Malvinas. Memoria de la espera. Ahí están: son unos muchachitos. Conscriptos, soldados, colimbas. Es abril de 1982 y aunque al principio los días son soleados, enseguida los cuerpos absorben que el terreno es inhóspito. Los militares que los comandan les han ordenado asentarse en una posición en los cerros o en las afueras de Puerto Argentino, les han hecho cavar pozos, les han dado unas carpas que casi no sirven para nada, unas armas para desconfiar, un equipo que enseguida es insuficiente, obsoleto. Todavía no se sabe: llegaron con ese impulso eufórico del territorio recuperado, la causa justa que copó los noticieros y conmocionó al país, y están ahí, viendo cómo una chapa, una lona, unas tablas, la inclinación de unas piedras, pueden servir para que los refugios que como pueden ellos mismos se arman, atenúen el frío, el viento, las lluvias y las escarchas que vendrán. La nieve que vendrá. Todavía no se sabe y no les dicen nada: hay preparativos, pero son tan endebles que orientan más bien para el lado del simulacro. Cómo irían a afrontar así una guerra. Esperan. Algunos han llevado cámaras de fotos, así que registran a los compañeros, algún retrato solitario, grupos de cuatro o cinco, grupos de doce o quince. Algo del paisaje. También registran la espera. Y los efectos de la espera.
Malvinas: Memoria de la espera, es una muestra fotográfica que desde el viernes puede verse en el Palais de Glace, en el marco de la exposición anual de la Asociación de Reporteros Gráficos de la República Argentina (Argra). Son una treintena de imágenes malvinenses, y lo extraordinario es que 22 de esas fotos son inéditas, prácticamente desconocidas: alguna, a lo sumo, circula en algún blog, en alguna página personal de internet. Esas 22 imágenes son lo medular de esta muestra y dan cuenta de la previa, de aquel tiempo de incertidumbre, antes de los sobrevuelos de los aviones, de los bombardeos, de los desembarcos de los ingleses. Antes de la guerra y su desgracia inabarcable. “Estas fotografías –se anuncia en el texto de presentación de este trabajo– fueron rastreadas entre excombatientes, quienes las atesoran en sus archivos personales, y a través de ellas construyen su memoria y su paso por la guerra”.
Y ese texto forma parte, además, del libro Malvinas: Memoria de la espera, que Argra editora, a la par, acaba de presentar. “Debido a la fuerte censura que ejerció la Junta Militar existen muy pocas imágenes tomadas por reporteros gráficos durante la guerra de Malvinas”, escribe en la solapa el fotógrafo Martín Felipe, uno de los motoristas del material que se presenta. Fotos que tienen, dice, “un gran valor para la construcción de la memoria colectiva respecto de Malvinas, y nos conectan emocionalmente con ese tiempo y espacio”. Última dictadura militar, gobierno de Leopoldo Fortunato Galtieri, miles de desaparecidos, persecución política y censura, creciente descontento social, crisis económica: Malvinas como intento de sostener el régimen. “Desde la fototeca de Argra -sostiene Felipe- nos propusimos narrar parte de la guerra a través de estas fotos, porque consideramos que son un registro único del conflicto. Son imágenes que no están mediadas por la mirada de un fotógrafo profesional, no hay recortes ni ediciones para una noticia o narración periodística. Son los ojos de los soldados que vieron y fijaron el tiempo. En esta oportunidad son los protagonistas y pareciera que sólo pretenden decir ‘aquí estuve’ o ‘aquí estoy’”.
“Casi todas las fotos fueron tomadas durante el primer mes”, dice desde Chacabuco el ingeniero Mario Feroldi, uno de los ex combatientes que aportaron material: él mismo sacó varias de las fotografías que componen la muestra y el libro. “Para el 14 o 15 de abril estábamos en bolas totalmente, ya nos queríamos volver –dice–. Porque nadie sabía qué pasaba, queríamos volver a ver el Mundial. Unos inconscientes totales. Ni los militares sabían: la Junta estaba tratando de que Estados Unidos presione sobre Inglaterra. Estábamos totalmente desinformados. Y en esos días pensábamos que ya nos volvíamos, que no estábamos en condiciones de enfrentar a nadie”. Martín Borba es el otro ex combatiente que compartió el archivo que conserva: “En ningún momento pensé que se iba a armar una guerra -dice en González Catán, donde vive-. Yo fui como si fuera a una aventura, pero nunca se me pasó por la cabeza que íbamos a entrar en una guerra y a perder a mis compañeros. Pero me siento muy orgulloso de defender mi patria”.
