El lanzamiento de la campaña electoral ha reactivado lo que es una práctica recurrente entre nosotros, el lamento por el estado de los partidos políticos. Hay una larga lista de opinólogos que se anota en la queja, aun cuando cotidianamente participan en la sistemática campaña a favor del desprestigio de quienes militan en política. ¿Dónde están los partidos?, preguntan angustiados. De ningún modo puede esperarse un atisbo de reflexión histórica y crítica como respuesta: según la opinología dominante los partidos decaen simplemente por la mala praxis de la política argentina.

Hace rato que se discute ampliamente sobre la crisis de los partidos. En general, este diagnóstico está asociado a la añoranza de una época dorada de los partidos que nunca existió entre nosotros los argentinos, con la fugaz excepción del período inmediatamente posterior a la retirada de la última dictadura cívico-militar. Estos partidos imaginarios eran orgánicos, internamente institucionalizados, sostenidos por convicciones sólidas, y cultores del debate y la democracia interna. En cambio ahora los partidos viven en sets de televisión, son empresas personales compuestas por oportunistas que solamente quieren un “carguito en el Estado”. Es decir: la nostalgia de lo que nunca existió como arma para la descalificación de la política actual hecha desde la perspectiva de los que siempre odiaron la política y prefirieron siempre al gobierno “de los que saben”, o sea la élite del poder económico, de la academia del saber establecido, de la industria de la producción de la posverdad. En realidad las transformaciones de la política y con ella la de los partidos constituyen un fenómeno global. De modo nada casual, el período en el cual empieza a desplegarse la crisis de la política coincide con el del triunfo de un nuevo paradigma del capitalismo a escala global. Del capitalismo triunfante en la pos segunda guerra -productivo, centralizado en el Estado nacional, sostenido en una producción fabril en gran escala y en la centralidad de la clase trabajadora- a otro globalizado, centrado en la especulación financiera, promotor de la fragmentación social y la disolución de los grandes actores colectivos. Los partidos perdieron gravitación en primer lugar porque los estados se debilitaron frente a las grandes corporaciones económicas. La razón de este debilitamiento no es técnica ni organizativa: es en sí mismo el resultado de una lucha política e ideológica que terminó con un triunfo aplastante del capital concentrado global; el símbolo principal de ese resultado no fue otro que la caída del Muro de Berlín. El contexto en el que se debilitan los partidos es el del triunfo a escala global de la democracia liberal, que fue el nombre que asumió un sistema de partidos “descafeinado”, centrista y dispuesto a cumplir el pacto nunca escrito pero casi siempre respetado: el del compromiso de que la democracia no interfiera en los negocios del gran capital. Así fue como la internacional conservadora y la internacional socialista convivieron armoniosamente y alternaron tranquilamente en la administración de un estado obediente, complaciente o pasivo ante los reclamos y los avances de hecho de la nueva oligarquía global. 

A lo que estamos asistiendo en el último período es, en realidad, a la reaparición de la política. Y la reaparición viene de la mano del conflicto, del antagonismo político. De diferentes maneras y provenientes de muy diferentes tradiciones ideológicas han ido apareciendo constelaciones políticas, de esas que el mainstream de la ciencia política llama “antisistema” y contra el cual se lanzan todo tipo de denuestos, en general asociados a su inevitable tendencia autoritaria y en esta última década al nuevo epíteto maldito, el populismo. La crítica antisistema viene de tres fuentes: la crisis social, la crisis de las naciones y la crisis de la democracia; es decir básicamente la extrema desigualdad, la pérdida de soberanía y el vaciamiento de las capacidades decisorias del voto popular. La vieja crisis de la representación ha tomado la forma de una virtual rebelión electoral en ciernes contra una clase política identificada con el matrimonio indestructible entre los parlamentos y el establishment. Los viejos partidos enfrentan el dilema entre el cambio y la extinción: los socialdemócratas franceses, entre otros muchos ejemplos, parecen haberse resignado a la extinción, en cambio el laborismo inglés parece haber encontrado la línea del cambio. Ya no se trata de cosas que pasan con los “pueblos atrasados”, ahora son conmociones y amenazas que recorren Europa e incluyen a Estados Unidos. 

