Un Club de Fans es un agujero negro. Cinco años atrás, un puñado de cancionistas uruguayos se reunió alrededor de un misterio. Cada uno echó al fuego lo que tenía. Lo que había conseguido a lo largo de una vida. Casetes con tapas fotocopiadas. Fotos borrosas. Chimentos del origen más peregrino. Canciones sueltas en Youtube. Los álbumes ripeados y nunca subidos en la larga noche del pirateo. Un buen día, en una tienda de vinilos, alguien encontró la figurita difícil. El disco que faltaba al precio que faltaba. Entonces, en el preciso momento en el que ponían la vaquita en marcha, el dueño del boliche hizo lo imposible: se los regaló. El Club de Fans armó entonces la cita definitiva. Pusieron la dirección en el grupo de whatsapp y, uno por uno, comenzaron a llegar a esa locación secreta de Montevideo. Abrieron cervezas, prendieron cigarros y, finalmente, alguien tomó el coraje para sacar el disco de su sobre de cartón. Apenas apoyó la púa, la conversación se fue apagando como las velas de una torta de cumpleaños. Un silencio. Otro silencio. Todo el silencio. El piano se arremolinó sobre el cielo raso y la voz se fracturó en un arco iris radioactivo. “Las sagradas partituras están de acuerdo”, cantó Sylvia Meyer. “Nosotros no. Nosotros no recuerdo”.

Envuelta en una nube de gas incandescente, Sylvia Meyer viene cruzando el firmamento de la música uruguaya como un ovni. Nadie sabe dónde está. Nadie sabe qué forma tiene. Nadie sabe si vino en son de paz o a declararnos la guerra. Pero todos y cada uno de los que la vieron no se la pueden sacar de la cabeza. “En nuestra barra, generó un halo de inaccesibilidad y de admiración secreta”, dice Fabrizio Rossi, músico y director del sello uruguayo Feel de Agua. “En la conversación de estas últimas décadas pasó muy desapercibida, pero a nosotros nos mató. La sentimos pionera de una especie de under. Empezamos a charlar de estas cosas con Flavio Lira, con Patricia Turnes, con Fede Morosini, con Karen Dansilio, con Francisco Trujillo. Fuimos reuniendo los discos y, a partir de todo ese esfuerzo colectivo, apareció la idea de hacer el tributo”, dice Rossi, mencionando músicos integrantes de grupos fundamentales del indie montevideano como Carmen Sandiego o Julen y la Gente Sola

Todos los rayos, de pronto, caen en el mismo sitio. Justo al mismo tiempo que el Club de Fans acaba de publicar Un desánimo nada triste, un fabuloso álbum de versiones, comienza a reponerse su inhallable discografía en Spotify. De pronto, Meyer publica su primera canción nueva en casi dos décadas. Ahora, solo en el arco del mes pasado, no solo se presentó en el Teatro Solís y fue declarada Ciudadana Ilustre de Montevideo, sino que acaba de editar un disco nuevo a través del sello Little Butterfly y es la invitada estelar en el festival de Feel de Agua.

Pero, ¿quién demonios es Sylvia Meyer? ¿Quién es esa mujer que toca el piano con el pelo sobre la cara como una guitarrista de shoegaze? Las zapatillas viejas, los electrodomésticos, el retrato de espaldas. Las programaciones, el suburbio futurista. La contraseña inaugural y sellada al vacío para el avant-pop y el minimalismo rioplatense. ¿Quién? ¿Quién? ¿Quién?

“A principios de año volví a mis discos de Darnauchans y me topé con Sylvia”, dice Gerardo Grieco, histórico productor de la música uruguaya. “Me puse a buscar sus discos y no encontré ninguno en las plataformas. ¡¿Cómo puede ser que no estén?! A los pocos días empecé a buscar el contacto de Sylvia y un amigo me pasó un mail. ‘Tengo todos los contratos, pero jamás los leí’, me respondió. ‘Lo único que me interesa de la música es la música. Estoy en el mundo pero casi nada’".