Después de la espera vino el desastre. Escribió Daniel Riera, en otro de los textos del volumen: “La guerra de Malvinas duró dos meses y medio, entre el 2 de abril y el 14 de junio de 1982, y terminó con una victoria inglesa, 649 soldados argentinos muertos, y otros cientos (no hay estadísticas fehacientes que precisen la cantidad) que con el tiempo se fueron suicidando”.
Nadie las conocía
El año pasado, a 40 años del último golpe militar, Argra organizó una pegatina de fotografías iconográficas de la dictadura, copias en gran tamaño que distribuyeron en las calles. La reunión de los fotógrafos tras esa movida fue el 2 de abril, y Felipe propuso hacer para 2017 algo sobre Malvinas, a 35 años de aquello. “No era un tema que tuviéramos muy presente entre nosotros, y eso nos pareció un síntoma, porque aún entre un grupo de reporteros con cierta conciencia social y periodística, no estaba presente”, cuenta Felipe. Mientras navegaba por las corrientes de internet, cuenta, encontró algunas fotos de conscriptos en Malvinas. “Y eran diferentes a las pocas que conocemos de la guerra, parecían como muy cercanas a los soldados”, dice el fotógrafo Diego Sandstede, coordinador de la colección Pequeño Formato de Argra: Felipe integra el comité editor, junto a Constanza Niscovolos. “De la dictadura, o de Malvinas, van quedando fotos icónicas -retoma Felipe-. Pero estas imágenes daban la sensación de pasar al otro lado, y eran imágenes que nunca habíamos visto; se las mostramos a compañeros, gente del palo, reporteros, y tampoco: nadie las conocía”. Hacia fin del año pasado decidieron encarar el libro, siempre y cuando aparecieran los materiales. Así que empezó la búsqueda.
Como en Cruces, el libro sobre Malvinas que Federico Lorenz y María Laura Guembe publicaron a 25 años de la guerra, se aludía a la colaboración generosa del Cecim (Centro de Ex Combatientes de las Islas Malvinas de La Plata), hacia allá rumbearon: le mostraron el tipo de material que buscaban a su presidente, Mario Volpe, que los invitó a una de las reuniones semanales que hacen los ex conscriptos. “Lo que teníamos era unos archivos muy pequeños de internet, sin autorización, sin permiso, y no sabíamos ni de quién eran”, cuenta Sandstede. Así que imprimieron unas copias y las hicieron circular en ese encuentro. “Y ahí uno de ellos –sigue Sandstede– recordó algo: ‘Hay un compañero nuestro, que ahora vive en Chacabuco, que viajó a Malvinas con una cámara, y tiene fotos’, dijo. Anotamos el teléfono: Mario Feroldi. Y fue increíble, porque lo llamamos y nos dijo que cada diez días venía a Buenos Aires. Nos encontramos en un bar y se vino con la pila de fotos, con sus álbumes, y nos los dejó para escanear. ‘Úsenlas, me parece bárbaro’, nos dijo. Entiendo que había trabajado como fotógrafo de sociales, en La Plata, para costearse los estudios, y que tenía cierto conocimiento y cariño por la fotografía”.
Feroldi cumplió 28 años en Malvinas. Había ido pidiendo prórrogas para avanzar en Ingeniería, se había casado y ya había salido de baja cuando lo reincorporaron. Era parte del Regimiento de Infantería Mecanizado 7 de La Plata. Un avión desde El Palomar a Río Gallegos, otro hacia Malvinas; una caminata de 15 kilómetros con el equipo al hombro y luego la trepada al Wireless Ridge. La carpa se voló la primera noche, así que armaron un refugio contra las piedras. “Habíamos cavado unos pozos de zorro, tipo trinchera, pero se llenaban de agua y cada tanto teníamos que cavar otros –recuerda–. Yo, por ejemplo, no tenía Fal. Y otra gente tenía metralletas Pam, pero no andaban. Los primeros días había algo de comida, y una cocina de campaña, pero con el tiempo empezó a faltar de todo. Todo muy improvisado”. Al pie del cerro estaba Moody Brooks, un viejo cuartel de los Royal Marines, que los oficiales usaban para dormir y ducharse: “Nos pasaron el dato de que había un conteiner con bebidas y una noche hicimos un operativo comando y nos robamos un montón de botellas–recuerda Feroldi–. Eran todas importadas y de calidad, champagne Chandon, whisky, Pernod: se ve que los ingleses las tenían para abastecerse”.
