La abrupta caída de Pedro Castillo revela una vez más la compleja situación en la que desde hace más de tres décadas se debate la política peruana, en un proceso que va más allá de la simple “crisis de representación” para convertirse en una generalizada y profunda crisis estructural de todo el sistema político.
En este sentido, la candidatura de Pedro Castillo, proveniente del interior profundo y sustentada en un partido minoritario de la izquierda radical, se convirtió en el principal emergente del agotamiento de una clase dirigencial históricamente constituida en torno a las tradicionales élites limeñas y que, al decir de Julio Cotler, fungían como organizadoras de la política en todo el territorio nacional.
De igual modo y, por su mismo origen plebeyo y campesino, Castillo se convirtió él mismo en una ofensa al esquema de poder construido desde los principales centros urbanos del país y que, bajo argumentos clasistas y racistas, repudió la llegada al gobierno de quien hasta ese momento era considerado como un perfecto desconocido.
Si el triunfo electoral de Pedro Castillo fue impensado, su caída en cambio fue anunciada prácticamente desde un inicio.
En junio de 2021, su principal rival, Keiko Fujimori, directamente invalidó el recuento de la segunda vuelta en la que el maestro rural abatió a su oponente de Fuerza Popular por apenas 44 mil votos. Así Castillo se convirtió en presidente bajo acusaciones de fraude que, aunque infundadas, contribuyeron a resquebrajar su legitimidad de origen.
Una vez en el gobierno, las propuestas ambiciosas y maximalistas, como una amplia reforma constitucional, progresivamente dieron paso a medidas de corto plazo, de mera supervivencia política, en un día a día marcado por la necesidad de asegurar la propia continuidad bajo el constante asedio de una derecha cada vez más fortalecida y desafiante.
Así, el recambio ministerial se hizo constante frente a un legislativo que no dudaba en cuestionar o en rechazar cada acto de gobierno, incluso los más básicos, como los permisos de viaje al exterior. En el medio, dos mociones de censura contribuyeron a debilitar todavía más a un presidente que se mostraba errático, aislado frente a quienes lo habían apoyado en un inicio, y que, además, sumaba acusaciones por corrupción.
La amenaza de una tercera moción de censura sólo pudo sumar mayor inestabilidad y fragmentación. Frente a la acusación de que el Congreso buscaba “destruir el Estado de derecho y la democracia”, Castillo asumió la opción del “decisionismo”. Intentó salvar su presidencia, aportar previsibilidad a la nación y resguardo a la democracia, aunque para ello, tuviera que cancelar el funcionamiento del Legislativo mediante la instauración de un “estado de excepción”.
De igual modo, el gobernante dispuso la reorganización total del sistema de justicia, el poder judicial, el ministerio Público, la Junta Nacional de Justicia y el Tribunal Constitucional. El poder ejecutivo asumía así la suma del poder público, en tanto que Pedro Castillo obraba como un impensado discípulo de Carl Schmitt y de Thomas Hobbes.
Pero Castillo cometió el error de cálculo de suponer que, si bien el Congreso era una entidad fuertemente desacreditada, una medida como la clausura le iba a proporcionar inmediatamente un aumento en su propia popularidad. Imposible no recordar el “autogolpe” de Alberto Fujimori concretado hace justo treinta años.
Las consecuencias fueron inevitables: si Castillo pretendió adelantarse al Congreso por temor a que se aprobara su destitución, en cambio, fueron sus decisiones las que motivaron y justificaron la votación en la que se lo terminó removiendo.
La estrategia fue clara y las provocaciones fueron efectivas. A nivel de medios y redes sociales, el presidente depuesto y repudiado se convirtió en sinónimo de dictadura y autoritarismo, en tanto que la oposición encarnada por la derecha cerril, pasó a ser considerada como la defensora de la democracia y de los valores cívicos y republicanos…
Depuesto Pedro Castillo, asumió el gobierno Dina Boluarte, quien hasta ahora se desempeñaba como su vicepresidenta. A partir de la experiencia inmediata, probablemente elija una vía componedora y de transición, sin propuestas de máxima y en la constante búsqueda de la autopreservación para llegar a cumplir su mandato.
En medio del contexto crítico, y si se sabe mover en un mar de tiburones, Boluarte podría obtener cierto capital frente al escenario político que se abre a partir de ahora.
Por una parte, y como fiel vocera de establishment, no se debe descartar una nueva candidatura de Keiko Fujimori, por más gastada que esté su controversial figura, envuelta en procesos judiciales como organización criminal, obstrucción a la justicia y falsas acusaciones.
Por otro lado, es probable que asuma contornos más definidos una candidatura de Antauro Humala, hermano del expresidente Ollanta Humala y que, desde una base agraria, propugna un nacionalismo radical y antiglobalización, muy a tono con las derechas de estos tiempos, al que algunos analistas han calificado como “fascismo andino”.
Pero tampoco se debe descartar a otro presunto referente de la “antipolítica” como es el caso de Rafael López Aliaga, quien triunfó en las recientes elecciones como alcalde de Lima a partir de una ideología ultranacionalista, violenta y basado en teorías conspirativas y en discursos de odio.
De este modo, y sin que por el momento brillen las candidaturas progresistas y de izquierda, la etapa crítica en el que se desenvuelve la política peruana no parece encontrar algún viso de solución ni en el corto ni en el mediano plazo.