma y no lo que verdaderamente es: la competencia deportiva más importante de todas, ni más ni menos que eso.