Cuando se publicaron en los primeros años 2000 en tres volúmenes separados, las biografías de Silvina Bullrich, Marta Lynch y Beatriz Guido fueron el resultado de un trabajo profesional por parte de su autora, Cristina Mucci, pero también de un gesto de reivindicación de un trío de mujeres escritoras que habían sido protagonistas rutilantes del boom de la literatura argentina –en parte generado en los bordes del boom latinoamericano, en parte aupado en el auge de la industria editorial y el cine nacional- entre los años 60 y mediados de los 80, que en Argentina significó en gran medida el periodo de modernización y el sello de la democracia, la definitiva salida de la era de los golpes militares respectivamente. Ellas habían sido famosas, mediáticas, grandes personajes, mimadas por el público lector que las leían, las iban a ver a presentaciones y ferias o las miraban por televisión. Y de pronto, en poco tiempo, fundido a negro. El duro olvido. La flamante edición de Sudamericana reúne los tres libros en uno bajo el título concluyente de Las olvidadas. En el prólogo, Mucci señala:
“Sus obras, que tuvieron niveles de venta extraordinarios, hoy son inhallables. Hubo apenas un tímido rescate que empezó en 2001, cuando Ricardo Piglia seleccionó la novela Fin de fiesta, de Beatriz Guido, para una colección de clásicos de la literatura argentina que editó el diario Clarín. Más adelante, en 2011, Gabriela Masshu publicó Teléfono ocupado, de Silvina Bullrich en su editorial Mardulce. Y en 2019, María Teresa Andruetto publicó Informe bajo llave de Marta Lynch, en la Editorial Universitaria de Villa María, Córdoba. Y eso fue todo, no hubo mucho más. Seguramente, las razones de este olvido son más ideológicas que literarias”.
Se puede pensar esta trilogía de literatura femenina como un rescate que no es tanto ideológico ni literario sino más bien de figuras de escritores. Y es indudablemente uno de los aspectos más interesantes de Las olvidadas el poder hacer una lectura comparativa y continua de las tres figuras en su contexto y su época: en gran medida es una biografía colectiva de un grupo y un momento (un momento muy largo, titularía Silvina). Un grupo que incluye a Mujica Lainez, Torre Nilsson, Borges, Bioy y Silvina Ocampo, y un momento que orbita entre el frondizismo y los años de la apertura democrática.
En este contexto, obviamente, cada volumen tiene su particularidad y su foco. Silvina Bullrich es la construcción impactante, por momentos impiadoso, de un fenómeno de ventas en un campo literario que salía de la producción artesanal y las disputas de capillas; Beatriz Guido es la construcción de un Personaje como prodigio de la imaginación: mientras intenta llevar adelante una obra con inquietudes socio históricas, Guido se fabrica versiones de su propia biografía y saca chapa de gran fabuladora. Y, finalmente, Marta Lynch, una muy buena escritora, plantea la construcción entre deliberada y no, de una leyenda maldita cifrada en su suicidio en 1985.
BULLRICH Y EL DINERO
Por sus circunstancias familiares, apellidos y carrera de escritora, el eje de la vida y la obra de Silvina Bullrich fue el dinero y sus consecuencias éticas y estéticas, por tenerlo o no tenerlo, en otras palabras, el paradójico precio del dinero. Y es entonces sobre el dinero y el linaje que gira la biografía de Silvina por Mucci, palabras- clave que podrían asociarse a otras que articulan una cosmovisión: el éxito, la fama, la celebridad, la mujer, la herencia. Con estos ejes arma el retrato de una escritora argentina que fiel a una tradición de su época (que no son los años 60 sino los 30) aprende a leer primero en francés que en castellano y desde muy chica asiste a los vaivenes familiares de ricos que despilfarran fortunas y propiedades como quien tira la ropa vieja de vez en cuando. Cuenta Mucci que tras la muerte del padre “decidió vender unos departamentos ocupados e instalar un tambo, del que se encargó activamente. ‘Cuando compré mi campo lo hice después de esta reflexión: los trabajos femeninos dan chirolas, hay que buscar una inversión que signifique el trabajo de un hombre. ¿En qué trabaja en la Argentina un hombre sin carrera liberal? ¿En qué invierte su plata un hombre si quiere trabajarla? No hace empanadas, ni bocadillos para cócteles, ni compra una boutique: compra un campo’. Se entusiasmó con las tareas, que realizó personalmente durante varios años”.
