Esta es una victoria de esas que te atraviesan el alma. Que te contagia la alegría, te endulza la mirada y te regala una sonrisa. Ese inmenso placer de detener el tiempo en esta felicidad que nos devora. Ese temblor de fondo que te zarandea buscando soles de vida en las esquinas para ir al encuentro de la fiesta. Hoy vuelve a ser primavera en el sueño sosegado de los humildes. Argentina se sube a la esperanza para seguir soñando.
Un triunfo firme, contundente, con personalidad. El fútbol hay que creérselo, y Argentina se lo creyó. Se fue en busca del partido con la pelota en el corazón y la ambición en el cerebro. Con el balón en los pies, para crear, construir, ilusionar. Se aferró a la posesión, al control, a los espacios, a un dominio absoluto ante una Polonia desdibujada, vulgar, primitiva. Se alejó de ese “yo no soy yo, sino lo que piensan que soy”.
Ese fútbol que nos identifica. Que pasa por la posesión convincente: no por esa posesión infantil, caprichosa, inofensiva. Poseer por el solo hecho de poseer no determina una filosofía futbolística, si esta no es transversal, incisiva, atrevida, descarada, “insultante” con el adversario. Se perciben enseguida esos equipos sin convicción, que tocan y tocan y no dejan de tocar, manifestando una incapacidad congénita para progresar.
Argentina le pega un mordisco a la esperanza. Hermosas emociones de fútbol y de vida. Esa exquisitez de un fútbol sostenido en el arte de la seducción, de lo sublime, de la belleza eterna, simple, concreta. El respeto por el balón, por una humilde y sencilla interpretación del fútbol ofensivo, sin veladuras de fantasías, sin complejos; lejos, muy lejos, de los supremacistas del fútbol austero. Un sueño que invita a pensar y pensarnos. Un sueño enorme que se agiganta y te atraviesa el alma.
(*) Ex jugador de Vélez, clubes de España, y campeón Mundial Tokio 1979.