Como sabemos, se está jugando una suerte de Mundial paralelo. Junto al circo de los equipos, de los jugadores millonarios, de los hinchas que toman o no toman cerveza, de los estadios supersónicos y las rivalidades deportivas, asistimos al espectáculo igualmente circense del insidioso “choque de civilizaciones”. Oriente vs Occidente. Los atavíos prístinos de los jeques árabes vs el colorinche de los hinchas. La adhan de las mezquitas marcando las horas de la plegaria vs la calculadora del fixture. La observancia de cierta mesura en los consumos en público vs el hedonismo exhibicionista de los borrachos del tablón (sobre todo los anglosajones, todo hay que decirlo).

Son dos mundiales de larga prosapia, que copan la agenda pública a intervalos regulares y que las locas siempre hemos contemplado con desdén, algo que captura a la perfección el meme en el que un Ryan Gosling odiado, de impecables gafas negras y rodeado de zapatos, revolea su muñeca para enfatizar la insignificancia de los partidos de la selección (el meme refería a la derrota ante Arabia Saudita que empujó los pakis a nuestro verdadero deporte nacional: la auto-flagelación).

Locas por el fútbol: homoerotismo en la cancha

Esta vez algo ha cambiado. Una voltereta de la historia hizo que prestáramos atención. Y no me refiero a la bienvenida homoerotización de los jugadores, que hace décadas nos arrancan suspiros y lechazos, pero que hoy como nunca antes sale del armario, paseándose oronda y con la cabeza erecta por notas en suplementos y cuentas de Instagram junto a todas las otras calenturas que sostienen los flujos químicos y financieros del capitalismo farmacopornográfico (Paul Preciado dixit). No. 

Aunque la creciente legitimidad de nuestra calentura bien merecería una página, me refiero a otra cuestión, más grande que los muslos de todos los futbolistas juntos, y que nos convoca no ya en calidad de seres deseantes sino en tanto almas bellas atravesadas por una misión. Me refiero, la lectora ya lo habrá adivinado, a la modulación particularísima que ha asumido esta vez el inveterado “choque de civilizaciones”. Porque como venimos escuchando desde que este maldito mundial comenzó a prepararse, desde que empezaron a circular los rumores sobre les artistas que se encargarían de la fiesta de apertura, y desde que los medios de comunicación masiva descubrieron que se violan derechos humanos en países que no son Venezuela, Cuba y Nicaragua, el gran eje sobre el que gira hoy la batalla entre Oriente y Occidente es la cuestión de las disidencias sexuales, o, siendo rigurosas, la posibilidad o no de hacer flamear en el reino de Qatar la bandera con los colores del arcoíris, que obedientemente hemos aprendido a identificar con todas las comunidades sexo-disidentes posibles. La distinción es importante, crucial, porque lo que está en juego, nótese bien, no es cómo cuernos viven este conflicto les disidentes sexuales qataríes (que, creáse o no, existen) sino si los jugadores o los hinchas visitantes, que van a Qatar un mes o unas semanas en vuelo rasante de langostas, devorando experiencias y productos y dejando tierra arrasada, pueden o no revolear una banderita.

Seamos claras: la escena del “héroe” italiano que interrumpió no sé qué partido (sí lo sé, pero soy Ryan Gosling y tengo puestas mis gafas así que BYE) llevando la bandera LGTB+ y una camiseta de Superman (sic) con mensajes pidiendo la salvación de Ucrania y respeto por las mujeres de Irán rima más con las apelaciones a la gloria de cartapesta que siempre han ofrecido las publicidades “de fútbol” que con las urgencias del activismo o la retórica de los derechos humanos. Al punto de que sí, es prácticamente imposible no leer este pase de comedia mal guionado y peor coreografiado como un ardid publicitario con varios beneficiarios (entre ellos, la marca de zapatillas Nike). El punto, sin embargo, no es este. Tampoco es, aunque podría serlo, el acrítico amontonamiento de “causas” en el que se mezclan sin precisiones ni cautela – sin conocimiento, valga la redundancia, de causa – la represión que sufren las mujeres en el régimen iraní, la guerra internacional que se libra en Ucrania y los “derechos LGTB+”. El punto es, en relación con este último sintagma, preguntarse por los efectos reales de este tipo de acciones sobre las personas más inmediatamente afectadas; a saber, los gays, maricas, tortas, trans que viven en Qatar.

Qatar, desde adentro

Apenas vi la escena heroica en mi celular, replicada al infinito por gays de todas partes del mundo que se sintieron reivindicados o acompañados, me acordé de un estudiante qatarí absolutamente brillante que hace unos años tomó uno de mis cursos. Recordé su interés particular por Perlongher, que acababa de ser traducido al inglés, y por el modo en que ese pionero de nuestros activismos se esforzó por pensar modos locales de liberación. Le escribí de inmediato para saber cómo estaba viviendo el Mundial. Me dijo, también de inmediato, que por momentos era divertido, que lo entusiasmaban las pasiones de las hinchadas latinoamericanas, pero que temía por el después. Parafraseándolo: el torbellino internacional alrededor de “la cuestión LGTB+” no había hecho más que aumentar la paranoia y el alcance panóptico del estado

Antes, me decía, yo podía circular con libros que tenían la palabra “queer” escrita en la portada. La policía no entendía de qué se trataba. Los medios occidentales se han encargado de alertarlos sobre esos y otros detalles. Mi estudiante teme, probablemente con razón, que después del Mundial los resortes represivos se vuelvan más sofisticados y más terroríficos.

Sus temores repican prevenciones que ya hemos escuchado, pero no lo suficiente. Personas trans de color en Estados Unidos vienen diciendo hace años que el hecho de que la “izquierda” de ese país haya tomado su causa como causa nacional no las ha beneficiado en mucho y sí las ha sometido a una visibilidad que las expone al odio de masas. Disidentes sexuales en países de la ex Unión Soviética, como Polonia, por ejemplo, sostienen que su supervivencia, que vienen ejercitando de acuerdo con distintas estrategias locales, se ve amenazada cuando sus vidas se colocan sin mayores trámites bajo el paraguas de un movimiento arcoíris que se pretende universal. En este caso, y en otros, la homofobia y la transfobia se articulan peligrosamente con el nacionalismo más furibundo para declarar que las formas locales de la disidencia son en realidad la quinta columna de una forma de vida occidental que se quiere rechazar.

La cuestión, como se ve, es muy compleja. Excede la postal ridícula de un paki italiano interrumpiendo un partido para cimentar su trayectoria errática de influencer. Y nos interpela muy hondamente. Nos hace preguntarnos por la conveniencia de sostener acríticamente la idea de un movimiento LGBT+ global. Este movimiento existe, desde hace décadas. Pero no está escrito en ningún manual que las estrategias que ha desplegado exitosamente en los países centrales y en sus territorios coloniales (como la Argentina) tengan que funcionar en otras latitudes. Por eso antes de aplaudir por vez número mil a un hombre europeo como salvador de los condenados de la tierra haríamos bien en intentar oír a esos condenados, nuestros semejantes que en distintas partes del globo sueñan con una liberación que no tiene por qué tener siempre los mismos colores. Esto es lo que intuyeron nuestras ancestras cuando, más inspiradas por el Frente de Liberación Nacional vietnamita que por el Gay Liberation Front, fundaron hace cinco décadas el Frente de Liberación Homosexual.