Claro que esa obsesión por el trabajo productivo de los hombres luego se traduciría en una formidable producción de libros, una verdadera maquinaria infernal que la llevó –y la ató a la máquina de escribir- a publicar uno y hasta dos títulos por año, siendo la ineludible cita de las fiestas para las lecturas playeras de la clase media en pleno ascenso en la Argentina. Ella escribía libros sobre Punta del Este o Maldonado y la leían en Mar del Plata. Entre idas y vueltas, no por nada su libro más perdurable y el preferido por ella misma fue Los burgueses, publicado en 1964, y donde pretendía una crítica demoledora acerca de los burgueses considerados como la nueva aristocracia del dinero, los parvenu, nada más que para la autocrítica en leve espejo de muchos de los lectores que la consagraron como la más vendedora de las escritoras locales. Silvina empezaba a verse reflejada en esos espejos que pretendía más turbios de lo que en verdad eran.
Más allá de que Los burgueses es ciertamente un libro que la hizo entrar en cierta franja de respetabilidad literaria, considero que lo mejor de su capacidad narrativa entrelazada con su poder de observación quedó plasmado en títulos como Bodas de cristal o Mañana digo basta, donde llegaba a reflexionar sobre su propia condición de mujer y las tramas aparecen como el resultado de una meditación de más largo aliento. Y también pueden hallarse buenos ejemplos de su potencia en el salvajismo de gran pericia sociológica a la manera de Mal don o Escándalo bancario, donde la crítica social deriva de los propios vínculos entre las personas, el dinero y el sexo más que de una reflexión pretenciosa pero inevitablemente –por lo rápido que salían sus libros- superficial.
DIVINA BEATRICE
El encierro y la evasión como marcas de clase estuvieron presentes en la vida y las novelas de Beatriz Guido desde el comienzo. La casa del ángel, su primer libro consagratorio, es un ejemplo paradigmático. Y la adhesión a las mitologías familiares, a la oscuridad de ensueños y fantasías. El tema es que Beatriz Guido llevaba todos estos elementos a la alimentación de su propia mitología, escondiendo a los antepasados inmigrantes y convirtiéndolos en una suerte de terratenientes deprimidos por la vida argentina. Como sea, era chispeante, simpática y divertida. Y muy sociable.
En Divina Beatrice, Cristina Mucci aborda a la más sencilla de sus tres biografiadas. Caudaloso anecdotario, escenas memorables por doquier, chismes brillantes, todo en medio de una atmósfera de cocktail vagamente delirante, al borde de una locura entre nos. Pero demuestra que casi todo el mundo que la frecuentaba por uno u otro motivo, tenía una opinión y una versión de Beatriz Guido para ser consumida con fruición. Con todos esos fragmentos se reconfigura el retrato de una escritora intensa, muy dedicada a su escritura y muy vinculada con quien debía estar vinculada, lejos de esa constante pelea contra viento y marea de Silvina Bullrich. Beatriz participaba de eso que un tanto inefablemente se conoce como lo dado.
Y, sin embargo, hay algunos testimonios más relevantes o que van contra corriente, como el de Javier Torre, uno de los hijos de Leopoldo Torre Nilsson, (la pareja de Beatrice), quien se convirtió en escritor y cineasta él mismo.
“Le gustaba la obsecuencia, era una mezcla perfecta de generosidad y perversidad. Tenía bufones, gente a la que casi esclavizaba, enemigos acérrimos y personas de las que se burlaba hasta la humillación. A cambio de su obsecuencia, estos personajes obtenían pequeños beneficios y atención especial. Podían publicar algún libro, ganar un premio literario y hasta obtener cosas o dinero en efectivo. Si eras aceptado siempre recibías regalos, Beatriz tomaba cualquier cosa que había en la casa y te la daba, a veces metía la mano en la cartera, sacaba un billete todo arrugado y te lo daba. En cambio, cualquier persona que se le opusiera seriamente era cuestionada y vilipendiada. Podía incluso meter miedo. Utilizaba su fama como medio de presión y mucha gente se aprovechaba, o directamente se asustaba y decía que sí a cualquier cosa”.
