Una botella. Una botella de vino blanco por la mitad con el corcho puesto. Una botella de vino blanco por la mitad con el corcho puesto descansa en uno de los cuatro departamentos del tercer o cuarto piso Corrientes al 1300, en el centro de Rosario. Es la madrugada del jueves 27 de octubre de 2016 y el ruido de una jam de jazz sube y entra por el departamento y los oídos de un cualquier hijo de vecino. Suben también las charlas y las risas de la vereda.

Daiana Travesani sube y baja del cordón en una danza con ella misma y con la conversación entre amigues. Sube y baja mientras le da una y otra seca al pucho. Tiene un pañuelo atado en la cabeza. Nunca, o casi nunca, se lo saca.

El día fue largo. Estudió, dio clases en una escuela nocturna, volvió en colectivo y casi se va a su casa. Pero tiene 24 años cumplidos hace una semana y ganas de tomar una cerveza antes de dormir.

El cualquier hijo de vecino de uno de los cuatro departamentos del tercer o cuarto piso agarra ¿de la mesada cocina? ¿del living comedor? la botella de vino blanco por la mitad con el corcho puesto. Camina hacia el balcón. ¿Mira? ¿Apunta? ¿Ve una cabeza con pañuelo? ¿Saca la mano y la suelta? ¿La tira con fuerza?

La botella de vino blanco por la mitad con el corcho puesto cae. El líquido sube, Daiana baja un poco la cabeza, tal vez mira al piso, a sus piernas. El culo del vidrio pega casi en el punto exacto de la mitad del cráneo. Daiana no se desploma ni desmaya. Se le doblan las rodillas y cae en brazos de un amigo. Está despierta, los ojos marrones oscuros bien abiertos. Entre varios la sostienen y la acuestan en el piso. Nadie entiende qué pasa. La sangre empieza a brotar de la nuca y está por todos lados. Daiana siente que se va a morir, que se muere ahí mismo. No cierra los ojos en ningún momento. Le piden, le ruegan, que se quede. Piden que llamen a una ambulancia, que abran espacio, que la dejen respirar.

La botella de vino blanco por la mitad con el corcho puesto descansa en el cordón de la vereda con el culo apenas cachado.

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Los pisos de la calle están mojados por la humedad y el calor. Daiana sale de rehabilitación y camina con bastones antideslizantes. Siente el olor a humo de las quemas en las islas del río Paraná. Son dos cuadras. La primera la hace sin problemas. La segunda se cansa y piensa que estaría mejor en la silla de ruedas. Pasaron seis años del botellazo y hace poco hizo esa última deconstrucción: volver a la silla sin sentir un retroceso. Fue una nueva ruptura con el capacitismo, ese concepto que encontró cuando empezó a leer sobre discapacidad.

Pensaba en la discapacidad como algo estático cuando en realidad puedo oscilar entre el apoyo de los bastones y la silla. Antes me prohibía hacer un montón de cosas. No salía a pasear por el río, no iba a museos ni al super porque me cansaba. Tenía la idea de que si volvía a la silla no me iba a levantar nunca más.

Daiana suele decir que tuvo dos nacimientos. El primero, el 13 de octubre de 1992 en Gobernador Crespo, un pueblo del norte de Santa Fe. De ahí se mudó a Rosario para estudiar Ciencias de la Educación. El segundo, el 27 de octubre de 2016. Ahí nació un cuerpo nuevo, uno que define como femidisca, interseccional y rengo.

El botellazo la dejó cuadripléjica. Estuvo en terapia intensiva, pasó dos veces por el quirófano, le pusieron una prótesis de plástico en la cabeza, vivió ocho meses de lunes a viernes en un centro de rehabilitación público y aprendió a hacer todo de nuevo. O todo de manera distinta. Su mamá le masticaba la comida hasta que pudo sola, aprendió a cepillarse los dientes, a hacer pis y caca, a vestirse, a atarse los cordones, a escribir y leer de corrido, a retener información, a mover las piernas, a caminar, a bailar. También aprendió a mirarse en el espejo y no llorar, a pensar su identidad, a buscar teoría y palabras, a militar.

Volvió a usar la silla en unas vacaciones. Un amigo le había hablado del dinamismo en la discapacidad. Había poco escrito pero con algunas frases la teoría cambió, una vez más, la forma de ver su cuerpo.

