Matadero 6 puntos
Argentina/Francia/España, 2022
Dirección: Santiago Fillol.
Guion: Santiago Fillol, Edgadro Dobry y Lucas Vermal.
Duración: 108 minutos.
Intérpretes: Julio Perillán, Malena Villa, Ailín Salas, Rafael Federman, Lina Gorbaneva, Eva Blanco.
Estreno exclusivamente en salas.
El primer largometraje de ficción del argentino radicado en España Santiago Fillol hace gala, desde los primeros minutos, de un grado de ambición poco frecuente en el cine local realizado por debutantes. Claro que Fillol viene desarrollando una colaboración como guionista junto al realizador franco-español Olivier Laxe, una de las voces más radicales del cine ibérico contemporáneo, en películas como O que arde y Mimosas. La lectura de la sinopsis oficial podría hacer pensar en una adaptación más o menos libre de El matadero, el relato seminal de Esteban Echeverría publicado de manera póstuma en 1871. Pero en la trama del film se entrelazan tres niveles históricos, que corren en paralelo de manera evidente. Por un lado, los avatares de la insurrección que refleja de manera no lineal los hechos del texto de Echeverría, y que la ficción dentro de la ficción reconstruye con las armas del cine. Por el otro, el presente que abre el relato, cuando un veterano cineasta se aparece en una sala de cine para presentar, por primera vez, una obra literalmente maldita, rodada en los años 70 y que nunca vio la luz del proyector. Finalmente, el rodaje de esa película en una estancia bonaerense, a finales de 1974, que ocupa la mayor parte del metraje.
Esa película secreta en la cual, se dice, murieron personas, nunca será vista por el espectador de Matadero. Un poco como ocurría con la maldición fílmica de Cigarette Burns, la magnífica entrada de John Carpenter en la serie de unitarios Masters of Horror. El terror como género cinematográfico sobrevuela las casi dos horas del film de Fillol, pero nunca toma la delantera. En la figura de Jared Reed, el cineasta interpretado por Julio Perillán (actor convenientemente bilingüe) conviven el Dennis Hopper de La última película y el Jodorowsky de los años 70. Tal vez, incluso, una pizca de Michael Findlay (sí, aquí también hay una “Roberta” que lo acompaña en sus virtudes y delirios). ¿Acaso esos rollos de celuloide esconden un ejemplar de snuff movie, ese mito fundante de la violencia y la muerte reales dispuestas para el lente de la cámara? Lo cierto es que a Reed, el Reed de 1974, su productor acaba de cerrarle la canilla monetaria, y el proyecto de “Matadero” debe reencauzarse como film ultra independiente, de presupuesto casi nulo.
Allí es cuando aparece un pequeño reparto de actores de teatro político que, a pesar de coquetear con la posibilidad de pasar a la clandestinidad, decide apoyar la epopeya del artista “yanki”. Ellos y un grupo de peones rurales serán los protagonistas de la película, que a poco de (re)comenzar su rodaje –ya sin grúas que permitan amplios planos panorámicos de ganado y seres humanos entreverados– comienza a estar plagada de problemas de todo tipo. Fillol pone en tensión constante lo que se cuenta en los diferentes niveles narrativos, destacando con especial énfasis los choques entre los personajes (a pesar de su aplicada militancia, el grupo de actores no permite que uno de los trabajadores duerma en el mismo cuarto que ellos). Finalmente, cuando la política estatal de desapariciones llega hasta esa estancia aislada, las reglas de la violencia real terminan por impactar con fuerza en la violencia recreada para la cámara.
Con sus múltiples referencias a la realidad y la ficción, los guiños al western clásico y el terror slasher y la interpretación de las “grietas” originales como péndulo ubicuo en los distintos pasados y el presente, Matadero es más potente cuando se piensa en su concepto y ambiciones que cuando se asiste a la proyección. Elegante, con un trabajo de fotografía realmente notable, por momentos el desafío intelectual que delinea el corazón de la película se impone a la factura de las escenas, que en más de una ocasión muestran desfases actorales, en particular pero no exclusivamente cuando se habla en inglés (¿o acaso se trata de un sutil trabajo de distanciamiento no evidente en un primer vistazo?). Ailín Salas y Malena Villa sobresalen, la primera como una expansiva actriz dispuesta a casi todo a la hora de realzar artísticamente la dialéctica entre poder y opresión, la segunda como una aspirante a cineasta de clase acomodada que termina siendo testigo del horror en primer plano.