Quien quiera verificar que la capacidad simbólica del juego permite tramitar las ansiedades más crueles y urgentes no tiene más que prestar atención a la experiencia que la afición argentina al fútbol (o sea, la enorme mayoría de este país) está transcurriendo con el Mundial de Qatar. Desde la amargura por la inesperada derrota ante Arabia Saudita; la exultante euforia por el triunfo ante México; la satisfacción por el logro de la clasificación ante Polonia; y la enorme expectativa por el partido de esta tarde contra Australia, buena parte de las vibraciones más intensas del arco humano se juegan en la suerte que una pelota destina a nuestra selección. Basta prestar atención a los comentarios cuyo tono antes y después de los partidos se asemeja a quien está atravesando un punto crucial de la existencia: ¡Hoy nos jugamos la vida! ¡Cómo se sufre! ¡Me quiero matar! ¡No puedo más! ¡No lo puedo creer! Para no hablar de aquellos que ante la pantalla se tapan el rostro, dan la espalda, rezan, lloran, putean y otros gestos que sólo la puesta en juego de la más fervorosa pasión pueden explicar. Se trata de la sublimación, ese mecanismo privilegiado por el cual se tramitan los contenidos más traumáticos de la existencia a través del habla que habilita el recurso simbólico.

Por empezar, las palabras. Los cuerpos argentinos hablan fútbol. Muchas metáforas nacidas en el ámbito futbolero se trasladan a temas alejados de lo que sucede en las canchas: hay que tener cintura; se abrió de piernas; me la dejó picando; te mandaron al banco; no me da pelota; yo toco al costado; me metió en un arco; me patearon; tirame un centro; me corre el arco; no caza un fulbo; me la puso en un ángulo; paremos la pelota; a ese le faltan jugadores; ponete la diez; pifiaste feo; y muchas otras que testimonian el vibrante matrimonio que las palabras y el cuerpo conforman para sublimar dramas y afanes a través del artilugio simbólico por excelencia: el juego.

Freud lo explica con suma elocuencia cuando en su texto Más allá del principio de placer refiere que “el juego y la imitación artísticas practicados por los adultos, que a diferencia de la conducta del niño apuntan a la persona del espectador, no ahorran a este último las impresiones más dolorosas (en la tragedia, por ejemplo), no obstante lo cual pueden sentirlas como un elevado goce”[1].

Y efectivamente las alternativas del juego se experimentan en un vaivén que va de la gloria a la tragedia. ¿Qué es lo que se tramita en esta par dialéctico? ¿Cuál es su secreto? Nuestra impresión es que en el juego se produce una descarga (una pérdida, por más que ganemos) cuya función es la de mantener vivo el deseo, único espacio por donde el lazo social guarda alguna chance de primar por sobre la barbarie. Toda actividad lúdica, por más que se practique en soledad, consta de un sujeto, un Otro --imaginario o no-- y un objeto que no se sabe a quién pertenece. Simple estructura que aporta la cuota de imprevisibilidad y contingencia necesarias para insuflar ánimo en los cuerpos. De esta forma, durante un Mundial, cada cual juega su partido frente a la pantalla: dolor, alegría y pasión se aúnan en el duelo que brinda la opción de ganar o quedar eliminado.

Al respecto, nada mejor que citar el juego del carretel que Freud describe en el texto más arriba mencionado. Con notable fruición un niño de tres años de edad --cuya amada madre abandona el hogar para concurrir a su trabajo--, arroja el carretel al grito de Fort (¡afuera!) , para luego rescatarlo a la voz de Da (¡aquí!) . Freud dice que el pequeño tramita “algo impresionante”[2]. Es que en ese movimiento que no cesa de bascular, arriesga lo más íntimo de sí. De lo que se trata es que el objeto --que, tal como la pelota, no se sabe a quién pertenece-- aloja su más radical alteridad: así, es el sujeto mismo el que flota en el intervalo conformado por los dos fonemas. De esta forma, entre gloria y tragedia cada Uno juega su Mundial. Se trata sin embargo de una apropiación cuya función es la de facilitar el compartir la pasión con otros. No por nada Roland Barthes observa que “el deporte sirve para expresar el contrato humano” [3]. En esta cita es donde la palabra traza el campo para hacer de la competencia una oportunidad de encuentro con el semejante. Barthes agrega: “En el deporte, el hombre vive el combate fatal de la vida, pero ese combate está distanciado por el espectáculo, reducido a sus formas, liberado de sus efectos, de sus peligros y sus vergüenzas: ha perdido su carácter nocivo, pero no su esplendor ni su sentido”[4].

Por ejemplo: el minuto 19 del segundo tiempo con México explica las razones por las cuales el fútbol resulta el deporte más popular del planeta. Un partido trabado, pleno de nerviosismo, el tiempo transcurre, se necesita ganar, llegar cuesta un Perú aunque estemos con México, hasta que de pronto algo se desmarca del ir y venir del juego. Algo que se escapa del tránsito normal de la existencia. Un instante que rebasa todo cálculo, y en el cual un grito suspende el devenir de las asociaciones y el ordinario rumiar del pensamiento. Un grito que no entra en el cuerpo: ¡gooooooool! Y a partir de allí ya nada es igual. Ya no somos los mismos. Todo lo demás es repetir una y mil veces cómo fue; de dónde vino la pelota; cómo pateó; de manera de tramitar ese “algo impresionante” que se escapa entre el Fort y el Da que anima los cuerpos.

Lo cierto es que ese gol de Messi, para nombrarlo de una vez, le abrió a nuestra selección el rumbo. Tras el desahogo con México, llegó el triunfo ante Polonia que inundó de júbilo las calles y los hogares argentinos. De la mano del capitán argentino este equipo pudo mostrar su jerarquía con un juego que alternó equilibrio, belleza y la suficiente contundencia como para asegurar la clasificación. Desde ya, la alternancia entre gloria y tragedia no estuvo ausente. ¿Quién no se agarró la cabeza cuando en el primer tiempo el excelente arquero polaco le atajó el penal a Messi ? Lo cierto es que como para demostrar que consentir a la contingencia es la mejor respuesta ante la adversidad, este equipo con varias figuras jóvenes y talentosas demostró no amilanarse para así superar el mal trago. Quizás un ejemplo, un mensaje, que el juego y el deporte envían a este país tan golpeado y necesitado de alegrías. Hoy, ante el equipo australiano, los corazones estarán acompañando el desempeño de ese grupo de compatriotas que demostraron la convicción necesaria como para recuperar lo mejor que un deporte de conjunto puede brindar: habilidad; compromiso, respeto y esfuerzo conjunto. Que el recorrido de esta noble y valerosa selección nos sirva para recuperar la alegría. Sigamos jugando.

Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires. Profesor Nacional de Educación Física. Ex entrenador de equipos deportivos.

 

Notas

[1] Sigmund Freud (1920), “Más allá del principio de placer”, Obras Completas, A. E. tomo XVIII, p. 17.

[2] SigmundFreud (1920), op. cit. en Obras Completas, A. E. Tomo XVIII, p. 16.

[3] Roland Barthes, “Del deporte y los hombres”, Paidós, Barcelona, 2003, página 77.

 

[4] Rolan Barthes, “Del deporte y los hombres”, Paidós, Barcelona, 2003, página 73.