Meyer en sus comienzos (Foto: Marco Maggi)

LA VOLADORA

Sylvia Beatriz Meyer Merklen nació el 15 de octubre de 1959 en Montevideo. Sin embargo, pasó buena parte de su infancia en el departamento de Maldonado. Más precisamente, en la chacra que su familia tenía en la falda del cerro Pan de Azúcar. “Tambo, huerta y bodega muy cerca del mar, a la altura de Piriápolis: un balneario alquimista”, dice Meyer. “Un día mi padre decidió vender una vaca holando que saltaba los alambrados. La llamábamos La Voladora. Con su venta me compró un oboe Marigaux. Unos años antes mi madre me había regalado un piano y lo estacionamos en el alero. Un piano al aire libre, 88 teclas en un cerro (instrumento de viento). En invierno tocaba con guantes de lana”.

Cuando cumplió los quince, Meyer se mudó a Montevideo. Se instaló con sus bártulos en casa de la tía Ofelia y, como primera medida, caminó hasta el Conservatorio Universitario. La decepción tiene cara de burócrata: desde un mostrador, le informaron que no tenía la edad suficiente. Meyer tomó aire. Abrió una hendidura en el reglamento, rindió un puñado de exámenes y fue admitida con recelo. Así, mientras empezaba a cursar las materias de piano, composición, oboe y dirección de orquesta, se lanzó a las calles del centro en busca de la otra vida. De las otras cosas. Descubrió las discotecas del Instituto Goethe, la Alianza Francesa y la Alianza Americana. Descubrió el Coro Monteverdi. Descubrió la Cinemateca y, guiada por la curaduría, asistió a un promedio de cien películas mensuales. De director en director. De compositor en compositor. Hasta el infinito y más allá.

“Conocí a Sylvia a fines de los años 70 en el Teatro Circular de Montevideo, donde se realizaban ciclos de música en esa época”, dice el artista plástico y escritor Fidel Sclavo. “Ella tenía una remera amarilla de manga larga y tocaba el piano en un grupo llamado Contraviento, liderado por Fernando Yáñez y Mariana García Vigil, que además de temas propios, su hit era una versión de ‘Ojalá’, de Silvio Rodríguez. Sylvia se desprendía, no solamente cromáticamente sino por las intervenciones del teclado donde se adivinaba mucho más de lo que podía escucharse allí. Desde entonces ya me pareció que era medio marciana, y no se movía con las mismas coordenadas que el resto”.

¿El resto? Por entonces, desde el núcleo indivisible de la dictadura uruguaya, el Canto Popular estaba por entrar en su era dorada. Artistas como El Sabalero, la dupla Larbanois-Carrero, Rumbo o Los Que Iban Cantando comenzaban a llenar los teatros de la resistencia con morrales y pulóveres de lana peruana. Meyer, que años después versionaría a Bowie o cantaría el decálogo cínico y nihilista de “Ozono mío”, tuvo que encontrar asilo en el lugar más obvio. Y el más inesperado: el amor.

En algún punto de 1980, conoció al artista plástico Marco Maggi y, a través suyo, al que sería su suegro: Carlos Maggi, el gran poeta de la Generación del ‘45. La familia política le ofreció una familia artística. Por la casa de Las Toscas, pasaban dibujantes, dramaturgos y escritores de la talla de Onetti o Ida Vitale. “Una fórmula matemática explica claramente cómo surgieron mis primeras canciones: Maggi x 2 = 45”, dice Meyer. “Un piano cerca de ese personal literario me permitió componer mis primeras cien canciones en un par de años. Una semana después de la muerte de Lennon hice mi primer recital solista: La Balada de John Lennon, en el Teatro del Centro. Al terminar el concierto, me presentaron a Eduardo Darnauchans. En pocas semanas me abrió las puertas de la música ‘impopular’ uruguaya y poco después convenció a Sondor de grabar mi primer disco”.

