El escritor casildense Yamil Dora ha publicado por el sello independiente La gran Nilson, de la ciudad de Buenos Aires, donde reside, un nuevo libro de poemas titulado Once. La foto que lo abraza ilustrando la tapa y la contratapa es obra de su compañera, la poeta y fotógrafa Silvia Castro. Constituye una imagen-manifiesto que anticipa el contenido. En el anverso, vemos un retrato mural de Luca Prodan pintado sobre una persiana cerrada de algún comercio, posiblemente del barrio del Once al que alude el título en una de sus acepciones. Alguien le ha pegado una calcomanía donde estaría el tercer ojo. Luca mira, con los otros dos, al espectador. Imposible no silbar "Mañana en el Abasto". Al dorso, en el muro lindero al negocio, se forma un palimpsesto de arte callejero y decollage donde se destaca todavía, pese a los desgarros en el papel, un retrato de Cristina Fernández de Kirchner bajo el cual se lee la frase: "No es justicia. Es proscripción". Esa contundencia inapelable tienen los versos de Dora, escritos para atravesar la bola de ruido de una ciudad o la bola de nieve de los rumores de un pueblo. Se hacen escuchar, se dejan oír.

Este año, Yamil Dora publicó su memoir La africanita, por el sello rosarino CR. Dice que en sus ratos libres está escribiendo otra novela, de ficción y de humor negro, sobre un asesino serial. Él mismo, a esta altura, es un escritor serial. Su obra fluye por un doble carril de verso y prosa donde prevalece, siempre, la poesía. Narra en los poemas y canta en las novelas: cruza los géneros sin estridencias experimentales. Obra en verso, Once permite leer también en su título una abreviatura de la fórmula Once upon a time, el tradicional "Había una vez" con el que comienzan los cuentos de hadas. El pasado en el pueblo, o en la pequeña ciudad santafesina, se aureola de aquel resplandor mítico en la sección del libro que le está dedicada. En los poemas, Yamil prescinde del humor negro de La africanita, obra que continúa la saga autobiográfica iniciada con Los lindos. Si La africanita explora las resonancias del chisme, el estigma familiar y los efectos cómicos en torno a las profesiones dispares del linaje paterno (un cabaretero y un cura sanador, hermanos entre sí), Once se centra en el recuerdo de las hijas y la memoria de la madre.

El libro se ordena en tres secciones: "mi casa de antes", "soy yo desde allá" y "Once". Los versos finales dicen: "casi como si estuviese / en la tierra de mis abuelos". Y al cerrar su propio círculo, Once conecta con poemarios anteriores de Yamil Dora, sobre todo con los que en gran medida rendían homenaje a su abuelo inmigrante: Los barcos olvidados (2007), Como playa que se puebla (2009) y Un mar que existe (2013), publicados los tres por la editorial rosarina Ciudad Gótica, y Un hombre encima del mar (del Dock, 2015).

Con aparente sencillez, fluyendo continuas como la energía cinética en el andar de una bicicleta (el capítulo de La africanita sobre andar en bicicleta puede leerse como un ars poetica), la prosa y la poesía de Dora articulan una voz inocente, voz niña y extranjera a la vez, que repite musicalmente un repertorio restringido de palabras como si supiera sólo esas palabras. Bajo la superficie de balbuceo infantil, subyace la sabiduría de lector de la prosa poética de un Néstor Sánchez pero con otro temperamento y en otra época. Las aristas experimentales que podrían alejar al lector se han pulido, y esta poesía logra conmover a cualquiera con su expresividad directa. Hay una ética en esta estética, y hay una política, que es democrática. La idea de una poesía que llegue a todos está presente además en el trabajo constante de Dora como gestor cultural, desde instituciones como la Biblioteca Nacional Mariano Moreno o el teatro Dante de Casilda. Y esa coherencia sin fisuras se hace presente en el sujeto poético, o en el yo lírico autobiográfico de esta voz.

La voz que canta en Once es la voz de un migrante, alguien que ha dejado atrás lo natal de la misma forma en que el abuelo sirio dejó las calles de Homs: vidas partidas por un mar o por una ruta, donde lo anterior regresa en el sueño, en el llanto y en el poema. El pasado de la niñez (en ambos libros) es rememorado siempre en presente, como si se narrara un sueño. Las conversaciones en sueños se reportan como reales, que lo son. La vida pierde su densidad y se transmuta en canto, y también en ejemplo de una idea. 

Hay un poema de Once que sirve de vaso comunicante con el costumbrismo satírico punk de La Africanita. Es el más político. Es el poema donde cuenta (y conecta con la imagen de la contratapa): "encontré en la calle / una bandera argentina / con la imagen de Eva y de Perón / una bandera argentina / y peronista / la levanté / la llevé a mi casa / la clavé en la puerta / del lado de adentro / mientras tomo mate los veo / Eva se ríe / Perón me saluda / soy Peronista / una vergüenza en una familia Gorila / que cada vez que viajábamos / me decían / mirá / esa tranquera es un campo de Perón / y esa mansión / y ese hotel / son de Perón / y así de chico yo pensaba que Perón / era un estanciero / o un ladrón de bancos / o el jefe de una pandilla / pero ahora los veo / en la bandera / clavada en mi puerta / y Eva se ríe / y Perón me saluda / y me dan ganas de abrazarlos / y de pedirles perdón / por las cosas / que escuchaba en mi casa".