El Tito Bernal siempre jugó de cuatro. Jugar de cuatro en Sportivo Solidaridad y Progreso de Villa Clodomira no era lo mismo que jugar de cuatro en el Brasil del setenta. En el Brasil del setenta Carlos Alberto subía por la banda con esa elegancia natural en los brasileños, cabecita levantada, frente en alto, pelotita pegada al pie (un pie de viento, diría Vinicius) y una habilidad que para qué te la voy a contar. Además, metía goles el tipo. El Tito Bernal no, el Tito Bernal era más bien petisito y morrudo. No era muy elegante ni hábil. Era fuerte, muy fuerte, eso sí. Pero, sobre todo, el Tito Bernal no metía goles. ¡Y cómo le hubiera gustado meter goles! Aunque sea uno, pensaba en secreto. Nunca lo hubiera confesado pero en sus sueños más ambiciosos se veía convirtiendo un gol heroico y definitivo en la final de un mundial. Pero en público jamás lo hubiera admitido. En público, el Tito Bernal, inflaba el pecho pregonando el fútbol defensivo con orgullo. Primero el cero en mi arco, decía, haciendo alarde de futbolístico sentido común.
Nunca llegó a primera. Se inició en las inferiores de Solidaridad y Progreso a los trece años y fue recorriendo el escalafón sin mayores tropiezos hasta la Reserva. De ahí no pasó. Sin embargo, el pueblo de Villa Clodomira no lo olvida. Es que desde ese lejano día de su debut en la sexta encontró en aquel wing izquierdo goleador, el Chueco Retamoso, a su eterno enemigo. Dicen que cada hombre se encuentra, al menos una vez en la vida, con su verdadero enemigo y que saber reconocerlo puede decidir el curso de su destino. El Tito lo reconoció ese día inolvidable. Ese día en el que, ya sobre la hora, el chueco le metió un caño de colección y cuando el Turco Almonacid salió para taparle el ángulo de tiro se la picó, con toque maestro, por arriba del lomo. El cuero llegó manso hasta las piolas que apenas se movieron como haciendo silencio respetuosamente. Prometía, el Chueco. Fue por esa humillación, que el Tito, esa noche, no pudo pegar un ojo. Veía a su viejo sentado en la bicicleta y acodado sobre la baranda perimetral mirando el partido (mirándolo a él) y pensaba, ¡qué vergüenza, pobre viejo, qué vergüenza!
El Chueco jugaba para Libertad Condicional, el clásico rival del “Progre”. Libertad Condicional era el equipo del pueblo vecino, Arroyo Amargo, el pueblo donde estaba el Penal (y cómo un Penal no iba a tener un equipo de fútbol). Su director había sido el fundador del club junto a un grupo de presos de buena conducta. Le habían puesto ese nombre porque él, Fuentes, el director, sostenía que toda libertad es condicional.
La libertad del Tito estaba condicionada al encuentro con el Chueco sobre el verde rectángulo. El Chueco lo esclavizaba con sus amagues, sus fintas, sus filigranas, odiados firuletes en el fondo admirados y envidiados por el Tito. Hasta los diecinueve tuvo que padecerlo. Cada vez que se jugaba el clásico, el Tito sufría toda clase de humillaciones: caños, rabonas, sombreritos, bicicletas, todo el repertorio del que disponía el Chueco. Para colmo no lo cargaba, lo miraba nomás. Lo miraba desde sus ojos marrones hundidos y chispeantes, lo miraba por entre la espesura de sus pestañas negras y torcía un poco la comisura izquierda de la boca hacia arriba, un poco nada más, una cosa casi imperceptible. Claro que el Tito sí lo percibía, lo percibía y se volvía loco de bronca pero le parecía que putearlo, decirle algo, cualquier cosa, era entregar un poco más de su ya ofendida dignidad. ¡Ah, si al menos alguna vez lo pudiera cruzar bien, pero bien bien, como para sacarlo de la cancha! Pero el Chueco era demasiado rápido y escurridizo. Volaba sobre la gramilla el chueco.
