La Feria EDITA ya es un clásico, uno de los acontecimientos literarios más importantes de la provincia de Buenos Aires porque nuclea a numerosas editoriales independientes y propone un vínculo directo entre lectorxs y editorxs. Esta nueva edición presenta más de 120 sellos de todo el país y tiene como invitados especiales a los escritores Alejandro Zambra (Chile) y Mario Bellatin (México), entre más de treinta autores, autoras y artistas de Argentina y Latinoamérica. La cita comenzó ayer y continúa este domingo, a partir de las 15 y hasta las 21, con sede en el Museo Provincial Emilio Petorutti (Calle 51 e/ 5 y 6, La Plata), al aire libre y con entrada libre y gratuita.
El sábado Alejandro Zambra participó junto a Adriana Basualdo, Francisco Bitar, Marina Closs y Paula Tomassoni de la mesa titulada Una fascinación. Lecturas / narrativas. Zambra es poeta, escribe narrativa y ensayo, pero también fue (y sigue siendo) lector. En una de las conferencias incluidas en Tema libre evoca la lectura de El niño que enloqueció de amor a sus nueve años, distingue entre lecturas tempranas y maduras, y alude a aquella presunción de que en la adultez se lee “mejor” que durante la infancia. Cuando se le pregunta por qué cree que se desvaloriza tanto la dimensión del entretenimiento, responde: “Es que castigamos el gusto y el placer, como si fueran experiencias inútiles, imposibles de analizar. Y castigamos lo inútil, también. No sé, tanta definición paraliza. Y esa división estricta entre lectura y escritura. Después de disfrutar una canción ajena, lo natural es bailarla y cantarla y tocarla en la guitarra hasta sentirla propia, aunque desafinemos”.
Zambra amplía su idea: “Un niño que, por ejemplo, a los seis o siete años ha desarrollado un pensamiento intuitivo y espontáneo acerca de la música, y que ha aprendido a contar chistes, y que ha enfrentado la dificultad de recordar y de relatar un sueño, se acercaría con naturalidad a la literatura si lográramos que la vinculara con esas experiencias. Pero los niños suelen recibir señales desalentadoras. Si les gusta contar chistes, los echan de la sala. Los chistocitos, afuera. Y resulta que contar chistes es un ejercicio tan complejo, hay que equivocarse mucho antes de dominar el mecanismo. Hay que reflexionar sobre los tiempos, los tonos, hay que ganar y perder estructuras. Hay que sobreponerse a las decepciones, también. Esa primera gran decepción, por ejemplo, cuando entiendes que no puedes contarle el mismo chiste a la misma persona dos veces. Es horrible”.
-En uno de tus textos decís que estudiar literatura era “un modo de no hacer lo que nuestros padres querían que hiciéramos”. ¿Qué queda de ese gesto rebelde en los escritores de tu generación o, en todo caso, de qué manera se reformuló eso?
-No sé si se reformuló. A la literatura nos dejaron entrar, es un mundo solidario. Nos dejaron entrar y creo que es necesario recordar eso y dejar la puerta abierta. A la altura de los cruciales dieciocho, ya sabíamos o intuíamos el desastre de entregar la vida entera a un trabajo horrible. Eso es lo que no queríamos. La frustración cotidiana, la decepción irresoluble, la asfixia. Luego el desafío cambia de forma, pero sigue ahí. No convertirte nunca, por ejemplo, en uno de esos escritores que al final de su carrera proclaman a los cuatro vientos que la literatura murió, que la novela murió, que las nuevas generaciones no valen nada, etcétera. Son ellos los que se van a morir, no la literatura.