En el legendario estudio de la calle Río Branco, el sello dispuso un plantel imposible para el debut de una desconocida: los hermanos Fattoruso, Fernando Cabrera, el propio Darnauchans. Cantar en la oscuridad (1982), en ese sentido, es sofisticado en un sentido más o menos standard de la palabra: buenísimo pero no del todo desobediente. Concentrado en los sintes de la apertura o el sample orquestal de “A Day In The Life”, el factor Meyer se preparaba para dejar atrás absolutamente todo: la academia y el canto popular; la calle y la torre de marfil. El único Disco de Oro posible, parecía decir Meyer, lo entrega tu propio doble. Y se autodestruirá en los próximos diez segundos.

Con Eduardo Darnauchans

EXILIO PSÍQUICO

El piano con guantes de lana. Como si sus días en el alero del Pan de Azúcar hubieran sido un entrenamiento, Meyer grabó su segundo disco entre los fiordos de Noruega y fue refinando su admiración por performers como Meredith Monk. Por entonces, mientras devoraba todos esos VHS del avant-garde neoyorquino, Sondor la incluyó en dos compilados generacionales titulados Canciones del asfalto (1982) y Canciones de urgencia (1984). Ensaladas, según la curiosa etimología oriental. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos y la admiración de algunos colegas, Meyer era sapo de otro pozo en todos los pozos. “Era inconsciente y contemporánea”, dice Meyer. “Siempre fui inadecuada”.

Con la llegada de lo democracia, el rock de bandas como Los Estómagos tomó la posta en el subsuelo de Montevideo. Fogoneada entre la barricada del punk-rock y los sobretodos negros, la escena fue el ariete para una generación más escéptica. Meyer, en ese tablero, selló su alianza con Darnauchans. En noviembre de 1987, llenaron el escenario del Teatro El Tinglado con andamios, cajones de cerveza y bastidores para ofrecer un concierto de espesor histórico: Después de la función. Estaban en la trastienda. Donde nadie miraba. Para colmo, al año siguiente Meyer sacó un disco nuevo y le puso Fuera de lugar. Como si no hubiera quedado claro.

“No era rechazada, porque no era escuchada ni recibida, más que por un muy pequeño número de personas”, dice Sclavo. “Eso suele suceder a los artistas que además de manejar una sensibilidad particular, son frontera entre géneros y no podés etiquetarlos en un casillero. Por lo cual quedás en una suerte de zona franca, a la que pocos tienen acceso. Eso ocurre en todas partes del mundo, como sabemos, donde por momentos puede ser que se abra apenas la ventana y una canción se escuche más que otras, pero el resto termina permaneciendo en esa zona de culto o ‘rareza’. Por más que seas Kate Bush o Joanna Newsom, termina sucediendo algo similar que con Meyer. Más todavía si eso no es Inglaterra sino Uruguay en los ochenta, donde las cosas parecían más marcadas tajantemente entre dos veredas sin calle en el medio”.

Aunque su obra parecía existir más allá de todas las coyunturas, Meyer daba señales del mundo. Punteado por la caída del Muro de Berlín, escribió un puñado de canciones de aliento soviético junto a Marco Maggi y su suegro ordenó el material siguiendo los lineamientos de una “comedia musical de bolsillo”. En escena, Carlos Maggi interpretaba a Gorbachov y la propia Meyer a su hija. El juego de reflejos, distorsionado por las baterías electrónicas y las programaciones, emitió una aurora nuclear sobre el cielo del Río de la Plata. Unos meses después, en los estudios Sondor, le dio forma de disco con Hugo Fattoruso como contramaestre. “Siento admiración por Sylvia”, dice Hugo. “Es muy particular. Y su voz, tono y transparencia completan el cuadro. Melodías y letras que te llaman, los sentidos en alerta. Trabajar con ella fue placentero y natural. Te da mucha libertad. Es una querida y muy muy simpática, adorable persona”.

