No soy experto en literatura alemana y, por lo tanto, no puedo competir en la carrera de los grandes valores, como suelen hacer los entendidos que otorgan cucardas a los más importantes y secundarizan a los que no lo son tanto, tipo Harold Bloom, de tanto predicamento en los suplementos literarios argentinos. No podría, en consecuencia, decir si Thomas Mann es más que Alfred Döblin o que Günter Grass o que su hermano Heinrich o que sus propios hijos, que también hicieron lo suyo.
Es claro que hay más nombres para hacer comparaciones, de alemanes o de quienes sin serlo, como Kafka o Canetti, emplearon esa lengua pero, insisto, nada puedo hacer al respecto. Sólo podría sugerir que todos los mencionados gozaron de algún tipo de suerte que ayudó considerablemente a que se los apreciara: Mann, por empezar, está en escena como primordial escritor, antes y después de su Nobel y, luego, de la mano de otro artista excepcional, Luchino Visconti, con La muerte en Venecia, sin dejar de lado la miniserie televisiva que se hizo en el 2001; Döblin con la saga televisiva Berlin Alexander Platz en 1980, concebida y realizada por Fassbinder; Grass en 1979 con El tambor de hojalata, dirigida por Viktor Schlöndorf; Heinrich Mann mucho antes con El ángel azul, gracias a Von Sternberg y la sorprendente Marlene Dietrich; Kafka, obviamente, con El proceso, en 1962, nada menos que de la mano de Orson Welles, tal vez el escritor más clásico, o más perturbador, de todos los mencionados.
Quizás, tengamos fe en Dios, esas extraordinarias películas hayan resucitado el fervor por leer a escritores que, más allá del implacable olvido, son todos notables y forman parte con sus obras de la tormentosa cultura del siglo XX. Hay que leerlos para entender un poco el caudal de conflictos de los que, por otra parte, no hemos salido todavía y que afligieron al mundo en especial en la mitad del siglo.
Pero se trata de Thomas Mann. Mis últimas lecturas de su impresionante obra datan de 1950: mi memoria conserva alguno de sus trazos y, sobre todo, de la extraordinaria capacidad de descripción de sociedades en decadencia o de filosofías en ruina. Había que leerlo entonces, no sé ahora, tampoco sé si se lo lee ahora, lo cual es una lástima si al leer queremos asomarnos a mundos que por conocidos son totalmente desconocidos y misteriosos, tanto como la atracción del músico por un bello y elusivo adolescente. En este particular, así como Flaubert obtuvo cierto crédito en el feminismo por haber dicho “Madame Bovary c’est moi”, Mann lo debe haber obtenido en la arrolladora oleada gay que estremece a gran parte de la crítica literaria actual.
Yo tengo un recuerdo entrañable de mi inmersión en La montaña mágica, El Doctor Faustus y La muerte en Venecia: fueron días y noches de lectura febril, en los que trataba denodadamente de entender la diferencia entre la suerte de filósofos y músicos y el poder de una escritura que me pareció poderosa aunque lo leí en traducciones cuya eficiencia no podía juzgar.
Vivíamos, nosotros, mis amigos, yo mismo, en una atmósfera intelectual que incluía a Mann, así como a Aldous Huxley, D.H. Lawrence, el infatigable Marcel Proust, Antón Chejov, James Joyce y el imponente William Faulkner: todavía no habíamos advertido la grandeza de Borges ni la eléctrica complejidad de Macedonio, Sarmiento estaba lejos, a lo sumo por ahí andaba Asturias: un inventario de mis lecturas me devolvería a esa época de fervores y de deslumbramientos. Nunca me interné en Los Buddenbrook, y ahora es tarde para hacerlo, aquellos tres libros fueron suficientes para ocupar un lugar en mi imaginario, de modo tal que no sé si porque yo lo pensé o porque lo leí en alguna parte, los diálogos entre Naphta y Settembrini me parecieron, y me siguen pareciendo, la más refinada y premonitoria imagen de lo que ocurriría en el mundo poco después, racionalidad contra irracionalidad, argumentación contra afirmación, rasgos que pueden ser exclusivamente alemanes –que nunca habían podido hallar una síntesis– pero que tiñeron todos los enfrentamientos posteriores, hasta los actuales, conflictos en Medio Oriente mediante.