Feroldi tomó buena parte de las fotografías con la Kodak 110 de José Luis Mellana, uno de sus compañeros en la posición, un grupo de cuatro conscriptos acompañados por un mayor; cree, también, que todos habrán tomado algunas de esas imágenes. “Una de las fotos muestra una columna de humo, de cuando bombardearon el aeropuerto: ahí nos dijimos ‘bueno, muchachos, acá se pudrió todo’”, cuenta Feroldi. Allá también usó una Pentax K-1000: “Era de un teniente que no la sabía usar como réflex, entonces yo la usé y la regulé para que la use –cuenta–. Eran un par de rollitos de copia color. Y cuando se me acabaron los rollos apareció Nicolás Kasanzew, en una visita que hizo a nuestras posiciones; le pedí unas fotos y me dio, dos o tres rollitos de negativos. De esos tenía uno o dos rollos sacados, con la cámara esa, y me quedó en una mochila adentro del pozo, el último día, cuando fue el desbande”.
En mayo los bombardeos ya eran diarios, el clima recrudeció y la comida fue haciéndose cada vez más escasa. En junio nevó y el piso era un suplicio. Los días fueron haciéndose cada vez más cortos, y las noches más largas. Desde su posición fue testigo de la masacre de Monte Longdon, donde estaba la compañía B de su Regimiento. “Explosiones, bengalas, helicópteros, y duró muchas horas –dice–. Los atacaron comandos por la noche y los sorprendieron. Al mediodía del sábado pasaron los muchachos, hechos pelota. A nosotros nos ablandaron con artillería, y cuando nos atacan ya nos venían arriando”. Feroldi quedó entrampado en un pozo de zorro y le fue difícil salir. Mientras retrocedía disparó contra los bultos que se le venían encima. Llegó al pie del cerro y cruzó el río Murrel con el agua al cuello. Los ingleses ametrallaban. Feroldi encaró para Puerto Argentino.
Las fotos que faltan
Martín Borba: “La pluma que está ahí al lado es de una gallina que se robó en el pueblo: me llevé la pluma a la covacha. Esta es una foto de los primeros días, y es la que más me gusta. Y la valoro mucho, además, porque si miro hoy una foto de mi hija, encuentro un gran parecido”.
Aunque sólo algunas de las fotografías de Feroldi forman parte de la muestra y del libro, la totalidad del material fue registrado para el archivo de la Fototeca de Argra. “La idea es hacer algo mucho más grande”, dice Felipe; “Vamos a rastrear por todo el país, a buscar todas las fotos que haya dando vueltas”, agrega Sandstede. Tienen ya unas cuantas pistas a seguir, caminos en desarrollo. La fototeca tiene su espacio físico en el Archivo Nacional de la Memoria y preserva diversos fondos, los materiales de las muestras anuales, archivos fotográficos descartados por grandes medios. Desde hace cuatro años Argra publica, en la colección Pequeño Formato, tres libritos: uno dedicado a un fotógrafo de trayectoria, otro al ganador de un concurso y un tercero temático. “Para este trabajamos un poco contra reloj”, dicen, y se largan a contar cómo fue que dieron con el otro caudal de fotografías que componen la muestra. “Seguíamos buscando posibilidades –dice Felipe–. Una vez por semana trabajo en San Justo con mi viejo, que tiene una metalúrgica. Un día se me ocurrió pasar por la plaza de San Justo y me encontré con unas carpas gigantes: era una muestra del Centro de ex combatientes de La Matanza, que al parecer es uno de los más grandes. Había de todo: cocinas de campaña, fusiles; fotos de diarios y revistas, más bien. De repente me arrimé a un grupo de cinco o seis que charlaban: estaban en contra de que se identificara a los NN en Malvinas. Empezamos a hablar: hay muchas diferencias entre los distintos centros. Logré algunos contactos y armamos, con Diego, una reunión con Ramón Robles, el presidente del Centro”.