El zeitgeist, en algún punto, parecía dialogar mejor con sus canciones. Durante los primeros noventa, mientras comenzaba a imaginar su álbum dedicado al repertorio de Darnauchans, Meyer colaboró con Fernando Cabrera para su disco Fines (cantó y tocó en “Reina”, una relectura de “Penny Lane”) e incluso se integró como invitada permanente en Exilio Psíquico: la banda del ítalo-uruguayo Maxi Angelieri. Otro desclasado.

“En los noventa, yo no sintonizaba mucho con la música de Uruguay”, dice Dani Umpi. “Leía Sandman y escuchaba a Laurie Anderson. Cosas así. Pero un día fui a una muestra en el hall de la Intendencia de Montevideo y de pronto, en ese lugar enorme y con una acústica horrible, empezó a tocar ella. Todo era enigmático y minimalista y tenía perfecto sentido para mí. Fue un momento mágico. A partir de entonces quise saber todo sobre Sylvia, pero no era nada fácil. Lo que me empezó a resultar muy curioso fue que, sobre todo, encandilaba los artistas de la disidencia: del mundo indie o la movida LGBT. Después, con el paso del tiempo, nos fuimos cruzando en eventos vinculados al mundo del arte contemporáneo, pero los dos somos muy tímidos. De pronto se te acerca y te dice algo revelador. Es completamente misteriosa”.

foto: Maria Inés Arrillaga

¿YA HABLAMOS DE CLINT EASTWOOD?

En algún punto de 1996, Meyer se instaló en New Paltz, un pueblo a dos horas de Manhattan ubicado en el valle del Río Hudson. Ocho mil habitantes enmarcados por la interestatal 87, el sistema de las Shawangunk y las cátedras de la universidad pública. “Montañas, pantallas, osos negros, manzanos, zorros amarillos, piano negro, bandadas de ciervos y de camiones de Fedex”, dice Meyer. Ese mismo año, precisamente, conoció a la gran Liliana Porter.

“Mi primera impresión fue la de una mujer muy seria, porque escuchaba y no hablaba”, recuerda Porter. “Ana Tiscornia me instó a que le pidiera una propuesta para el sonido de mi primer video. Esa propuesta fue el comienzo de una larga relación ya que enseguida me di cuenta que el dialogo con Sylvia se daba fluido, que tenía la voz exacta que yo quería y que entendía a la perfección la dirección del trabajo. Desde el primer momento supe que ella era la persona y desde entonces todos mis proyectos que requieren sonido ya sea video, teatro o incluso algunas obras gráficas, los he hecho con Sylvia”.

El video de “For you” (1999) no solo inauguró el vínculo creativo de Meyer y Porter, sino que estableció las coordenadas geográficas del trabajo para la década: desde el MOMA hasta la Comedia Nacional de Montevideo, en el más estricto de los perfiles bajos. Así, mientras imaginaba la música para todos esos juguetes mecánicos en trance de muerte, Meyer comenzó a componer para obras de teatro uruguayas y fue convocada por el director Álvaro Buela para encargarse de la banda sonora de Alma máter. Enclavada en el corazón anímico de la película, “Juana de Arco en la ducha” se transformó en el micro-hit imposible. En un pase de magia, la armonía cubista acompañaba a la mártir desde la hoguera al baño de azulejos. ¿A quién se le ocurre?

“Tiene una manera muy personal de ver las cosas con criterios que yo calificaría como ‘oblicuos’, lo que es muy bueno en cualquier proceso creativo”, dice Porter. “Hay que saber escapar a lo preconcebido y crear otra lógica, y el pensamiento de Sylvia viene de lugares inesperados. Donde uno menos lo espera, salta la liebre. En este caso, la liebre seria sus ideas, las que obviamente saltan, no hay duda. Sylvia puede ir a un restaurant y mientras los demás ordenan pollo, o pasta o lo que proponga el menú, ella puede tranquilamente pedir cuatro o cinco flanes con dulce de leche mirando fijamente al mozo como para que no exista cuestionamiento alguno”.