—Cuando me veían en fotos me preguntaban qué había pasado. Aparecía de nuevo la mirada de “pobrecita o guerrera”. A los discas nos suelen ver como niños, nos infantilizan y asexualizan, nos ponen como ejemplo de superación.

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El activismo disca llegó por los periodistas. Cuando le preguntaban por la investigación judicial, ella respondía sobre accesibilidad: hablaba de las veredas rotas, la falta de rampas y la mirada lastimosa de los demás. Les daba otro título.

—No quería construir desde el odio. Me hacía mal. Y al ir encontrándome de nuevo con la ciudad me di cuenta de lo difícil que era disfrutar la vida.

Conoció a otras personas y en 2019 refundaron el Movimiento por la Vida Autónoma de las Personas con Discapacidad, Movida Rosario. Ella ya había vuelto a las marchas arriba de una bicicleta y con ayuda. Iba a las asambleas y cuestionaba las formas de lucha. Estar en la calle y poner el cuerpo, ¿qué significaba? ¿de qué cuerpos hablaba?

En el Encuentro de La Plata fue a los talleres de discapacidad y al poco tiempo se sumó a Orgullo Disca. Marchó cinco kilómetros con sus amigas. Terminó con la pierna dura, dolorida y sin forma de volver.

En seis años no paró un segundo. Empezó natación y quiso competir, fue al gimnasio y a rehabilitación todos los días, siguió estudiando Ciencias de la Educación, hizo una diplomatura, empezó a dar clases, entró a trabajar en la Universidad con el cupo para personas con discapacidad, trabajó en el Ministerio de Educación de Santa Fe, escribió y autopublicó su primer libro Me proclamo disca, me corono renga, fue a todas las charlas, congresos y actividades donde la invitaban.

Y también se cansó.

La pandemia puso un freno a casi todo. Por dos años no salió de su casa. Lo sintió en cada músculo. Las secuelas del botellazo son muchas más que la renguera. Toma todo tipo de medicamentos, tuvo ataques de pánico y trastornos alimenticios. Los días de humedad le duele la prótesis. En realidad le duele alrededor. Le duele el hueso.

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La noche del 27 de octubre de 2016 la Policía no levantó la botella de vino. Quedó en el cordón de la vereda. Los amigos de Daiana la llevaron a la Fiscalía, donde empezó la investigación en la Unidad de Causas con Imputados No Individualizados, más conocida como Unidad NN.

No era la primera vez que tiraban contra el bar. El mismo año hubo cinco denuncias por cosas como una botella de agua congelada, una baldosa y una cerradura.

La botella tenía muchas huellas. Ninguna era clara. Una sola no coincidía con las de los testigos pero la muestra no era suficiente. Por el descuido de la Policía, la investigación tuvo que probar lo básico: que la botella era la que le había pegado a Daiana.

Desde la Fiscalía entrevistaron a los vecinos del edificio y nadie dio ningún dato. El silencio fue total. En 2019 las abogadas de Daiana presentaron una demanda civil contra el consorcio.

En el primer año la investigación avanzó hasta un punto: el autor del intento de homicidio tiró la botella desde uno de los cuatro departamentos del tercer o cuarto piso del edificio de al lado del bar. Para saber la altura y el ángulo exactos era necesario un estudio de la Universidad. Nunca se había hecho, era caro y la Fiscalía iba a pagarlo. Al final no lo hizo. Había un sospechoso pero las pruebas no alcanzaban para imputar. Sin huella y sin testigos oculares, la investigación entró en una meseta.

—Todo era presunción. La causa sigue en la Unidad de NN a la espera de algún dato que pueda aportar una nueva línea de investigación— dijeron en 2022.

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Al principio le costó el erotismo. El volver a sentirse sexi. Estaba acostumbrada a la lencería, a ir a frente, a ser la que encaraba.

