Nos perdimos. El sol estaba en su mejor momento y nosotros en el peor de los estados: empapados de sudor y con un cansancio que esculpía nuestras caras de odio. Éramos mi vieja y yo. La idea de armar un paseo juntos me había salido mal: eran las cuatro de la tarde y todavía no habíamos llegado a Ciudad Universitaria, el destino que ella había elegido para hacer un picnic. Quería estar cerca de los estudiantes de la FADU, le gustaba espiar el ambiente académico porque siempre había aspirado a eso para mí, y en secreto, para ella misma. Pero no pudo ser: nos perdimos y terminamos en el Parque de la Memoria. El silencio, insignia de frustración en nuestra familia, dejaba en claro que la situación estaba a punto de ponerse más difícil.

Desplegamos sobre el pasto una manta con motivos navideños y nos sentamos. Traté de hacer un chiste sobre la temperatura de los sándwich de miga pero no funcionó. Para no iniciar la ceremonia de las puteadas me fui a caminar un rato por ahí. Me acerqué al río y vi una mancha gris en el medio del agua. No entendía muy bien y decidí acercarme un poco más para ver mejor. Era una escultura de acero que se mecía en medio de las olas marrones. Tenía la forma de un niño que le daba la espalda a su público. La imagen me resultó increíble: un nene flotando en el agua, envuelto en piel plateada que brillaba con el sol mientras los pájaros se posaban sobre la cabeza. Al principio me pareció una figura fantasmal, una estatua salida de un castillo de película de terror. Después, pensé que era más bien una figura humana que observa a la naturaleza y se entrega a su poder. Cuando volví a casa y busqué en Google, supe que la escultura se llamaba “Reconstrucción del retrato de Pablo Míguez” y que había sido creada por la artista argentina Claudia Fontes.

Desde ese entonces, se convirtió en mi escultura favorita. Me gusta que se levante en el medio del río, y cómo es capaz de generar un tipo de nostalgia que a mí me hace descender hacia un pozo ciego. Pero no es solo eso: tampoco está encerrada en cuatro paredes blancas de una galería o en un museo de arte, convive con las personas que andan en bicicleta por ahí o con los niños que la miran y se inventan historias de fantasía a su alrededor. Todo esto hace que sea una obra importante. Más que un objeto escultórico, es un fenómeno artístico que entró en mi vida para recordarme que el arte puede ser un territorio para las emociones cálidas y fuertes.

La obra propone un retrato subjetivo de Pablo Míguez, un niño de 14 años que fue secuestrado y torturado durante la dictadura militar de los años 70. Los pocos datos recopilados por familiares indican que fue asesinado un miércoles de septiembre en 1977 en uno de los tantos “vuelos de la muerte”. El proyecto, enmarcado en el “Concurso internacional de Esculturas” en 1999, le permitió a Claudia Fontes trabajar con fotografías provistas por la familia y entablar un diálogo con el padre de Pablo, Juan Carlos Míguez y el Equipo Argentino de Antropología Forense. ¿Cómo enlazar el punto de vista personal con un evento de carácter histórico?, fue una de las preguntas que atravesaron el proyecto.

La obra de Montes en el momento de ser emplazada

A veces, cuando pienso en esa escultura, me la imagino como un gran espantapájaros que está esperando el momento justo para asustarnos y poner sobre la mesa el vínculo que cada uno tiene con los genocidios en nuestro país. El retrato se toma ciertas licencias con respecto a la fisonomía de Pablo Miguez. A Fontes le interesó más poder captar una figura distante, ambigua y que pudiera terminar de delinearse en el horizonte con la imaginación de quien la ve, sin la obligación de transmitir una verdad visual o un punto de vista tan claro. Esto me interesa muchísimo: la posibilidad de reflexionar sobre un hecho histórico sin el corset de la veracidad pero sin engolosinarse con lo celebratorio. La capacidad del arte de mentir con las mejores intenciones.

Yo no hago escultura ni me interesa el periodismo de investigación, pero es una imagen que siempre tengo presente. A veces la pienso cuando estoy dibujando o escribiendo un texto. Muchas veces, cuando releo El nervio óptico, me enojo con María Gainza y le reclamó al libro por qué no le dedicó un capítulo entero a esa obra y a Claudia Fontes. En los días cuando el mundo más me pesa siento el impulso de salir corriendo, de tomarme el primer colectivo y volver a encontrarme con el retrato de Pablo Míguez para calmarme, como si se tratara de mi altar personal, pero nunca lo hago. Siempre me quedo quieto hasta que su figura desaparece en medio de un torbellino de nostalgia e histeria. Tal vez no lo hago por mi estricta tendencia al autocuidado y a estirar la mística todo lo que se pueda. Un artista muy querido me advirtió una vez: “Siempre es mejor estar armoniosamente distanciado de aquello que te excita por demás”. Creo que señalar a algo como tu objeto favorito no está necesariamente vinculado con la idea de disfrutar. Puede que esa película, ese libro o esa obra que elegiste sea la evidencia de una extraña fuerza que te desarma para siempre.

Emmanuel Luis Franco Nació en Buenos Aires en 1986. Es ilustrador, curador independiente y cursa la carrera de curaduría en la UNA. Ha escrito sobre arte en diversos medios: revista Otra Parte, Indie Hoy y Estudios Curatoriales, entre otros. Además, dibuja y da talleres de arte para infancias. Actualmente coordina el área de educación del Palais de Glace, junto a Marlene Wayar.