Este domingo a las 18 el chileno también dará el presente en La ficción del ensayo, una charla abierta junto a Cynthia Rimsky y Sergio Raimondi coordinada por Verónica Stedile Luna y Julieta Novelli. La generación de Zambra experimentó varias transiciones tecnológicas –del cuaderno a la máquina de escribir, de la máquina a la computadora– y es por eso que el tema aparece en varios de sus ensayos y ficciones. “La máquina era un objeto aurático, complejo pero explicable, descifrable, querible. El artificio evidente del papel calco, el típex, el gesto minucioso al aplicar el corrector: me gustaba adivinar los errores, buscarlos en la superficie del papel, en una hoja que se daba por buena pero que contenía esas vacilaciones que a la postre le añadían una cierta humanidad”, escribe.
Respecto del vínculo con las distintas tecnologías que atraviesan el acto de escritura, dice: “Quienes tenemos cerca de cincuenta alcanzamos a enfrentar con extrañeza los computadores, pero más temprano que tarde aprendimos a escribir con los diez dedos, somos unos pianistas tardíos. Ahora veo que muchos vuelven a escribir a mano o en computadores viejos. Yo suelo escribir en uno que nunca he conectado a Internet, me enorgullece lo desactualizado que está su sistema operativo. Y se entiende bien con una impresora antigua, son dos ancianos contemporáneos... Pero también escribo en cuadernos y en el celular y atormento a los amigos con extensos mensajes de voz”.
-En una conferencia mencionás dos textos que definís como fracasos pero que, de todos modos, decidís publicar. ¿Cuánto de disciplina y obsesión hay en tu modo de abordar la escritura y cómo te llevás con la idea de control? ¿Cuándo das por terminado un texto?
-Sí. Es que cada libro nuevo reescribe el anterior. Yo siento que los libros de un mismo autor guardan entre sí grados de enemistad. Por lo demás, para qué publicar más libros, si en teoría bastaba con uno. Publicar un segundo libro se parece a avanzar, pero también es como repetir de curso. Y a veces pasa que fracasa el escritor, pero no el texto. O sea: el relato no se parece en nada a lo que intentaste, pero en el fondo sabes que merece existir, y que seguirá existiendo, casi contra tu voluntad. Yo soy bueno para eliminar textos, pero de pronto hay textos que ganaron por sí mismos su derecho a existir. A mí, por ejemplo, me gusta Fito Páez, pero al narrador de ese relato que mencionas, «El amor después del amor», no le gusta, para nada. Lo escribí originalmente en tercera persona, pero no me convencía, así que luego se me ocurrió pasarlo a primera, y le creí más a esa nueva versión y así quedó. Pero no lo publiqué hasta que me pareció encontrarle ese lugar descentrado y paródico que ocupa en Tema libre.
Chile, la poesía y la(s) familia(s)
Poeta chileno, su reciente novela, tiene algo de esa rebeldía a la que se aludía antes: condensa varios elementos presentes en su obra pero de un modo novedoso y, a diferencia de sus trabajos anteriores que se caracterizan por la brevedad y la precisión de una flecha que da justo en el blanco, tiene 421 páginas. En ese desarrollo, sin embargo, no hay dispersión sino profundidad. Aquí Zambra pone el foco en estructuras menos convencionales: la trama comienza como una historia de amor tradicional entre un chico y una chica, pero de a poco entendemos que lo que se narra es el lazo de un padrastro con su hijastro a lo largo de los años. Se atreve a contar esas familias otras (las familiastras) que se arman y desarman según las vueltas de la vida, y lo hace desde la perspectiva de las nuevas masculinidades que esquivan los antiguos preceptos de “hombres que no lloran”. Pero también explora esa otra gran familia: la literaria. El panteón personal que cada quien construye a partir de sus lecturas y el amor incondicional por ciertos autores. La novela fue escrita en México –donde reside hoy el autor– y se nutrió de la distancia, de esa lengua híbrida que nace en situación de extranjería. Sin embargo, Chile late allí todo el tiempo: Chile y Parra y Zurita y Mistral, pero también los poetas mapuches, ese mundo “un poco mejor” en un país de bonitos paisajes y buen vino cuyo máximo orgullo es ser bicampeones mundiales de poesía, “un país literario donde la poesía es curiosamente, irracionalmente relevante”.