“En mis sueños más inquietos, veo esa ciudad. Silent Hill. Prometiste volver a llevarme allí algún día. Pero nunca lo hiciste.
Y ahora estoy aquí sola… En nuestro 'lugar especial'. Esperándote…“
Con estas palabras comienza Silent Hill 2, videojuego realizado por el grupo Team Silent (una división interna de la empresa japonesa Konami), publicado a fines de 2001. El argumento se centra en James Sunderland, hombre que un día recibe una carta de su esposa (Mary Shepherd-Sunderland), en la cual sólo se encuentra el primer párrafo, hecho que no sería destacable si no fuera que las personas muertas no suelen escribir. Han pasado tres años desde que una desconocida enfermedad se la llevó, por lo que esta situación inquietante despierte la intriga en el corazón doliente del viudo, llevándolo a cumplir con este pedido de la (supuesta) difunta.
Cómo cualquiera puede imaginar, la naturaleza de esta carta no es terrenal, y el lamento de Mary arrastrará a James a un infierno palpable y horrendamente personal, donde lo aterrador no serán las bestias que plaguen su camino, sino la sensación de que él tampoco tiene mucho que envidiarle a una procesión de monstruos…
Silent Hill 2 puede ser considerado una suerte de anti-épica, hablando de la obra en sí o de la escala que tuvo como proyecto: su atmósfera perfectamente construida, el sistema de combate, la fotografía y uso del lenguaje del cine, la banda sonora y diseño de sonido, el universo visual y composición de las criaturas, la “insoportable” humanidad de sus personajes, el trabajo de texturas; no hay ningún archivo ni bit que no esté para llevar el dolor y la historia de enfoque sumamente personal del protagonista a profundidades avernales. Es difícil encontrar algún área donde no muestre su proeza intachable con cada uno de sus objetivos lúdicos, narrativos y temáticos, causando un impacto emocional violento y desgastante muy difícil de olvidar.
A la luz de su reciente aniversario, es una oportunidad para revisitarlo e invitar a conocer una de las piezas claves del videojuego. No es tarea fácil elegir cómo introducirlo y hundirse en su red compleja de elementos bellamente integrados: lo mejor es detallar componentes de su génesis, pasando directamente a sus aspectos proactivos.
Siendo la secuela de Silent Hill (1999), ya nacía bajo una enorme sombra de lo que era uno de los videojuegos más importantes de los noventa y quizás de la historia. Al mismo tiempo, este tenía bastante espacio para mejorar, donde el Team Silent supo pulir las ideas que quizás no había logrado desarrollar completamente y rescatar lo mejor, como las influencias. Muchas de las que se vieron en el 99 también se verían en 2001: un mundo inspirado por los textos de Freud, las pinturas de Francis Bacon, cosmovisiones de religiones paganas y no-abrahámicas, el cine de David Lynch o películas como La Escalera de Jacob, la arquitectura de pueblo chico de ruta estadounidense (con una apreciación por el derruir y oxidar del alambrado y el cemento, y ciertos ecos del brutalismo) y tantas más al servicio de la desventura. Pero llegó a picos de realización que eclipsaron con creces a su predecesor.
En primer lugar, es genéricamente considerado un “survival-horror”: cuando nos sitúan en un contexto en el que estamos a merced de una fuerza hostil, con escasas o nulas opciones para la defensa, promoviendo como mínimo un miedo instintivo. La transformación de esta sensación en malestar atado a la condición humana es atestiguable inmediatamente. La cámara, en tercera persona y por encima de James (bastante alejada del hombre) y que alterna con otra posición estática e incontrolable en espacios cerrados, haciendo la existencia en esa realidad digital onírica y agobiante. Junto a esta visión extraña se da un movimiento también notable por su tosquedad; Sunderland posee un andar de pasos aletargados que no se agilizan si se decide “proveerle” más velocidad, transicionando a un trote ligero que se desacelera a los pocos segundos.
La actividad principal son los encuentros y enfrentamientos (idealmente ocasionales) con los monstruos que plagan a esta ciudad chica, frente a los que hay una variedad de armastodas con inicio lento y grandes pausas luego de haber ejecutado la acción hasta poder repetirla.
El nivel de dificultad que presentarán las criaturas irá progresando en paralelo al abanico de posibilidades ofensivas, fórmula que brilla particularmente en este contexto con la administración de recursos respecto al escenario: desde las neblinosas calles con senda presencia de “Figuras Mentirosas” (el primer monstruo al que hay que enfrentarse, de claro carácter sexuado femenino) a los asfixiantes y difíciles de maniobrar pasillos del complejo departamental, repletos de Maniquíes.
Si bien esta es la actividad que casi ocupa la totalidad de jugabilidad, la otra son los puzzles: obstáculos que van a forzar la capacidad deductiva mediante acertijos con carga metafórica destacable, siendo en general los de mayor dificultad los expresados en poemas (los otros consistiendo en la recolección de objetos para avanzar en la historia, mapeando mentalmente el espacio recorrible para saber en qué lugar estos tendrán la función de “llave”).
