Cuando el hombre empezó a crear los primeros sonidos musicales, hizo flautas con los huesos de sus familiares muertos: buscaba revivir sus espíritus a través de las osamentas. A partir de esos despojos humanos devenidos instrumentos simbólicamente potentes, Juan Sorrentino (Chaco, 1978) presenta La música como epifanía del mundo, deslumbrante exhibición en Herlitzka + Faria.

Hay en la obra de Sorrentino un intercambio de dones que la precede y que él continúa con su propia creación. Se inicia con el obsequio que provee la naturaleza al hombre – un ciclo ineludible: concreto y, al tiempo, poético—. Sorrentino cuenta que lo conmovió e inspiró una frase de Atahualpa Yupanqui: “La guitarra, antes de ser instrumento, fue árbol y en él cantaban los pájaros. La madera sabía de música mucho antes de ser instrumento”. De esa premisa nació el sonido que se escucha en esta exposición.

Las mancuspias, una serie de esculturas sonoras que integran una orquesta singular, toman su nombre de los personajes de "Cefalea", cuento que integra Bestiario, de Julio Cortázar, quien da algunas pistas que contribuyen a aumentar el desconcierto que provocan esos enigmáticos seres. “Les llevamos avena malteada en grandes fuentes de loza; las mayores están mudando el pelaje del lomo, de manera que es preciso ponerlas aparte, atarles una manta de abrigo y cuidar que no se junten de noche con las mancuspias que duermen en jaulas y reciben alimento cada ocho horas”.

Las mancuspias de Sorrentino, quien se define como compositor, luthier y escultor, están hechas con maderas y trozos de muebles que le regalaron sus amigos y colegas Hernán Salamanco, Santiago Rey, Sergio Bosco, Juan Pinkus y Joaquín Burgariotti. Cuando en plena cuarentena por la pandemia no podía comprar materiales ni salir demasiado de su casa, decidió trabajar en pequeña escala, solo, sin asistente, con los materiales que le llevaron sus amigos. Sus mancuspias habitan la frontera difusa entre muebles, esculturas, casas de pájaros. Algunas parecen aparatos antiguos, extraños, nunca antes vistos.

Sorrentino se propuso “revivir el recuerdo de lo que la madera escuchó”: cada una de sus mancuspias posee un secreto primario, estructural. Desde la música nacida de un piano –Sorrentino cortó en pedazos un piano de madera (obsequio del artista y realizador Santiago Rey) y compuso una pieza sonora con Axel Krygier, en su piano— hasta la grabación del crepitar de la madera (en una escultura sonora hecha con madera quemada con una técnica japonesa, lustrada con aceites vegetales que la protegen).

Cuando suenan en la sala de Herlitzka + Faria producen un sonido envolvente: cada composición, si bien tiene su propio sistema de audio, fue concebida para complementarse con las otras: se escucha el crepitar, el canto de los pájaros, un piano difuso, entre otros sonidos que emergen de esas mancuspias imposibles de definir. Las mancuspias remiten a la memoria de los propios materiales que las integran: no pueden escapar a ese sino inevitable.

“Hay algo de esta idea de la epifanía de la música que siento que también forma parte de la vida cotidiana de las personas: con los recuerdos y experiencias que genera la música”, señala Sorrentino, reconocido artista sonoro, que participó en numerosas exposiciones en Europa, EE.UU. y Latinoamérica. Dictó conferencias en el Master de Artes Digitales de la Universidad Pompeu Fabra, Barcelona.

En Teleféricos, una escultura sonora compuesta por un trío de voces que se escucha a través de parlantes (que ascienden y descienden por un riel, como si fueran teleféricos) se escuchan las voces de Atahualpa Yupanqui; Griselda (referente cultural de la Comunidad Qom que recita un poema), y también uno de los poemas de A 8’ 18’’ del sol, instalación sonora de gran escala que se presentó este año en Fundación Andreani. Son textos alusivos a la conexión entre cielo y tierra; entre revelación y pura materia. La pieza es también un guiño a Sitting in the Room del artista sonoro Alvin Lucier, donde repite un poema que describe su propia acción en sala. Reproduce y graba nuevamente hasta que las frecuencias de su voz desaparecen: quedan sólo resonancias espaciales.

El movimiento y la oscilación son variables clave en la obra de Sorrentino. Space Scanner es una instalación con un gran cono de acero que flota y gira sobre una balsa en un estanque en el medio de una de las salas de la galería. Es la primera vez que esta pieza que gira muy suavemente, y que ya se exhibió en el estanque de un palacio en Portugal y también en el monte chaqueño, se puede ver en un sitio cerrado. El cono genera un sonido denominado ruido blanco, que contiene todas las frecuencias audibles y que escanea el espacio circundante.

Sobre la pared, en El residuo de la trama. Quebrachos quemados –que obtuvo el segundo lugar en los Premios Fortabat 2021—, dos máquinas arrastran de modo intermitente troncos de quebracho colorado quemados que generan una trama: un delicado residuo que cae en el suelo y, al tiempo, un sonido. Con ese residuo (producto de la fricción y el movimiento de los troncos), el artista también hizo dibujos. En esta obra Sorrentino recurre al mecanismo inverso: si con las mancuspias se propuso “revivir el recuerdo de lo que la madera escuchó”, aquí todo es más trágico, ominoso.

El tronco quemado de quebracho colorado (madera noble y codiciada, talado indiscriminadamente para ser utilizado en los ferrocarriles y en la industria de la curtiembre) deviene imponente carbonilla. El sonido vinculado a la obra, aquí no está asociado a la materia o a la función original de la pieza, sino al mecanismo (que asciende y desciende) que sostiene esa imagen penosa, despojada.

Ya sobre el cierre de la muestra, Sorrentino nos entrega otro don: su maravilloso cuadro sonoro (de la serie de cuadros robados). Es un bastidor entelado que lleva un parlante desde donde se escucha la descripción de un cuadro ausente. La voz relata la imagen de un cuadro que fue robado, sustraído a la vista de todos y ahora repuesto por la mirada de un desconocido. Solo se escucha la voz que describe cómo ve esa obra (en una reproducción o ya restituida en el museo) que ahora está frente suyo. No sabemos el nombre de la obra ni el autor, sólo la impresión que causa en otro.

Sorrentino grabó diferentes series de cuadros sonoros en California, Londres, Bilbao, Barcelona, Girona, Madrid y Colombia, entre otros sitios. A veces, le pregunta a un espectador en un museo qué ve frente a una obra. Todas las descripciones de las piezas –como El Grito de Edvard Munch—se graban en el momento, sin preparar lo que se dirá. Participaron en Cuadros sonoros desde un erudito profesor de Historia del Arte hasta un músico y un carnicero.

Si como sostuvo Marcel Mauss en Ensayo sobre el don, donar o dar un objeto hace grande al donante y crea una obligación inherente en el receptor por la que tiene que devolver ese regalo, Sorrentino evidencia que en el caso del arte la deuda resulta imposible de saldar. Para quienes escuchamos el cuadro sonoro, la obra deviene enigma. Sólo hay palabras que tratan de describirla: acaso un imposible. Sorrentino logra iluminar ese don mayor: el poder inimaginable que genera una obra de arte.

La música como epifanía del mundo de Juan Sorrentino en Herlitzka + Faria, Libertad 1630. De lunes a viernes de 11.30 a 19 horas. Hasta el 1 de marzo.