Argentina ya tenía el alta futbolística. Salió muy rápido del quirófano con México. Le habían recomendado un postoperatorio para andar con cautela, pero confiada. El nuevo semblante se percibía en el aire. Los índices de los estudios daban bien. Había recuperado los glóbulos rojos con el shock rejuvenecedor que le inyectaron Enzo Fernández, Julián Alvarez y Alexis Mac Allister. Solo era cuestión de creérsela. Tomar la pelota y empezar a jugar, pero hacia adelante y sin lateralizar demasiado. Revisar esos conceptos era clave. Como revisar el colesterol y los triglicéridos. Lo demás vendría por contagio. Eso que finalmente se vio en el estadio 974, construido con pilas de contendedores, casi una metáfora del fútbol defensivo que domina en este Mundial y donde se apuesta a ganar con muy poco levantando muros de concreto en el vecindario más próximo a los arcos.
La Selección tenía con qué, la idea estaba y venía Polonia, pero no aquella de Deyna, Lato y la generación mundialista de 1974 y ’78. Un equipazo que cuando se compara con el actual, lo deja al nivel de una selección clase C. Esta es la de Lewandowski, el arquero Szczęsny y nueve más. Un rival que pasó a octavos de final sin patear al arco. Que casi elimina a México por un argumento irrisorio: tener menos tarjetas amarillas. Finalmente fue por la diferencia de gol. Algo más lógico.
Son estas las misceláneas de un Mundial que igualó el nivel para abajo. Una Copa tercermundista que transformó a las sorpresas en medidas estándar que ya no son la excepción a la regla. Cualquiera le gana a cualquiera. Arabia Saudita a la Argentina, Japón a Alemania, Australia a Dinamarca, Túnez a Francia y podría haber más batacazos. Con esos resultados, es cierto, convivieron otros más naturalizados por las estadísticas previas.
España goleó a Costa Rica o Inglaterra a Irán. Pero en Qatar comenzó a sacudirse la palmera de la lógica. Esa tendencia aceptada con docilidad de que, al final, llegan a instancias decisivas los candidatos de siempre. Puede ser. Pero “chi lo sa”, podrían decir los italianos –cuatro veces campeones mundiales– que sufrieron este nuevo karma cuando Macedonia del Norte les quitó la ilusión de viajar a Qatar. Son sorpresas que ya no sorprenden. Y Argentina pasó esa prueba con autoridad, recuperó la identidad y se rió del bisturí que lo había llevado a la sala de operaciones.
Con la salud estabilizada, la selección de Scaloni tenía que respirar hondo y domesticar sus nervios. Pudo sufrir una recaída cuando Szczęsny le atajó el penal a Messi con mano cambiada y no pasó. Argentina ni sintió esa piña y siguió. Arrinconó a los polacos en su área y les respiró en la nuca hasta el final. Los goles de Mac Allister y Alvarez se hicieron desear pero llegaron por ósmosis. Por la suma de elementos combinados en el área de Polonia, la zona más congestionada de la cancha container.
Quedó probado otra vez, cómo una lectura equivocada puede llevar a malas conclusiones si se coloca por encima de la destreza individual a los índices antropométricos. La talla de los polacos intimidaba, a juzgar por los comentarios cientificistas de ciertos comentaristas deportivos. Polacos de casi dos metros, polacos de estatura para jugar al básquetbol, polacos que en definitiva parecían torres, pero no como las piezas del ajedrez que se mueven con más ductilidad sobre el tablero.
Messi y los bajitos que lo rodearon, pocas veces fueron detectados por el radar de Polonia. Alvarez, Mac Allister, Enzo Fernández, Acuña –siempre solo en su parcela izquierda– y hasta Thiago Almada –debutó sobre el final y cumplió el sueño del pibe– hicieron evidente una vez más la vieja perogrullada: lo bueno viene en frasco chico, como los perfumes. Argentina salió de su convalecencia futbolística oliendo a extracto francés. Recuperó la memoria, la historia que la había llevado hasta el Mundial con un invicto de 36 partidos y ahora tiene con qué volver a sentirse candidato.
No es para creerse el mejor, ni tampoco para pensar que los rivales que vendrán –Australia primero, y si Argentina pasa, Países Bajos o Estados Unidos en cuartos de final– serán como la Polonia del estoico Lewandowski y sus entusiastas compañeros. Hay que decirlo: la Selección le ganó con mucha luz al equipo más flojo del grupo que se clasificó de milagro.
Es infrecuente que un equipo siga defendiéndose cuando pierde 2 a 0, quede sujeto a lo que pasa en otra cancha y renuncie de modo deliberado a atacar para no desprotegerse. A Polonia le faltó ponerle música de Chopin –uno de sus personajes históricos más célebres– para relajarse y quedarse a retozar en el área. Argentina con la cara lavada, su herida curada del mal debut con los sauditas y más fuerte de la cabeza, puede ir por más. Ya dejó el marcapasos y recuperó su frecuencia cardíaca. Puede sostener su ilusión mundialista porque en esta Copa… los cucos no asustan.