Nada le molestaba más a Maximiliano Matayoshi que lo llamaran entre las seis de la mañana y las doce del mediodía. Sus amigos estaban al tanto: trabajaba para una empresa de telecomunicaciones en la parte de atención al cliente y respondía un promedio de ocho llamados durante las madrugadas. Al llegar a su casa, solo quería tiempo para dormir. Quienes no sabían de este código secreto que guardaba en su fuero cotidiano era la extraña voz detrás del teléfono que hizo sonar el timbre artificial a las diez de la mañana un día hábil, y Maximiliano, entre enojado y confundido, recibió la noticia de que había sido el único ganador del Premio UNAM-Alfaguara de Literatura. Corría el año 2002. Así las cosas: Matayoshi pasó de ser un ignoto empleado en una multinacional, estudiante de diversas carreras (fotografía, ingeniería, letras, traductorado de inglés), a un escritor premiado por una de las casas editoriales latinoamericanas más destacadas. No solo eso: se lo agrupó en una camada de nuevos narradores entre los que estaban Félix Bruzzone, Samantha Schweblin, y varios de los escritores que están produciendo la mejor literatura argentina del momento. La novela de Matayoshi era radicalmente opuesta a las compilaciones de cuentos o las experimentaciones novelescas de sus compañeros de generación. Escrita con una solidez estilística tan sencilla como deslumbrante, Gaijin revelaba un mundo nuevo para la narrativa argentina: la diáspora de los japoneses que llegaron desde Okinawa después de batallas en tierra en el archipiélago, los estallidos de las bombas en Nagasaki e Hiroshima, y de la ocupación norteamericana. Nadie le había dado una voz narrativa a ese mundo, y Matayoshi lo hacía de un modo silencioso: (re)construía la historia de su padre, un famoso genetista japonés que obtuvo el premio Konex por su trabajo, mezclada con otras voces y otros recursos, otras historias de japoneses y tintoreros y demás licencias, con las que convivió durante su infancia y adolescencia.
Gaijin significa extranjero pero puede ser usado de una manera muy despectiva: significa, en rigor, “persona de afuera”. “Vos sos un gaijin, por ejemplo, y por eso vas a ser tratado como gaijin. Es una palabra que le escuché a mi viejo decir muchas veces” A Matayoshi le resultaba paradójico que su padre dijera gaijin de un modo despectivo cuando en verdad el extranjero en Argentina era él. Paradoja que en cierto modo se veía reflejada en la relación padre e hijo. Y, quizás para acercarse a su padre, para entenderlo y al mismo tiempo entender su propia herencia, lo entrevistó varias veces, reconstruyó el mapa de la llegada desde Okinawa en 1951 y comenzó a escribir la historia. Pero su libro no es una transcripción literal: es literatura. ¿Qué diferencia entonces a Gaijin de cualquier relato sobre inmigrantes? Por un lado, el gusto por el detalle, la épica minúscula de quien deja atrás un territorio devastado y se sorprende por la comida, los primeros sakes, la primera vez que ve Buenos Aires. Detalles que Matayoshi logra dimensionar con una economía de recursos y una capacidad natural para detectar la palabra justa, como si J. D. Salinger y Natsume Soseki se hubieran enhebrado mágicamente en una misma voz surgida en el corazón de Buenos Aires. Por el otro, la dualidad del inmigrante que debe construir una nueva identidad en una ciudad que, si bien siempre se jactó de ser una caldera de inmigrantes, no poseía una gran tradición de inmigración asiática más allá de algunos intentos a principios del siglo XX.
La escritura del libro durante esas madrugadas robadas a su trabajo fue un modo de construir su identidad, aunque, dice, no la escribió desde ningún lugar, ni desde la literatura argentina, o japonesa, o nikkei como se llama a las personas con herencia japonesa que nacen fuera de Japón. El libro se plasmó como un espejo: un rapto de sinceridad y una necesidad de abrir un mundo que había mantenido puertas adentro: “Todo el libro está relacionado con la identidad. Por eso lo escribí. ¿Cómo sería esa identidad? No tengo idea, por eso lo estoy descubriendo. Tengo en claro qué no soy: no soy japonés, no soy un escritor japonés, no tengo nada que ver con eso aunque tengo algo de japonés, pero no desde el prejuicio ni de la estigmatización. Y, al mismo tiempo, sí, la estigmatización me formó, construyó mi identidad por algún lado. Quizás desde la resistencia a esa misma estigmatización”
Después de la publicación, Matayoshi no volvió a sacar un libro. Colaboró, sí, con algunas cosas cortas; notas, ensayos, cuentos breves, pero nada de largo aliento. Como otro escritor llamado a silencio, Juan Rulfo, se dedicó a la fotografía, su primer oficio, y empezó a hacer muestras colectivas y personales, y a impartir talleres, iniciando así una prolífica y reconocida carrera en el ambiente. Pero mientras tanto, Gaijin estaba ahí, y la circulación casi clandestina entre la colectividad japonesa y en el boca en boca de quienes había leído la primera edición fue generando un culto a su alrededor. De todas formas, la idea de volver a publicarla no surgió hasta que que su padre murió el día de su cumpleaños, y, como señala en el epílogo que la nueva editorial Odelia presenta en esta reedición, la muerte de su padre, sumado a su paternidad, le permitieron cerrar el círculo de herencias, de transmisiones y de identidades. Como si aquella vieja novela de iniciación que escribió para entender la extranjería recibida desde el otro lado del mundo, le permitiera asumir, finalmente (o no), los lazos que lo sujetan a esta tierra.