Es indiscutible que en nuestro país también asistimos a un proceso de mutación política. Durante décadas funcionó un sistema claramente centrado en las dos principales identidades populares del siglo XX, el radicalismo y el peronismo. Hasta 1983 funcionaba un tercer actor, las fuerzas armadas, periódicamente convocada por los “argentinos de bien” para hacerse cargo del caos y la corrupción que inevitablemente aparejaban los procesos democráticos. Entre la recuperación democrática y la crisis de 2001 tuvimos una democracia electoral sostenida en un muy celebrado proceso de acercamiento ideológico y de moderación en los principales partidos (cuesta, por ejemplo, diferenciar las políticas del menemismo y las de la primera Alianza). Con el derrumbe reapareció la política, primero bajo la forma de la impugnación popular generalizada hacia el conjunto de los políticos, después bajo el primado de un claro antagonismo central, el que enfrentó (y enfrenta) a los partidarios de los gobiernos kirchneristas y sus opositores. Está claro que en primer lugar estas elecciones son un pronunciamiento sobre el gobierno de Macri, pero no se puede negar que la candidatura de Cristina Kirchner está colocada en el centro de todas las miradas, la de las que desean verla fuera de la escena política y la de las que la extrañan, sumadas a las que empiezan a extrañarla después de las penurias de estos últimos meses. 

No se trata solamente de la candidatura de la ex presidenta sino de los modos en las que fue concebida. Para algunos la Unidad Ciudadana se reduce a un movimiento táctico dirigido a evitar la picardía de una interna justicialista que sirviera principalmente para esmerilar la candidatura de Cristina. Pero es muy difícil negar que el espíritu de una construcción frentista que esté más allá de las estructuras formales y de las diferentes memorias populares existe públicamente desde el discurso de la ex presidenta en Comodoro Py en marzo del año pasado. La iniciativa tiene, claro está, un efecto conmocionante para el propio peronismo porque lo interpela sobre la función que quiere ocupar en esta etapa política. Es una respuesta audaz y riesgosa a esa difusa demanda de renovación que, desde algunos sectores, siguió a la derrota electoral de diciembre de 2015. Tal vez de lo que estén hablando unos y otros sea sobre en qué consiste esa renovación. Si se trata de volver sobre los pasos -ya transitados durante la década del noventa- de la construcción de un partido de origen popular plenamente consustanciado con las reformas neoliberales o se trata de convertir la memoria histórica del peronismo en un recurso político central para la construcción de una fuerza amplia, capaz de desafiar y vencer al neoliberalismo.

La novedosa estética de la campaña de Unidad Ciudadana merece ser pensada desde la perspectiva de esta instancia crítica que viven los partidos populares puestos ante la disyuntiva de acomodarse al nuevo orden conservador como único mundo posible o recuperar la savia transgresora de sus orígenes en una práctica política que intervenga en los dilemas reales de este tiempo. El mensaje que transmite la simbología puesta en práctica es el de una redemocratización de la democracia, la recuperación de la voz de aquellos a quienes los circuitos formales del sistema político suelen ignorar, concentrados como están en las fórmulas que les permitan subsistir y reproducir su poder institucional. Esa impugnación “desde abajo” no es, como suele presentársela, la adopción de poses ficcionales copiadas de la imaginación duranbarbista; es lo contrario, es la puesta en escena de una dolorosa realidad que la posverdad mediático-política se empeña en silenciar e invisibilizar. No es la antipolítica conservadora disfrazada de revolución de la alegría sino una interpelación ciudadana entendida como defensa de derechos individuales y colectivos y activadora de protagonismo popular. 

Es completamente lógico que la audacia transformadora de la nueva construcción quede opacada por la gravedad de lo que se está disputando en esta campaña electoral. También es natural que los adversarios quieran subsumir la novedad a la condición de un recurso táctico ocasional, dotado de nuevas formas discursivas. Pero no cabe duda de que la política argentina se va transformando tan paulatina como drásticamente. La Unión Cívica Radical ha sido virtualmente absorbida por el nuevo partido de la derecha argentina. Cualquier vínculo simbólico que pueda intentarse entre sus actuales prácticas y sus orígenes populares y revolucionarios no puede pasar de un ceremonial vacío. En el justicialismo, a poco de asumir Macri tomaron la iniciativa los que postulan la reconversión del partido en una pata del nuevo consenso neoliberal. Como paradigma de ese movimiento renovador están las fotos del primer viaje a Davos de Macri para presentarle a la sociedad global, la nueva Argentina reconciliada detrás de un proyecto neoliberal y neocolonial: el justicialista Urtubey y el renovador Massa se discutían un lugar en su cercanía para las fotos. Ese rumbo no pudo hasta ahora imponerse, la política argentina no ha terminado de acomodarse bajo la premisa de un gran pacto (las apelaciones al pacto de la Moncloa en el Congreso argentino no pasan de ser pasatiempo de actores menores) y las próximas elecciones, muy especialmente las de la provincia de Buenos Aires, serán un registro del estado de esta cuestión. Para pensar la evolución de los partidos políticos en la Argentina es más importante seguir de cerca el curso de esta saga que perderse en disquisiciones sobre lo que los partidos políticos deberían ser.