El verano era estar en la orilla. En Santa Fe la temperatura superaba los 35 grados a la sombra así que había que permanecer en el agua, pero yo sufría de otitis crónica. Cuando no tenía una infección me daba pánico que llegara otra. Las demás criaturas se metían a la pileta o al río como entrando a una casa en la que nacieron, se manguereaban hasta aburrirse y combatían la siesta en una guerra de baldazos. Mi tarea consistía en controlar cuántos segundos aguantaban la respiración debajo del agua. La competencia era un ritual. El silencio cuando se sumergían era hermoso y mío. Desde arriba, a veces también jugaba a contener el aire. Treinta segundos. Cuarenta segundos. Cincuenta segundos. Minuto y medio. En nuestros pequeños pulmones cabía el tiempo.
En ese momento no lo sabía, pero por culpa de estas dolencias había perdido un 70 por ciento de la audición en el oído izquierdo. Quizás por eso la música no fue algo que salí a buscar, como lo hice, por ejemplo, con la literatura. Tampoco alguien me la acercó: no tuve una familia melómana, los ‘90 no fueron la mejor era musical para cultivar un entusiasmo, mi abuela invocaba en el piano a compositores clásicos pero su reencuentro con las partituras sucedió muy adentrada su edad y su Alzheimer, en una especie de diálogo a destiempo. Llegué a pensar que la música era una cita para el futuro, una cosa de adultos, incluso, una herramienta para recordar.
Hasta que un día me operaron y como si se tratara de un plan, ejercité la escucha. Empecé por lo que tenía cerca: cumbias santafesinas. Crudas y desesperadas, atesoro cada guiño melanco en el cuerpo y agradezco cuando en una fiesta alguien decide demorarse en Los Palmeras en lugar de elegir un reguetón. Siguió un amor muy doloroso por el rock nacional, conocí los bordes del jazz, me derramé en boleros. Escribí canciones y escuché la música que tienen los libros. Me volví fanática de las bandas de sonido de las películas. Entendí que cada historia tiene un mapa musical. En el teatro también. En la vida también. Supe que había una canción para cada persona que amaba.
Una noche me dejaron con “The Last Kiss” de Pearl Jam. El chico puso el tema, me dio un beso y cuando me fui, entendí que no iba a volver a verlo. ¿Por qué nadie me dijo que se trata de un lenguaje tan poderoso? ¿Que no sólo la música nos habla, sino que podemos hablar, llorar y hasta escribir un final a través de ella?
No recuerdo el día exacto en que Liliana Herrero llegó a mi vida pero sé que su canto rasgado y sensible, algo hermanado con el de Chavela Vargas, logró que le abriera mi cuerpo enseguida, como invitándola a pasar. ¿Cómo no dejar entrar a una voz herida?
Marco era fanático y no se perdía ningún concierto, cenábamos en su casa y ella nos hablaba desde sus discos grabados. Decidí acompañarlo a algunas de sus presentaciones y cuando no estábamos viéndola en vivo, la escuchábamos en entrevistas porque siempre tenía algo nuevo para decirnos. Es probable que Liliana sea también la voz de nuestra amistad. Una voz que, por cierto, me lleva al interior del país y al agua. Una voz que, al igual que la de Teresa Parodi, contiene las voces de un pueblo y materna a quienes estamos lejos de nuestras madres. Nos despierta y nos prepara.
Cuando sacó su disco Canción sobre canción, dedicado a los temas de Fito Páez, supe que tenía que detenerme en esa casa. Lo escuché con el corazón disponible, haciendo ruido en cada intención. Volver a pasar por Fito con la fuerza de Liliana es un hechizo, una parada obligatoria en el temblor y una invitación a dejarse acariciar.
Aunque el verdadero rayo llega con la canción “Dejarlas partir”. Hay algo en esta versión que pesca la esencia de Liliana. Nadie puede escucharla y no sentir que la piel se aparta de la carne. Entra viento y nos eriza. Su voz es un animal desesperado que insiste en la voluntad de romperse y quebrarnos. Está atrapado. Ama lo difícil. Quiere salir. Ella canta como de costumbre, como si cantara el dolor. Se muere en cada palabra, en eso que trae desde adentro, desde su propia historia, la otra canción.
El video del tema brilla por honesto y cercano, las cámaras se olvidan y todo parece un plano secuencia. Pedro Rossi no le quita los ojos de encima, entre sus miradas llorosas crece un río que tiene la potencia de la amistad, de dos personas que comparten una creencia y son capaces de morir por ella. Liliana y Pedro hacen sin dejar de mirarse y todo arde hasta el final, cuando se nos llena el pecho de belleza o de abismo y no sabemos qué vamos a hacer ahora con la vida, después de dejarnos alcanzar por este grito.
¿Cuántas cosas se pueden decir sobre el silencio que deja un golpe? “Dejarlas partir” empieza con un goteo y toma la forma del huracán, pero después llega la calma. Como sucede con cualquier despedida, algo se rompe y por eso araña. No se trata de soltar lo que sobra, sino de librarnos de algo que duele pero que todavía queremos que esté cerca. Dejar partir a un muerto que amamos o a una persona que fue muy valiosa en otro momento. Abandonar las viejas formas del amor. Soplar el dolor. Aprender a perdonar. Volver a creer en la ternura. Devolverle la fe a la piel. Confiar en la mirada. Dejar entrar la música. Entender la virtud de la incomodidad. Buscar lo que nos quiebra. Seguir firmes. Quebrar. Dejarnos morder por una luna nueva.
Me pregunto qué nos queda después de Liliana y de artistas de su generación. Voces que habitan la memoria, que fortalecen, derrumban y embellecen al mismo tiempo. Poemas que educan, pero también que se gestan en un amor muy profundo por la música y el arte.
“Dejarlas partir” detiene el mundo. Me lleva a esos minutos de respiración contenida en la infancia, debajo del agua. Quebrada pero invencible, Liliana Herrero nos roba el aire para siempre.
Consuelo Iturraspe nació en Santa Fe, en 1987. Es dramaturga, directora y poeta. Su última obra, Cemento, ganó el Premio Banco Ciudad a las Artes Escénicas junto al Complejo Teatral de Buenos Aires (2021). En 2020 publicó su poemario Acaricio perros en Editorial Santos Locos (Argentina) y Ediciones Liliputienses (España). Dirige el ciclo de lectura “Cicatrices” que se realiza en el Bar Rodney y codirige la editorial independiente y autogestiva Ediciones Luismi.