En el encuentro resurgió el tema de las diferencias, sobre todo con el Cecim: además del criterio respecto a la identificación de los cuerpos de los soldados caídos en Malvinas, las aguas también se dividen en torno a las causas judiciales por las torturas y los estaqueos durante la guerra, y la relación con los militares de carrera: en el Cecim son sólo conscriptos, en Matanza confluyen ex soldados con militares de carrera. En el encuentro también surgió un nombre: “Che, ¿quién era el que le había comprado al fotógrafo?” Así supieron de Martín Borba. “Lo llamamos y combinamos para ir a verlo a González Catán –dice Sandstede–. Me mostró unas fotos bien de época, con el borde redondito. Charlamos dos horas, al comienzo estaba un poco reticente, pero lo convencí, y me permitió fotografiar esas imágenes. Había poca luz, así que volví a rehacerlas, unos días después. Y eran justo las imágenes que habíamos visto en internet: él se las había comprado a un fotógrafo que había viajado con su regimiento. Un fotógrafo civil, que cuando surgió lo de Malvinas dijo: ‘Yo voy’. Y hace esas fotos, a los soldados, medio en sus posiciones”.
Borba cuenta que trabaja actualmente en un jardín de infantes de Rafael Castillo. Nació en 1962 y fue a Malvinas con el Regimiento 3 de Infantería de Tablada. Su grupo estaba compuesto por once compañeros y su posición estaba en las afueras de Puerto Argentino. “A las fotos las sacó Fogonazo, el fotógrafo del Regimiento, le decíamos así”, dice, y confirma su apellido: Amato. Francisco Amato. “Esta es la foto que más me gusta”, dice, en referencia a una en la que se lo ve sentado, con el Fal en las manos, el sol que da en la mitad de la cara. “La pluma que está ahí al lado es de una gallina que se robó en el pueblo –dice–. Me llevé la pluma a la covacha. Es una foto de los primeros días, y es la que más me gusta, de las que me saqué. Y la valoro mucho, además, porque si miro hoy una foto de mi hija, encuentro un gran parecido. Fogonazo sacó las fotos de mi casamiento, a la vuelta de la guerra. Mucho tiempo después, y hace ya también varios años, él me encontró en un taller y me dijo que tenía un montón de fotos. No lo reconocí: ‘¿Vos quién sos?’ ‘¿No te acordás? Soy Fogonazo’. Cuando me dijo lo abracé. Me dijo que tenía 150 fotos, de todo el regimiento. Así que fui y se las compré. Luego supe que se había mudado a Pigüé, y que falleció”.
Con el correr de los días en Malvinas el panorama cambió: cada diez días tenía que cavar un nuevo pozo de zorro, y el peligro era cada vez más latente. Su grupo estaba compuesto por once soldados, y en algún momento les ordenaron ir a Monte Longdon, en apoyo al Regimiento 7 de La Plata. “Yo tenía un Fal, y a mí me respondió muy bien –cuenta–. Si maté, no lo sé. Pero tiré y me contestaban. Que hubo armamento que no funcionaba, a eso no lo voy a poner en duda. El mío funcionó. Y después, el hambre… eso lo pasamos todos. Yo lo pasé mucho, porque la comida no llegaba”. Cuenta Borba que perdió entre 15 y 20 kilos en la guerra. “En un momento fue decir ‘bueno, que vengan estos hijos de puta y que se pudra todo, o son ellos o nosotros’. Porque con el hambre, el frío, la ropa mojada, ya no aguantábamos más”. En medio de un bombardeo, con los gurkas que bajaban por la montaña, dice, tuvieron que replegarse. No puede olvidarse nunca de eso. “Tenía un rosario, y era ponérmelo en la boca y decir: ‘Viejita, chau, hasta acá llegué’”. Cuenta Borba que al regresar tuvo meses y meses de pesadillas. Que intentó suicidarse. Que durante mucho tiempo se negó a hablar, y que desde hace poco se reúne con sus compañeros. No volvió a las islas: le molestaba la idea de tener que sacar pasaporte para viajar a un territorio que considera argentino. Ahora, con 55 años, dice, si pudiera, iría.
Las cosas que llevaban
Martín Borba: “Cañete era mi compañero de pozo: es el que está a la derecha. Tenía un bebé cuando fue a Malvinas. Y me acuerdo que las pocas cartas que me llegaban, de mi familia, también se las hacía leer a él, porque no le mandaban cartas, casi. Y nos daban fuerza para seguir, a los dos. Al que está a la izquierda le decíamos Maradona, por el parecido: no recuerdo el nombre. El que está acostado en el piso soy yo: le estaba haciendo publicidad a Coca Cola”.