Beatriz Guido fue una figura de la literatura y también del cine argentino, como pareja de Torre Nilsson, haciendo guiones, participando activamente de los rodajes y de las adaptaciones de algunos de sus libros, como Fin de fiesta o La caída. Pero otra pareja o más bien dúo, el que involuntariamente la unió a Arturo Jauretche, fue quizás la más desopilante, constituyendo uno de los grandes episodios de la lucha en el barro de la cultura argentina. Jauretche le dedicó un capítulo entero de El medio pelo en la sociedad argentina a Beatriz Guido a raíz de la aparición de su novela más exitosa, El incendio y las vísperas, donde Beatrice daba rienda suelta a su furibundo antiperonismo, ya insinuado hacia el final de Fin de fiesta.
Es que ya eran otros tiempos, habían transcurrido casi diez años de exilio de Perón, promediaban los años 60 y toda la modernidad de la que habían hecho gala estos escritores aristocratizantes pero apañados por el público lector, empezaría a resquebrajarse lentamente. De todas formas, la polémica con Jauretche le dolía tanto como debía de darle cierta satisfacción íntima que alguien que también era muy popular y muy leído, se ocupara de ella.
La biografía de Cristina Mucci se desentiende aquí un poco de la literatura de Beatriz Guido para concentrarse en el personaje, fascinante, por cierto, el real y el inventado. Pero como ella misma señala, tampoco se salvó del olvido, probablemente por razones más ideológicas que literarias.
LYNCH Y VUELVE
“En 1985, cuando murió Marta Lynch, yo era columnista de libros en la edición matutina de La Razón. Al llegar a la redacción, uno de los secretarios me pidió que escribiera su necrológica, y puse una excusa para no hacerlo”, recuerda Cristina Mucci en el prólogo de Las olvidadas. “No la conocía demasiado, pero algunos hechos que había protagonizado en su última época hacían que el personaje no me simpatizara, y no me pareció el momento oportuno para tratarlos”.
Y agrega: “Apenas cinco años después, Félix Luna me convocó para escribir la biografía de una escritora para una colección que dirigía, y le propuse a Marta porque consideré que tenía elementos que valía la pena tratar: los vaivenes políticos, el éxito, el enorme espacio público que detentaban algunos escritores de su época, la situación de la mujer, el envejecimiento, las cirugías plásticas, el suicidio, me resultaban más que suficientes. Además, sería una manera de romper con cierta tradición que parece establecer que el biógrafo debe ser un defensor o admirador a ultranza del biografiado. ¿Por qué no tomar un personaje altamente contradictorio y mostrarlo en sus contradicciones, con lo bueno y con lo malo? Sin embargo, tal vez era muy pronto. Ese libro no se publicó, pero la idea perduró y dio lugar a este”.
Estos datos que revela Mucci permiten conjeturar no sólo que la figura de Marta Lynch está en la base de la trilogía de bios, sino que además es su nudo de sentido y vórtice, como si todo lo que en las vidas y los libros de Silvina Bullrich y Beatriz Guido tuvo espesor, relieve, claroscuros pero, en definitiva, estaba como contenido por dentro de una membrana relativamente protectora, en Marta Lynch hizo eclosión, entró en un momento determinado en una zona de turbulencias de la que ya no podría volver a salir.
La conjetura que nos permitimos desarrollar aquí gira en torno a la cuestión de la clase y de las clases, o fracciones de clase, que en la Argentina y en la vida de estas tres mujeres escritoras, no coinciden exactamente con la pertenencia y el dinero, esa pertenencia que Bullrich todo el tiempo le echaba en cara a los demás, aunque al mismo tiempo quisiera convencerlos de que ella era pobre entre los ricos, o que Guido construía con dosis parejas de realidad y fantasías. Ya es otro rostro de la Argentina, el de Lynch, Sabato, Cortázar: el país de la movilidad social ascendente.
