La noche del 24 de diciembre del 77, Enrico se acomodó en su cama y abrió El agente secreto para continuar la lectura. Se había separado recientemente y fuera de la ausencia de su pequeña hija que le promovía una ineludible tristeza, comprendió que debía adecuarse a la soledad para poder reacomodar su vida. Había dejado transcurrir los días en una suerte de pasividad soñolienta que lo desorientaba con la extraña sensación de no saber qué hacer. No era sólo su vida familiar, también sus amigos, su trabajo y hasta su carrera en el profesorado parecían elusivas. Por suerte, El agente secreto atenuaba su presente y lo conducía hacia asociaciones inesperadas que intentaban refrenar nuestros rasgos diferenciales, en pos de remarcar nuestra humanidad esencial. Enrico era un secreto discípulo de Platón, a quien consideraba un excelente escritor de ficciones y a quien debía el inestimable concepto de la terceridad en el razonamiento lógico, digamos la primacía de la relación en el fundamento de su teoría de las ideas, desprendida de las nociones de paradigma y de sintagma.

El avance moroso de las horas en vez de adentrarlo en el sueño lo gravó con una inquietud. ¿De dónde provenía su fascinación por la novela de espías, de dónde la fantasmática imagineria de un agente secreto en cada ser humano? Como siempre, acudió a sus materias preferidas para activar el recuerdo; acudió a un tópico gramatical de nuestra lengua, que hereda del latín la posibilidad de dos voces asociadas al verbo, indicando la relación semántica entre el sujeto, el verbo y el objeto que posibilita decidir el papel temático del sujeto en la oración. Si es un sujeto agente o paciente. En la voz pasiva, aparece el complemento agente, que Enrico creía, gravaba el tipo de conducta que en este momento padecía. 

El incremento de los fuegos artificiales indicó que eran las 12. Tomó una copa de sidra y decidió dormirse, no sin antes recorrer como era su costumbre un tramo de su vida pasada, o contarse una historia.

Era el sábado 17 de diciembre del 67; se había quedado dormido en la guardia de los polvorines del batallón de Arsenales 121 de Fray Luis Beltrán y Malvares, tal el apellido del oficial de servicio que controlaba ese día los puestos de guardia, le impuso quince días de arresto. Pasaría la navidad y el año nuevo recluido en el cuartel, pero... ese mismo día, al atardecer, con complicidad de un suboficial se fue a Rosario y volvió a la madrugada. Unsoldado lo delató y le impusieron treinta días más. El lunes 19, en la mañana radiante de un sol cálido, vio todo gris. 

Las arbitrariedades que le atribuimos al azar no tienen límites. El martes 20 llegó una baja que le tocó al comisionista de Malvares y este, vaya a saber por qué, tal vez pensando que de esa manera obtendría una cierta fidelidad o simplemente por compasión, lo nombró su comisionista y lo mando a la jefatura de Rosario, para que le diesen una cédula y un documento con el que podía viajar gratis en los colectivos interurbanos. 

Comienza para Enrico una experiencia diferente, salía todas las madrugadas del cuartel y se dirigía una vez a Pueblo Nuevo y otra vez a Barrio Colombres para llevar unas viandas a dos mujeres cuyos maridos la negociaban. Su misión se extendía en portar mensajes con compromiso de citas alternativas con Malvares. De más está decir que todo debía permanecer en secreto, aunque Enrico profanaba las cartas que lo ayudaban a penetrar en el conocimiento de la gente. Leía las cartas pero, guardaba lo secreto, creyendo devolver con su actitud el beneficio que Malvares le había brindado. 

Por otra parte, después de esa mínima tarea, quedaba libre y se encontraba con sus amigos para compartir la vida de siempre. Sólo que la vida de Enrico se escindía de manera tal que ningún hecho que le acontecía alcanzaba la intensidad, por no decir la plenitud, que un plus de realidad exigía al ensueño o la imaginación. 

