El argumento en apoyo de la entrada de las aerolíneas low cost es que la competencia permitirá reducir las tarifas. Esto tendría dos efectos: beneficiar a los usuarios actuales, que verían disminuir sus erogaciones, pero también ampliar la demanda atendida por el avión: habría más pasajeros, y por ende más servicios.
Lo más relevante es lo segundo, sobre todo porque es un dato de la realidad que la Argentina muestra relativamente pocos viajes en transporte aéreo de cabotaje. Por cada 1000 habitantes, nuestro país registra cerca de 300 viajes (de cabotaje e internacionales), mientras que Brasil contabiliza casi 500 y Chile más de 800 (promedios 2008-2013, según el Banco Mundial). Si se toman 1980 y 2016, el tráfico aéreo argentino creció 170 por ciento; el de Brasil, 624, y el de Chile 2347 por ciento! Hay entonces una justificada expectativa –que a esta altura es una tradición en los análisis del sector– de que existe un gran mercado potencial.
Esta expectativa se ha visto repetidamente frustrada, en el caso del mercado de cabotaje. Históricamente, los tráficos en este rubro han oscilado fuertemente, más allá de una tendencia suavemente creciente. Fue así que todos los ensayos de prestadores alternativos a Aerolíneas Argentinas naufragaron, hasta la llegada de LAN desde Chile. Si ésta última permanece –y todo lo indica que lo hará– es porque es parte de un grupo de talla mucho mayor a la propia Aerolíneas, sobre todo ahora que ha pasado a ser LATAM (fusión de LAN y TAM, de Brasil).
La apuesta por las low cost lleva a la pregunta si será diferente esta vez. O sea: ¿la entrada agresiva de nuevos operadores a tarifas bajas ampliará decisivamente el mercado aéreo, vía una rebaja generalizada de tarifas por obra de la competencia?
Lo más inmediato, si se trata de identificar dónde estaría esta demanda adicional, es comparar las ofertas del ómnibus y del avión en los diferentes corredores donde compiten. Y en general, lo que se percibe es que hoy hay mucha más oferta de asientos en avión, en servicios que parten de Buenos Aires, comparado con el ómnibus.
El par Buenos Aires–Tucumán, por ejemplo, cuenta hoy con cerca de 1300 plazas diarias, frente a las 700 que pueden estimarse para el ómnibus. El avión ofrece para Buenos Aires–Córdoba cerca de 2000 plazas diarias, contra menos de 800 del ómnibus. Esta desproporción es aun mayor en las vinculaciones con Mendoza y Salta.
Las únicas excepciones son los pares Buenos Aires–Mar del Plata y Buenos Aires–Rosario–Santa Fe–Paraná; pero esto es fácilmente explicable. Por su proximidad, es más conveniente emplear el automóvil. Esto fue así a partir de que se agilizaron las vías de salida desde Buenos Aires, en la década de 1980.
En definitiva, en los corredores aéreos relevantes, puede aceptarse que ya hoy el tráfico aéreo es bastante superior al del ómnibus, especialmente en distancias elevadas. No cabría esperar en ellos una demanda adicional muy importante. La única fuente serían los viajes en automóvil particular, algo sobre lo que no caben sino conjeturas.
Y en cuanto a la apertura de nuevas rutas, la experiencia indica que no hay grandes tráficos a atender. Estas vinculaciones, que consisten en esencia en conectar centros del interior sin pasar por Buenos Aires; repetidamente, estas vinculaciones han mostrado una baja demanda, y requirieron subsidio desde los servicios troncales.
Lo que ocurre, en el fondo, es que en Argentina los viajes interurbanos en transporte colectivo (terrestre y aéreo) en general son relativamente escasos.
Por último, más allá de la fundamentación que pueda tener la aventura de las low cost en cabotaje, cabe una pregunta: si la expectativa es que haya demanda “oculta” por obra de tarifas elevadas, ¿por qué no ordenarle a la empresa estatal por ahora llamada Aerolíneas Argentinas a que las reduzca, y ver qué ocurre? No hace falta incurrir en los sobrecostos que implica la gestión de empresas competidoras de menor escala para lograr que las tarifas bajen.
* Cespa-IIE-FCE-UBA.