“Su cabeza se instala en determinado paisaje o escenario y te habla desde allí, con naturalidad, como si no existiera otra posibilidad”, agrega Sclavo. “Muchos años atrás estábamos cenando con parejas y amigos cuando, aprovechando un pequeño silencio, Sylvia dice: ‘¿Ya hablamos de Clint Eastwood?’ Esa pregunta que podría venir a cuento si Eastwood fuera noticia por alguna razón en esos días, o hubiera estrenado una película, salió de la nada, out of the blue, del universo Meyer, que por algún motivo le pareció que la consulta tenía lugar, para despejarse una duda si lo había imaginado, soñado, o simplemente se le ocurrió. O vaya a saber qué”.

Con la actriz Roxana Blanco en un ensayo para el Solis (foto: María Inés Arrillaga)

INSTRUCCIONES PARA ESTAR

Impulsado por el éxito de Alma mater, el Centro Cultural de España en Montevideo organizó el “Reporter Meyer”. Una muestra retrospectiva donde, además de exponerse buena parte de sus trabajos con Porter y otros artistas, se reunieron todas esas músicas dispersas en un disco titulado Feliz apocalipsis (2006). El clímax fue un recital de carácter mítico que la puso en contacto con toda una generación de cancionistas que la admiraba en secreto. Apostados en los diferentes anillos concéntricos que, muy lejos del centro, parecen ampliar el campo de batalla.

“El concierto estaba lleno de gente”, dice Samantha Navarro. “Yo fumaba bastante marihuana en esa época, así que no recuerdo los detalles: recuerdo la emoción. Después, me puse a investigar sobre su vida para un programa de radio y me preocupé por conseguir todo lo posible. Ya tenía algunos de sus discos grabados en casetes y, con la llegada de internet, pude bajar cosas de su época anterior. Me ha influido mucho. Sobre todo alrededor de las posibilidades sonoras y la libertad para pensar independientemente de la suerte que puedan tener las producciones. La libertad de ser diferente. Son canciones que invitan a hacernos preguntas para llegar a un lugar de una belleza extremada. Ella es la propia genia”.

Una paradoja. Meyer nunca estuvo más presente que durante todos estos años en New Paltz. Es una francotiradora. De pronto, alguien cae herido y nadie sabe muy bien de donde llegó el disparo. Por esa razón, cada vez que alguien le pregunta por qué se fue de Uruguay, se pone en guardia. “Eso es una calumnia analógica en un mundo digital”, dice. “Nunca me fui... por eso no puedo volver. En los últimos veinte años hice la música de más 50 obras de teatro montevideanas. La mejor forma de estar es no estar”.

Su disco nuevo, en ese sentido, trabaja sobre esa pregunta. Grabado entre abril y octubre de este año en los estudios SkyTop de Nueva York, reúne tanto algunas versiones de su propia obra como una tanda de canciones nuevas que señalan en una dirección elíptica: no se sabe si es el pasado o es el futuro. Mejor aún, no se sabe qué es el pasado y qué es el futuro. Casi que no importa. El piano, las zapatillas de lona, el pelo sobre el rostro. La voz que afina en la cuerda floja de la atmósfera. “Al norte el barrio seguro/ al sur el barrio peligro/ ¿Adónde? ¿Dónde?/ ¿Dónde está? ¿Quién?/ ¿Quién? ¿Quién?”

“A principios de este año recibí la llamada de Gerardo Grieco”, dice Meyer. “Si no fuera por él, el 2022 para mí hubiera sido igual al 2021 o el 2012. Acepté su plan con una sola condición: ‘Yo me ocupo de la música y tú del resto del mundo’ .Y así fue y está siendo. Padezco un desánimo nada triste porque nunca espero ni quiero que pase nada. Vivir sin planes, metas ni certidumbres, espanta la tristeza. Soy partidaria de la calma dispersa, la delicadeza subversiva y la fragilidad de todas las certezas. Hago música. ¿Para qué? Para nada”.