Esta es la base sobre la que todo lo demás se construye: el argumento se desarrolla linealmente, puntuado por las cinemáticas, que hacen uso excelso de múltiples herramientas del celuloide, con su diálogo escueto pero punzante, planos holandeses, actuación de voz ultra-naturalista, tonos mortecinos y alternación entre silencios y temas sutiles. Las secuencias audiovisuales atraviesan como un cuchillo, son lo más alejado a cualquier tipo de escape de la ya de por sí desgastante experiencia interactiva.
En este andar por el mimetismo de un poblado también se sufre la atmósfera, que desde las vistas al lago Toluca hasta una cocina mal iluminada, es palpable para la persona que juega: una ansiedad constante de estar siendo observado, miedo y melancolía pintan cada una de las rejas oxidadas, paredes despintadas, escaleras silenciosas, baños sucios, y tantas locaciones que ya son icónicas de esta entrega de la saga. Imposible no destacar junto a estas la niebla. Omnipresente, densa, viscosa, opresiva, desoladora, es la encarnación gráfica de la falta de escapatoria y levedad en cualquier porción de Silent Hill 2.
Cualquier objeto merece párrafos intentando desglosar el cariño con el que fueron concebidos y la brutalidad con la que estallan en el cerebro del jugador, pero deben destacarse dos puntos (un abordaje más integral a la obra en sí y un monstruo concreto), sin dejar de remarcar que desde la banda sonora de Akira Yamaoka (pocas cosas tan fuertes como Promise (Reprise), la complejísima forma de elección de los varios finales (única hasta el día de hoy), un análisis en profundidad de las cinemáticas o una cierta mujer que se hace muy presente en estas.
El por qué es de las piezas más ejemplares en su medio artístico, y una de las grandes del arte en sí, ineludible para cualquier persona con deseo e interés de experimentar la creatividad humana en todas sus formas, es la narrativa y la tesis que logra expresar, con todos los bloques fundamentales y herramientas que posee. Su derrotismo con respecto a las peores facetas inherentes a nuestra naturaleza es violento, haciendo gala de una contemporaneidad muy racionalista, quizás por sus múltiples influencias psicoanalíticas (filtradas por la mirada del artista), dejando entrever una perspectiva particular sobre nuestro lado más oscuro.
Esta temática es sin duda universal y explorada pero lo fundamental es que la desabstrae de una posición mítica, y pone cara a cara al jugador con la idea de que los impulsos, las necesidades e incapacidades de no-infligir y lidiar con el dolor, son esenciales a la propia carne; una concientización de que en el fondo no es ni hay ningún alma, sino patrones de conducta que siempre estarán en algún lugar, un tsunami turbio de emociones. Es en este marco en que se nos puede poner por unos segundos dentro de las personas que en algún momento han liberado totalmente el tánatos o lo han sufrido, el perpetrador y la víctima, y poder sentir el significado de hacer un daño irreparable y el deseo de poder, aunque sea por un pequeño período de tiempo, espantar a los fantasmas propios. Es tanto un juego de horror como una tragedia, un coctel emocionalmente agotador y depresivo para las personas que interactúan con él.
Y por último, entre todas las pesadillas psicosexuales andantes, hay una (o más bien uno) que es tan la cara de este videojuego como el propio James. Creado en su época de estudiante de Bellas Artes por Masahiro Ito (el director de arte, diseñador y modelador de monstruos), “El” no tiene un nombre exacto. Lo más cercano sería “Cosa Piramidal Roja” o “Cabeza de Pirámide”, como es conocido de manera coloquial. Decir que Silent Hill 2 vale la pena solo para sufrir sus apariciones se queda corto. Cuando “El” se hace presente, siempre de manera inmediata y sin aviso, el infierno se desata: una cacofonía de sonidos industriales, sintetizados y samples (en especial de percusión que parecen un tambor O-Daiko) inundan el mundo, evocando golpes, respiraciones inhumanas y metales chirriantes.
En general los recovecos más solitarios y claustrofóbicos son los preferidos de La Cosa Piramidal Roja, atacando a cualquier tipo de ser, monstruos y humanos por igual, con especial interés por James… Siendo un jefe del juego en múltiples ocasiones, sus peleas ponen a prueba todo lo aprendido, incluyendo el presentimiento de escapar. Masculino (prácticamente el único monstruo con esta clara asignación sexual), violento, con movimientos espásticos y rotos, ruidoso, de anatomía inexplicable, su relación física imposible entre sus pasos lentos y torpes y la rapidez con la que recorre enormes distancias: es un reflejo y condensación de todos los aspectos que hacen a Silent Hill 2, y se siente no tanto como un creación naciente e influido por otros, sino como una figura arquetípica en sí, nueva e icónica.
Silent Hill 2 no está exento de críticas: su concepto binario del género, sus mujeres marcadas y definidas por la violencia, sus puzzles de relativa resolubilidad o el envejecimiento a nivel técnico por notar algunas. Todas estas observaciones merecen ser examinadas y plantean reflexiones igual de importantes, muchas de estas de carácter contextual y sobre los sistemas de opresión en el que le toca existir a esta obra. Tiene falencias ineludibles, y es faltarle el respeto fingir que no existen y no traerlas a luz, cosa que no anula la validez de su existencia, sino que al menos la complejiza.