Como un Epicteto contemporáneo, Carlos Virgilio Zurita plasma la hermosa y parsimoniosa melancolía de su mirada. El mundo está ahí, siempre estará ahí y nosotros dejaremos de estar atrapados en la indiferente estancia de las cosas.
Los versos de Carlos Virgilio Zurita se acumulan como los años y en ese recorrido por la vida de las cosas, los bares y los amigos el poeta encuentra su andar y el ritmo del poema.
Las nubes, los cigarrillos, el deambular de los gatos, la mesita de luz, la noche pueblan sus poemas. El poeta ha elegido el tono preciso, justo, para cantar en un murmullo o en un devaneo los azares de la vida, los tropiezos, la dificultad de hallar la identidad.
Muchos son los versos que merecen el recuerdo del lector. Hay unos que me han impactado por la capacidad del poeta en condensar la relación entre experiencia y escritura:
En todo caso ahora me reconozco,
en ese pasajero que duerme en mi cama,
que escribe en mis cuadernos, que fuma
mis cigarros, que bebe un licor solitario,
que elige un libro de mi biblioteca y lo abre
y lo cierra
quizá para siempre.
Carlos Virgilio Zurita percibe la inevitable declinación del día y de la vida y nos deja una sombra gozosa de su percepción y no un canto elegíaco. Pero esta sensación impacta no porque la conozcamos sino porque él la escribe en primera persona y porque la trata con una naturalidad pasmosa, acaso como hacían los estoicos parados en la Estoa. Zurita lo hace desde su escritorio o mientras contempla una nube que pasa. Desde el circulo de fuego que arma con los versos, lanza una flecha, su arte poética nocturna, otoñal, horaciana y santiagueña, quizás, arte poética que se queda con una idea de resignación, acaso similar a la famosa acomodación a la naturaleza que propiciaban los estoicos, especialmente el romano Epicteto, según consta en los fragmentos que quedaron de su oralidad captada por Arriano. El poeta Zurita, envuelto por el viento cálido del rumiar (dulce y nostálgico canto), lo expresa de esta manera:
Tomo mi oficio como el de un cartógrafo ciego.
Solo a esta altura de mi vida, en esta llanura
de mi vida,
vengo a saber que la poesía no es suscitación,
una convocatoria, sino una resignación.
No es horadar los muros, derribar las puertas,
sino dejar abiertas las ventanas.
Pero no hay gran dolor ni pesadumbre vana en sus versos sino la memoria de lo que ha sido y de lo disfrutado en las conversaciones con amigos y en los ojos de la mujer amada:
Mi mujer se llama Anita y tiene
los ojos tan transparentes
que no se le puede confiar
ningún secreto.
Los poemas van y vienen desde el presente al pasado y desde el pasado al presente. En ese viaje el autor encuentra sus temas, sus obsesiones, quizás como las de todos, ancladas en las cosas cotidianas y en las ideas que resuenan en el patio, en el estertor de un recuerdo o en la cola de una tristeza que aún roza su rostro:
Oscura brisa de la madrugada,
ayúdame a regresar al país
de mis horas tempranas.
En unos epitafios que siguen la huella del Spoon River de Edgar Lee Masters, Zurita se apropia del molde y escribe sus propios textos. Resuenan los ecos de los anteriores pero él sabe darles un tono íntimo y cercano. El poeta hace crecer la página con el recurso del poema conjetural, aquel que sigue la forma de Browning y de Borges (el poema conjetural, el que sigue la primera persona de Laprida). Hay uno que sigue la voz de una gata:
Soy una gata atropellada por un auto…
Sé que me recuerdan
pero casi nadie sabe
dónde queda mi tumba.
Me enterraron junto al tercer eucaliptus
hacia el sur
de la calle Alsina.
En otro, escuchamos la queja de Carlos Arturo Juárez, gobernador que ocupó su banca durante cincuenta años:
Después de haber sido
el personaje más amado y odiado
de esta cruel y dulce provincia
ahora nadie se acerca hasta mi tumba
de este cementerio
donde declina hacia el sur la ciudad.
Abomino de tu olvido Santiago del Estero.
Con los años, Carlos Virgilio Zurita, ha construido una voz, un tono, una poética. Y eso es lo que le pedimos a un poeta.