Viviese lo que viviese, Enrico sentía que la vida tal como se daba era insuficiente y tal vez por eso, pensaba que todas las disciplinas necesitan de la ficción, así como él, ahora, dadas las absurdas contingencias que se le presentaban, se imaginaba un agente secreto. Por lo demás, desde chico seguía a los linyeras para obtener sus secretos. Fue así que conoció a Conrado, el polaco que había venido hacia el fin de la guerra en un barco, el Patna y se había asentado en Rosario después de un periplo cargado de vicisitudes adversas. 

Conrado era un hombrecillo de aspecto lamentable y rostro compungido que caminaba con el paso automático de los vagabundos, indiferente a la lluvia o al sol y total desapego a las circunstancias de los alrededores. Enrico se ganó su confianza a fuerza de proveerlo de comida y de otros elementos imprescindibles para la sobrevivencia. Cada mediodía, en un banco de la plaza Guernica, donde solía asentarse, escuchó la historia de Conrado. La escuchó persuadido con la convicción de que si alguien realiza algo que comporta felicidad, inevitablemente debe compartirlo. El bien no necesita justificarse, se impone por sí mismo. Enrico aspiraba a la docencia y creía que la inmensa mayoría de la gente estaba con él. La historia que me contó era más o menos así. 

En los intersticios que le dejaba la periódica infusión del alcohol, Conrado me contó que había sido adjunto en una cátedra de filosofía en la oprimida Universidad de Varsovia. Los intrincados acontecimientos que se cernían sobre su patria y el desdén que le suscitaban las imposiciones rusas, lo doblegaron y aceptó trabajar para los alemanes. Mencionó que estaba influido por sus lecturas de Stirner, de Proudhon y de Mackay, sin llegar a ser plenamente anarquista. Le encantaba la iniciativa individual, el grupo libre que realiza un objetivo y cuyo método es la desobediencia, el rechazo a la autoridad. 

El hecho de que esos pensadores fueran alemanes inclinaron su balanza y lo cierto es que hacia el '34, por unos contactos en la misma universidad aceptó colaborar y pudo irse a vivir con su novia Lila Hadad, al casco antiguo en el centro de la ciudad y a unas cuadras del Vístula. Meses más tarde nació su hija.  En ese momento, Conrado hizo una pausa y se tapó el rostro con ambas manos. Tarde comprendí con quienes había colaborado, dijo con voz lastimosa y el acento casi impersonal de su castellano tardío. Abominé de la hoz y el martillo pero fui sesgado por la esvástica. Cuando los alemanes irrumpieron en Varsovia no detentaron diferencias, agregó patéticamente. Después, enmudeció… lo esencial puede ser relatado en pocas palabras. 

Hacia el final de la guerra, deambuló por los caminos y las ciudades con gente que abandonaba los campos de exterminio. Después de haber atravesado cientos de kilómetros a pie logró subir a un tren y en la ciudad portuaria de Kiel abordó el barco que lo condujo a Buenos Aires. Durante un tiempo, trató de aceptar su nueva vida, incluso tuvo oportunidades que le daban compatriotas de la sociedad polaca y en Rosario, los de la parroquia de San Casimiro, pero no pudo responder, el alcohol era un refugio más efectivo.  Lamentablemente creemos ser libres, y aunque nadie está exento de un azar aciago, es insoportable cuando lo que ocurre es un efecto de nuestras propias decisiones. 

Como si hubiera recorrido de vuelta esos años, con los restos de pesadumbre con los que contó su historia, Conrado trató de reacomodarse en la ilusoria libertad de la desposesión y el abandono. Recuerdo plenamente ese día, recuerdo el secreto tortuoso que abrigaba detrás de su ropaje andrajoso, recuerdo que me fui caminando casi sin saber hacia dónde, pensando en mis propias pérdidas, en mi agente secreto que no para de reescribir relatos para que el tiempo pase lo más rápido posible.