Malvinas:memoria de la espera, tiene algunas fotografías que funcionan como antesala: una fila de pibes vestidos con ropa de calle, todavía sin rapar, con una papeleta en la mano, vigilados ya por milicos; un grupo de pibes ya uniformados, amontonados en un avión, rumbo a las islas. Como cierre, algunas imágenes y textos sientan posición: hay una foto de Martín Zabala del cementerio de Puerto Darwin, con referencias a los procesos judiciales puestos en marcha para identificar los restos de los soldados argentinos caídos y “sólo conocidos por Dios”, según la inscripción de 123 tumbas, una tarea que comenzó en junio pasado. Hay, como cierre, también, una imagen del Crucero General Belgrano hundiéndose, tras ser torpedeado, el 2 de mayo de 1982, y otra imagen de familiares arrojando flores desde un barco, en el Atlántico Sur. Y hay, finalmente, una fotografía del conscripto cordobés Miguel Gallotto, desnudo, a bordo del buque Bahía Paraíso, a poco de concluida la guerra: pesaba 38 kilos, y había llegado a las islas con 75. La foto fue tomada por el doctor Oscar Rojas. El año pasado el noticiero de Telefé los reunió: ninguno sabía qué había sido de la vida del otro. El episodio sirve para enfocar sobre los casos de muertos por desnutrición, las torturas y los estaqueamientos padecidos por los soldados: un mes atrás, el Cecim hizo una protesta en Tribunales para reclamar por el avance de estas causas judiciales, iniciadas hace una década. Sandstede viajó a Córdoba para conocer y entrevistarse con Gallotto, que cedió la fotografía para la muestra y para el libro.
“Cuando fue Malvinas yo tenía cinco o seis años, era chiquito –dice Felipe–. Y a pesar de no haber vivido ese tiempo como un actor consciente, es una herida social que queda. Como con la dictadura: tengo una sensibilidad con el tema, a pesar de no tener referencias familiares o cercanías con lo específico. Y tengo la sensación de que cuando preguntaba por Malvinas, en cualquier mesa, se hacía un silencio doloroso. Después de treinta años parece que se empezaran a trabajar diferentes temas, como si fueran madurando las heridas. Desde ahí partimos. En principio es ver a estos pibes que fueron ahí y se comieron el garrón. Y después armar este relato, que intenta dar como una costurita más a la herida. Y que además puedan estar sus reclamos de hoy, que no sea sólo un libro nuestro; que sea algo que puede aportarse desde lo que uno eligió como oficio, o de lo que encierra la fotografía. Y nos da la impresión de que se armó como una nueva mirada sobre algo que estuvo censurado. Por eso nos proponemos salir a buscar lo que haya, para darle además su marco histórico social”. Concluye Sandstede: “Ellos tuvieron un reconocimiento muy tardío de la sociedad, muy alejado del momento en que todo esto pasó –dice–. Y está esa necesidad de reconocimiento. En esas pequeñas relaciones con ellos también se los ve agradecidos con que uno le de valor a esto, que se ponga en valor. Lo agradecen y me parece que también los reconforta un poco”.
Cuenta Mario Feroldi que cuando volvió a Malvinas, en 2007, fue al pozo de zorro que había hecho 25 años atrás y se puso a cavar: quería ver si encontraba su mochilita, la cámara, lo que hubiera quedado de los rollos. “Lo distinguí enseguida, pese a que estaba todo tapado de barro –cuenta–. El primer día lo busqué hasta con las uñas. Al día siguiente volví con una pala: cavé y cavé, pero no la pude encontrar. Tenía algunas cartas, además, ahí. Encontré un pedazo de bolsa de dormir, un poncho impermeable. ¿Te imaginás?, después de tanto tiempo. Pero uno siempre tiene la ilusión de que se preservaran. Incluso estuve indagando, viendo qué unidad había atacado nuestra posición. Ojalá alguno haya agarrado la mochila y haya conservado esas cosas. Pero hasta ahora no las pude ubicar”.
La muestra Malvinas:Memoria de la espera, se puede visitar de martes a domingo, de 12 a 20, en el Palais de Glace. Posadas 1725. Hasta el 12 de agosto.
Mario Feroldi: “A la cocina de campaña le decíamos la morocha, porque se tiznaba toda. A la mañana íbamos a buscar el mate cocido y luego era una comida diaria: a la hora del almuerzo tenías que ir a buscar, estaba a unos 300 metros de nuestra posición. Guisos, polenta: con el correr de los días cada vez era más flaca, una porquería. En una foto se ve un cajoncito con carne, pero eso fue porque fue algún periodista. Tenía un problema la cocina: se alimentaba a leña, pero allá no hay. Los sabihondos que la llevaron no lo tuvieron en cuenta”.