En el laberíntico zoco de Doha -remodelado a viejo con símil adobe y cajero automático de madera para ocultar la modernidad- conocí a Alí en una tienda de halcones: 17 años, túnica blanca con cuello de camisa y un ave parada en su brazo enguantado, enceguecida con un capuchón de cuero en la cabeza (su instinto le haría arrojarse hacia algún pájaro en lo alto).
Alí saludó al vendedor con un beso de narices, una frotadita mutua entre cataríes. Orgulloso de su mascota, me dejó fotografiarlo. Todas las tardes va al desierto a entrenarla en el arte de la cetrería. Este es el animal doméstico más popular, no así los “impuros” perros: “si me roza uno, debo bañarme y cambiar mi ropa antes de rezar”, explicó. Otros son el león y el tigre de Bengala: a veces se los ve en el asiento de una Ferrari Berlinetta por la calle. Los halcones dan status y Qatar Airways los acepta a bordo sin jaula, sobre los muslos.
Le pedí a Alí ir al desierto y aceptó a cambio de las fotos. A la tarde me buscó en su Toyota Land Cruiser -US$ 40.000- con cuatro amigos vistiendo kandora impoluta blanca y pañuelo cuadrillé en la cabeza. Fuimos a su mediana mansión familiar amurallada, no por seguridad -el portón estaba abierto- sino discreción, como ordena el islam: era un bunker cremita, un color casi unánime en Qatar imitando el adobe hogareño en el que vivió el abuelo de Alí, último pastor de la familia, cuyos ancestros fueron eso, o buceadores de perlas sin tubos hasta los años ´60. Qatar -donde no hay un solo río- era un par de caseríos con pocos miles de beduinos en el Imperio Otomano y luego el inglés, hasta independizarse en 1971, uno de los países más pobres de Asia. Doha es un pueblo con rascacielos que vive con lógicas de clan.
El abuelo de Alí -como el de casi todo adulto- andaba en burro o camello. Gracias al petróleo y al gas licuado en los ´90, el emir Tamim Al Thani -“dueño” de Qatar- se enriqueció. Pero hizo una operación política muy singular: dado que son tan pocos y la riqueza tanta -un Estado creado junto a pozos petroleros a partir de nueve clanes centrados en pozos de agua- el emir reparte regalías a los súbditos quienes lo adoran. Salud, universidad y servicios públicos son gratis -la nafta, casi- y es posible estudiar y atenderse en Europa con todo pago. Al casarse les dan terreno y un crédito a pagar cuando puedan -todos viven en una casa de un millón de dólares o más- y 14.000 US$ para la luna de miel (y les duplican el salario, que aumenta con cada hijo). El Gobierno no recauda impuestos (no hay IVA) y reparte los grandes negocios entre 9 clanes: un capitalismo de Estado con orientación tribal.
Un chiste popular muy literal dice “los cataríes pasamos del camello a la 4x4 en 40 años”. El desfile de Alfa Romeos, Jaguars y Aston Martins es constante. Y de camionetas japonesas blancas contra el calor. Todos necesitan volver al desierto, a la casa de fin de semana con camellos (el pasatiempo más popular no es fútbol sino carreras de dromedarios jineteados por un robotito hiperkinético que azota).
Entramos al amplio living de Alí: solo alfombras de 4 metros puro arabesco como en las tiendas nómadas. Había una docena, encimadas: “las cambiamos cada día”. Y contra la pared, una Kalashnikov reluciente y fría, como en las fotos de Osama bin Laden sentado junto al arma en su tienda. Hice como si nada, como si en mi mundo también fuese normal. “Disparamos en el desierto al casarnos”, dijo uno del grupo.
Salimos en caravana, no de camellos sino un trío de rodados blancos hasta un restaurante: almorzamos en una fastuosa alfombra, pollos asados que trozamos con nuestras garras y colmillos. Y las manos fueron cuchara del arroz, como ayer nomás en el desierto. Llevábamos dos halcones -25.000 US$ cada uno- que esperaron enjaulados en las 4x4 frente al aire acondicionado.
Al volver a la ruta, Alí puso la melodía Despacito. Miró pícaro por el espejo a los de atrás e insinuó un bailecito de hombros, allí donde no lo veía nadie: en Qatar los musulmanes, en teoría, no bailan. Le pregunté si tenía novia y dijo “no puedo ni tomar un café con una chica. Cuando me quiera casar, diré a mis padres que me busquen una; antes de la fiesta, nos habremos visto la cara una sola vez delante de su madre. El amor vendrá después. Lo importante es tener hijos. Igual yo me he acostado con una mujer. Y tomamos alcohol: nos lo compra un hindú o compramos un certificado de cristiano. No se lo vayas a contar a mi papá esta noche”.
Salimos del asfalto a la piedra y el chofer aceleró como en una carrera de Mad Max: quería jugar. Las rocas saltaban golpeando el chasis como si mucha gente nos lapidara. Pensé en el precio del juguete: si se rompe, compran otro. Alí, aun en la secundaria, tendría que haber ido a clase. Pero vino aquí. Dijo que no irá a la universidad: “papá fue militar y me hará entrar al ejército”. En Qatar las labores suelen ser de domingo a miércoles o jueves, pocas horas, con salarios muy altos. Casi todos los policías -salvo la cúpula- son sudaneses: ningún catarí se rebajaría a patrullar la calle.
El fondo de inversión estatal catarí -dueño del PSG francés- tiene un capital de 450.000 millones de dólares: cada catarí vale 153 millones (son el 15% de la población en su país). Aquí las estadísticas casi no engañan: el emir balancea la sociedad y casi todos son ricos en la adultez, en general trabajando en el Estado. Qatar es el país más rico del mundo: un ingreso anual per cápita -real- de 61.276 US$. Pero sin contar a dos de cada tres habitantes, esos 2,2 millones de hindúes, bangladesíes, nepaleses e iraníes que se desloman bajo un sol que, a mi llegada, elevó el ambiente a 52°C.
Los cataríes son nuevos ricos muy ricos. Cargan la humillación de haber sido pobres y tratados de salvajes por los colonialistas. Necesitan ostentar, demostrar que ya no son “atrasados”, sino seres tecnológicos, casi cyborgs del desierto -aun con cuatro esposas-, beduinos en Lamborghini. Pero marcados por los pudores del islam que uniformiza: mujeres vestidas de caluroso negro, hombres de fresquito blanco. Lo que compran en mega-malls como el Villaggio con canales de agua, palazzos y góndolas eléctricas, lo ocultan bajo ropa tradicional o intramuros. Pero no es posible disimular los autos (la excusa perfecta). Ni los rascacielos de autor: subliman la libido del alarde, a través de una mecánica rodada de alto diseño y una arquitectura de vidrio y titanio que se pretende arte habitable. Y lucen mascotas: hay halcones de todos los precios; el más caro, uno albino iraní del emir Al Thani (500.000 US$).
Como buenos ricos de cuna, hay jóvenes antojadizos. El halcón sirio recién comprado por Alí -educado para no escapar- se rebeló: al ser liberado, voló lejos. Su amo descabezó con las manos una paloma viva goteando la arena de rojo, la ató a una soga y la revoleó como un lazo: el rapaz se arrojó en picada chillando hacia la presa. Pero Alí se la birló de un tirón. El ave pasó de largo y no regresó más. Hice una sola foto de la acción y se hizo la noche mientras la seguían por la arena. Me volví al hotel en una camioneta -ellos se quedaron- y al otro día envié a Alí la única foto. Solo respondió “salí gordo”. Y no me contestó un mensaje nunca más.