Marta es Marta Frigerio y recién con el casamiento con Juan Manuel Lynch se convierte en Marta Lynch y se adscribe en un mismo acto a un glorioso linaje literario, el de Benito Lynch, tío de Juan Manuel. Pero lo que importa más allá de estos enlaces que no son otros que los del matrimonio, los vínculos y los afectos, es que Marta Lynch ya tiene otra forma de conciencia acerca de su rol de escritora mujer argentina, además de una tendencia que se acentuará entre los 60 y los 70, un ansia de integración a una comunidad, un colectivo en donde ella pudiera llegar a ser una más, un impulso casi opuesto al de querer ser miembro de la élite.
“Mientras Beatriz Guido se dedicó principalmente a la descripción de familias de clase alta, los personajes de Marta son típicas figuras de una clase media a la que pertenecía y llegó en muchos aspectos a representar”, señala Mucci y cita a la propia Lynch cuando esta contaba: “Estoy casada con un hombre que pertenece al patriarcado argentino, pero no me considero dentro de esa clase, aunque tampoco reniego de ella. Soy una argentina típica, una mujer de clase media, lo fui y lo seré salvo que una catástrofe económica me sepulte en el proletariado”.
Mucci señala con acierto que de todos modos ella no lograría disolver del todo ese imaginario más alto adherido como una piel a las tres escritoras. “Las tres terminaron personificando en el imaginario popular a un modelo de intelectual de clase alta, con toda su aureola de sofisticación y elegancia”.
Lo cierto es que, entre apariencias y deseos imaginarios, en novelas como La alfombra roja, La señora Ordoñez o La penúltima versión de la colorada Villanueva, Marta Lynch busca conectar más con los sectores medios a los que podía intuir cercanos a sus propios temas y preocupaciones dignos de ser auscultados en un quehacer literario. Temas de la política, el peronismo, la independencia de las mujeres, la sobrecarga en ellas de la madurez, la estética, la vejez, los hijos que se van, los maridos infieles, la tentación de jóvenes amantes: una mezcla atractiva para una clase media que se autopercibía novedosa y en ascenso, protagonista de un tiempo nuevo y modernizante.
Mientras Marta Lynch publicaba estos libros en los años 60, o impactada por la lectura de “Reunión” de Julio Cortázar ensayaba su propia visión de lo que era un guerrillero en América Latina en la novela El cruce del rio, también entraba de lleno –o intentaba hacerlo- en la política, con su cercanía al proyecto de Frondizi- Frigerio (no tenían parentesco con Rogelio, solo compartían apellido) y en 1972 integró el vuelo chárter que traería a Perón de regreso a la Argentina, o apoyaría al gobierno de Héctor Cámpora, todos hechos que horrorizaban a Silvina y a Beatriz.
Finalmente, bajo la dictadura del Proceso de reorganización Nacional, tuvieron lugar episodios oscuros y desagradables como su cercanía al almirante Massera y una activa participación, totalmente voluntaria, en la defensa de los militares en cuanto a las supuestas campañas anti argentinas en el exterior. De esos años emergería con una extraordinaria novela sobre la dictadura, sus internas de poder y su capacidad destructiva sin límites como es Informe bajo llave, que probablemente la haya redimido como figura literaria más que como figura pública.
El suicidio de Marta el 8 de octubre de 1985 cerró el círculo de misterio y polémicas, de contradicciones y sentimientos encontrados. ¿Fue por las fallidas operaciones del rostro y el cuello? ¿Incidieron las expresiones de colaboracionismo, los rumores acerca de su vínculo con Massera? ¿Simbolizaba ciertos suicidios a los que las propias clases medias parecían empezar a mostrarse proclives, desatando el frenesí de ponerse metas por encima de sus posibilidades concretas?
La señora Lynch, la biografía que cierra el círculo de Las olvidadas empieza previsiblemente por el final, como si condensara las sospechas que tenemos todos acerca de que esa muerte resonante tanto en la sociedad como en la literatura argentina, no fuera necesariamente el cumplimiento de un destino inevitable sino la conclusión de un recorrido de conflictos y tensiones en el que se vieron implicadas las tres mujeres de este libro.
Las tres debían resolver el dilema de cómo afrontar lo que se venía encima en el cambio de época, y que se cumplió inexorablemente cuando las tres ya no pudieron verlo: el olvido –objetivo y subjetivo, grupal e individual- de lo que habían sido, la contracara de la fama y el éxito, el rescate a cuentagotas y siempre puntual, o mezquino. En eso todavía estamos.