—Hacer el bailecito—dice y se ríe. Primero empezó mirando a los practicantes del centro de rehabilitación, se sentía como en la escuela cuando le daban ganas de ir a clases para ver a los chicos lindos. Después se hizo una cuenta Tinder y después otra: una con fotos viejas y otra con la nueva Daiana. Empezó a verse con pibes que no conocía y con otros con los que ya había salido antes. Salió con chicas y descubrió que había menos mambo con el cuerpo. Estuvo con amigos para ganar confianza, fue a citas sin decir que era disca o aclarándolo todo. Tuvo crisis con la ropa y el espejo. Intentó el bailecito y se cayó. Se desnudó frente a alguien que se le largó a llorar. Tuvo sexo virtual, exploró con los juguetes sexuales. Le llegaron propuestas lastimosas, aguantó a gente a la que le daba vergüenza mostrarse con ella, conoció a otras amorosas y cuidadosas.

Durante un tiempo a todas las personas con las que se veía les mandaba un cuestionario. Les preguntaba cómo se habían sentido, si les generaba incomodidad que fuera discapacitada, si hubieran salido con ella sin conocerla antes del botellazo, si les daría vergüenza mostrarse. Había preguntas sobre posiciones, calentura y afectividad.

La sexualidad disca es algo por lo que se preocupó desde el principio. Le dedicó un capítulo de su libro, donde invitó a otras personas a escribir y contar sus experiencias.

—Hay gente que piensa que por ser disca tenés que aceptar cualquier cosa o estar con cualquiera que te dé bola. Me llevó un tiempo sentirme cómoda. Hay partes que siento distinto o no siento. Me costó tener un orgasmo de nuevo, ver cómo era mi cuerpo en ese momento. Me costó la mirada del otro, disfrutar el proceso, entender de qué manera me siento sexi. Ya no puedo hacer un bailecito pero descubrí otras cosas. Las posiciones cambiaron, las cosas que me gustan y la sensibilidad también.

Con Tito salen hace casi dos años y viven juntos. Empezaron chateando por Instagram cuando ella estaba de vacaciones en el pueblo. Durante cinco meses se mandaron audios y tuvieron videollamadas larguísimas. Él es kinesiólogo, uno de los chicos que veía en el centro de rehabilitación.

—El primer beso fue increíble.

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Seis meses después del botellazo La Chamuyera cerró. Atrás estaba la crisis de los bares culturales de Rosario, que por políticas municipales de multas y clausuras fueron bajando la persiana de a uno.

Distintos sectores presentaron una Ordenanza de Bares Culturales para regular la noche y ayudar al crecimiento de la cultura. No fue aprobada por el Concejo Municipal. En esos años solo crecía un tipo de negocio nocturno: las cervecerías artesanales del barrio Pichincha. El centro se apagó, las calles quedaron cada vez más vacías mientras las balas ganaban la ciudad. A la Chamuyera se sumaron los cierres de Oui, Pugliese, Club de fun, Mcnamara, El Olimpo, Café de la flor, Club 1518, Berlín, Bienvenida Casandra y otros. En 2022 los bares culturales se cuentan con los dedos de una mano. La Rosario admirada por el resto del país, la progre y diversa, quedó tapada por el humo de los humedales y las más de 200 muertes anuales por la violencia urbana.

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—Vivo con la incertidumbre de no saber quién fue. Pienso que me lo puedo cruzar en la calle, salir con alguien y que sea esa persona, que puede ser el médico que me atiende. No sé cómo vivió después. No sé si vive. No sé nada.

Habla de cualquier tema sin angustia menos de este. A comienzos de año encontró en la teoría la respuesta que buscaba: la justicia restaurativa en el libro Víctimas por la paz de Alexia Barchigia. El problema es que para tener esa justicia, esa charla, se necesita de un otro que no existe.

En todos estos años Daiana vivió con la sensación de que no sabe por qué sobrevivió esa noche. Siente que tiene que vivir hasta la última gota, hacer algo que valga la pena. Como si tuviera que pagar por estar viva.

—Y no tengo que pagar nada— se responde—Fue bueno que la causa fuera pública pero también tuvo un peso en mí. Entraba a cualquier lado y era la chica del botellazo. La gente me daba un discurso cargado de odio, de que había que matarlo. Y yo me sentía mal por no sentir eso. Cuando me encontré con los relatos del libro y con la idea de la justicia restaurativa fue un alivio. Yo no puedo hacerlo con esa persona, pero me alivia igual. Eso y el activismo. El activismo me cambió la vida.