Ya saliendo de los diecinueve el Tito estaba contento con su suerte. Sabía, sin lugar a dudas, que su destino era la Reserva, que nunca iba a jugar en primera. Pero esta certeza que años atrás lo hubiera sumergido en la amargura ahora era un alivio. Era un alivio porque el Chueco sí iba a jugar en primera así que ya no tendría que enfrentarlo. Eso podía mejorar su amor propio porque él, en el resto de los partidos, zafaba. Era disciplinado, fuerte, muy fuerte, un perro de presa para la marca y sabía que si se quedaba cuidando la quintita y no se largaba a hacer locuras como trepar por el lateral, tratar de desbordar, meter un centro de gol o hacer una diagonal y pegarle de zurda al segundo palo, todo iría bastante bien. Sabía también que seguiría jugando al fútbol mientras pudiera. Fue así que, habiendo renunciado ya a su sueño de ser jugador profesional, ese año se había anotado en Filosofía. La filosofía era un sueño nuevo nacido al ritmo lento y sabio de las palabras del Perro Fregoni, su profesor de secundaria. Fue en las aulas descascaradas y llenas de goteras del Colegio Nacional de Villa Clodomira, donde el Tito quedó deslumbrado con la metáfora de Heráclito y el heroísmo de Sócrates. Más tarde llegó a pensar que Niestzche, de haber jugado al fútbol, hubiera sido un nueve goleador o un cinco, patrón del mediocampo. Un fuera de serie, seguro. ¿Aceptarían en la Facultad una tesis que versara sobre Filosofía y Fútbol? ¿Sería posible armar un imaginario equipo de filósofos colocando a cada uno en un puesto distinto de modo que su función en la cancha graficara su cosmovisión? ¿Lo tolerarían esos profesores que parecían no haber visto nunca una redonda? No macho, éstos, si alguna vez jugaron, más que seguro que los mandaban al arco. En estas elucubraciones estaba ese día, luego de una clase de filosofía antigua, cuando recibió la noticia. Fue el Cachito Mattei, ex-compañero de la secundaria y estudiante de Psicología, el que se lo dijo. Se encontraron en un pasillo de la facultad que por ese entonces compartían porque Psicología funcionaba en el viejo edificio de Filosofía y Letras. ¿Te enteraste, Tito? ¿De qué? El Chueco tuvo un accidente ¿Qué pasó? Ayer a las cinco de la mañana, cuando iba para la fábrica, ¿viste? ¿Sí? Se hizo percha con la Gilera ¿Se mató? No, se quebró una gamba, no saben si va a poder volver a jugar. ¡Uy! Pobre pibe…
Aquel domingo se jugaba la final de Reserva. El Progre contra los Sopres (así les llamaban a los de Libertad Condicional). El Chueco retornaba a las canchas. Había estado ausente dos años a causa del accidente y la depresión posterior. Lo iban a probar en la Reserva. Había pasado demasiado tiempo y no había quedado nada bien. Es más, lo habían rebautizado y ya no le decían el Chueco sino el Rengo. Había perdido velocidad y resistencia pero su habilidad estaba intacta, decían. Algunos, incluso, aseguraban que a raíz de la renguera había agregado a su arsenal un amague loco, totalmente imprevisible, un amague capaz de descompensar al defensor más pintado. Y debe haber sido así, nomás, porque al Tito lo estaba dejando pintado. Lo pasaba, lo esperaba, lo volvía a pasar. Y sobre todo lo miraba, lo miraba y torcía la boca. El Tito estaba más sacado que nunca. De hecho, ya había abandonado su intención de apegarse a la ética Kantiana durante el partido cuando, a lo lejos, como entre algodones y al compás de los tambores que le reventaban la cabeza desde adentro, comenzó a escuchar la voz del Gallego Martínez, el Técnico del Progre, que le gritaba: dale la raya Tito, dale la raya. Ni en pedo, minga que le voy a dar la raya, pensaba el Tito. Dale la raya que te va a meter la diagonal. Patadón en la gamba sana le voy a meter. Pero el Rengo le metió la diagonal nomás. Se la metió dos veces. Una fue rebote en el arquero y gol del nueve de los Sopres. Otra fue un uñazo fenomenal con la renga que se clavó en un ángulo. Dos a cero.
En el entretiempo el Gallego impartió nuevas instrucciones y arengó a los players que estaban un poco desmoralizados. En medio del sudor, el ruidito de los tapones rebotando en el piso de cemento y el olor a aceite verde se escucharon aquellas palabras. Palabras inspiradas que, en medio del fragor de la lucha, surgieron del cerebro privilegiado del Gallego. Vamo muchachos, hay que jugarse. Vamo, vamo ¿eh? Hay que meter. Huevo, huevo, huevo. Vamo que podemo. Al Tito lo llamó aparte. Lo importante es ganar Tito ¿Vos querés perder? ¿Qué te pasa? Olvidate de la filosofía, no seas boludo. Vos sabés que yo siempre te banqué pero si no me das bola te voy a tener que sacar. Ya te dije, tapale la diagonal, dejalo salir por afuera y apretalo contra la raya. ¿Entendés? Dale, andá y le dio una palmadita en el culo. Ah, pensó el Tito, eso suena mejor. Apretalo contra la raya es mejor que darle la raya, mucho mejor.
Ya a los cinco minutos el Rengo lo encaró. Pelotita dominada, cinturita de mimbre con bisagras, amague para aquí, amague para allá. El Tito hizo como que se la comía, se inclinó hacia la izquierda y le ofreció el pasillo que se abría entre su cuerpo y la raya del lateral. Cuando el Rengo enfiló por ahí el Tito se le fue encima y le cruzó la pierna derecha al tiempo que, simulando una caída, lo empujaba con todo el peso de su cuerpo. El Rengo salió disparado como escupida de músico y pegó contra el alambrado olímpico recién inaugurado. Se lo llevó puesto justo donde estaba el padre del Tito viendo el partido. El viejo que, como siempre, estaba sentado en la bici y agarrado del alambre apenas con dos o tres deditos, cayó de culo, con bicicleta y todo junto al tapial que bordeaba la cancha, mientras el Rengo, ya inconsciente, resbalaba por el alambre hasta quedar derramado sobre el césped casi como una mancha de café en una alfombra verde. Pero el Tito también cayó. En el empujón perdió pie y fue a dar con la cabeza contra uno de los postes de cemento que sostienen el alambrado.
Cuando llegó el médico el Tito estaba tumbado de espaldas mirando hacia arriba y palpándose el chichón que empezaba a formársele y que todavía luce como una orgullosa herida de guerra. ¿Y, Tordo? Lo saqué ¿no es cierto que lo saqué? Sí, Tito. Quedate tranquilo, este seguro que no juega más.
Al año siguiente mientras el Rengo hacía su debut en la primera de Independiente de Trigales (se decía que los gringos habían puesto un fangote de guita para contar con sus servicios) el Tito volvía a romperse la cabeza, esta vez con la lectura de Ser y Tiempo. De vez en cuando alzaba la vista para mirar la foto de Heidegger que tenía colgada en la pared y le parecía que ese nazi roñoso, así lo llamaba cuando no entendía ni una letra, torcía apenas un poco, casi nada, la comisura izquierda de la boca y lo miraba sobrador.