También nosotros tuvimos nuestra Montaña Mágica, pero serrana, en Los adioses, de Onetti, así como en Boquitas pintadas, de Manuel Puig. El atractivo del encierro, el micromundo que refleja el mundo global lo encontramos en esas dos novelas pero no, tal vez, la trama de dilemas y conflictos que recorren la obra de Mann y que leímos, o leemos, como anticipos, preocupaciones, nubes que se cernían sobre la cultura europea y hasta sobre la civilización mundial: entre un comunismo que se presentaba como invulnerable y una social democracia vacilante, sólo las masas podía tomar una decisión y, finalmente, la tomaron pero para un lado que esos escritores detestaban y de la que fueron víctimas tanto comunistas como social demócratas, por no mencionar judíos, gitanos y homosexuales. En la obra de Mann todo eso palpita y lo que lo hace obra-testigo es que lo dibujó en murales, no en La muerte en Venecia pero sí en las otras novelas en la secuela literaria de los grandes frescos del siglo XIX. Se podría decir, en consecuencia, que conserva actualidad por lo que dice pero que su “cómo” pertenece en parte al pasado o está en el cruce entre tradición, a la que obedecía, e innovación, a la que rechazaba, términos que pareciera que todavía son de un antagonismo irresoluble.
Esa literatura intentaba describir un mundo cuyos valores estaban en cuestión pero todavía vigentes; todos esos libros lo vehiculizaron en el modo de un malestar que no suponía el riesgo de la fatal destitución de tales valores que se produjo poco después en particular en Alemania: el nazismo terminó con eso y acaso también con esa literatura o, al menos, intentó hacerlo. Los valores, que son frutos de un sistema total y complejo, no son invulnerables, pueden ser atacados y neutralizados, en ocasiones basta un sarcasmo para liquidar una belleza pero la literatura resiste, se defiende y lo hace bastante bien.
El mundo pareció caerse a pedazos; esos escritores, y tantos otros, debieron sentir una decepción profunda; se habían sentido los dueños de la realidad porque sus libros la representaban y encarnaban y, de pronto, todo se desvanecía en el humo que salía de los libros quemados; lo peor no era ese grotesco y delirante sujeto que destruía el idioma y amenazaba con convertir el país y enseguida el mundo en un prolongado infierno sino quienes lo habían con sus votos consagrado y luego habían olvidado que lo habían votado.
No había de dónde agarrarse porque masas enteras lo habían querido: era inaguantable, lo único que se podía hacer era escapar de todas las maneras posibles, ya sea sin salir de los países, ya buscando asilo donde todavía ciertos valores, los que el grotesco delirante en pocos años logró paralizar primero y destruir después, subsistían penosamente, igualmente amenazados. Esa literatura lo había previsto, millones de muertos fueron necesarios para que los Mann, los Brecht y otros pudieran respirar de nuevo en el aire natal, lejos de la pesadilla que duró más de una inolvidable década, una de las peores que haya conocido el planeta tierra.
La tentación de hacer analogías es grande pero hay que cuidarse de ello o hacerlas con precaución. Podría decirse que el siniestro Duvalier había aprendido la lección, lo mismo que Stroessner y que Pinochet y que la cohorte de Videla, pero sería una relativa facilidad internarse en esa vía de interpretación, aunque en el orden de los efectos no se puede negar ese parentesco: desaparecidos, torturados, exiliados, etcétera, comparten todas esa historia así como la parálisis intelectual y la voluntad de fugarse de esos universos de terror; hay algunos matices diferenciales, supongo que porque aquello terminó por fracasar estrepitosamente dejando atrás un inventario cadavérico; por más deseos que los Duvalier, Stroessner y Videla tuvieran de actualizar los métodos que puso en práctica el nazismo, no pudieron hacerlo del todo, gente se opuso, intereses económicos se opusieron, intelectuales y políticos se opusieron y hasta algún extravagante, pero justo, sacerdote, lo que no quiere decir que tales deseos haya sido exterminados: hay brotes, algo así como subpolíticas cuyos efectos se parecen en alguna medidas a los que padecieron tanto como poblaciones enteras los escritores que mencioné.
Es claro que la tentación no se reduce a esos escándalos de la razón; también se aplica a gobiernos votados y puede ser exagerado considerarlos protonazis sólo porque arrasen con los caudales públicos para quedarse con ellos: hacer eso es tan comprensible como desear la felicidad. Claro que por ahí no basta con esos matices y esas diferencias: el camino de una felicidad como ésa puede terminar en cualquier cosa. Como Alemania después de la guerra.