No tengo la tarjeta Sube, pienso mientras bajo las escaleras del subte en la estación Congreso, en esas tardes grises en las que el cielo nos muestra su congoja, tal vez mirándonos con cierta misericordia o tal vez en tono de sermón por lo mal que nos portamos.
A mi lado camina una marea humana, compacta y diversa, mujeres y hombres jóvenes con mochilas al hombro y la vista fija en el teléfono celular, otras mujeres de mayor edad con el cansancio en los ojos vacíos y la espalda vencida, tal vez después de una jornada de trabajo que tarda en terminar y otros hombres con la desesperanza en la mirada, que también dirigen al teléfono celular, igual que las mujeres. Llego a la ventanilla.
–¿Tarjeta Sube?
–Veinticinco pesos, ¿recarga?
–Cincuenta pesos.
Y miro atrás del grueso vidrio a través del pequeño orificio, que sirve para hablar pero no para ver, a la mujer que me mira esperando que yo haga algo; retiro la tarjeta y paso por el molinillo, junto con el mar de gente, un hormiguero lleno de hormigas grandes y chicas, jóvenes y viejas, delgadas y gruesas, con mucho y poco pelo, con más y menos ilusiones, que algunos todavía las tienen.
Parada al costado de la vía me sobrecoge la multitud que se sigue acumulando hilera tras hilera detrás de mí, cada uno inmerso en su propio mundo, pocas personas hablan entre sí, casi todos mirando la pantalla del celular o acercando la boca al aparato para decirle cosas.
Una joven con cara de Alicia, rostro delgado y lánguido, el pelo atado en una coleta, le aconseja al aparato que mejor ahora que se fue porque mientras estuvo sirvió para poco y eran más problemas que otra cosa, que ahora que está libre de esa carga puede empezar a pensar en sí misma; los que no miran el celular enfocan la vista en el piso o en lo que se puede ver en semejante amontonamiento de gente; otra mujer que parece Carmen, con los lentes colgados en la punta de la nariz, revisa el bolso en busca de algo que no encuentra, que tal vez sea el teléfono móvil, porque es de las pocas que no lo tiene en la mano.
Miro la estación para asegurarme que voy en el sentido correcto, porque no encontré el plano con las estaciones antes de subir al subte y descubro que viajo para el otro lado alejándome de mi destino. Me bajo para tomar el coche que me lleve hacia el lado opuesto pensando cuántas veces hacemos lo mismo, caminar con entusiasmo alejándonos de nuestras metas.
Finalmente logro subirme al coche que viaja hacia donde quiero llegar, otra vez lleno, de nuevo sin asientos disponibles y una vez más sin aire para respirar, entre un tumulto de brazos y piernas y cabezas y mochilas y teléfonos celulares.
Una persona se levanta de un asiento a mi lado y me zambullo para sentarme, pero es peor, porque más abajo hay menos aire todavía, y miro los rostros de la gente entre los que distingo un hombre que debe ser de origen boliviano por la forma de las mejillas; otro que lleva el mate con el termo en las manos, que si no es entrerriano será uruguayo y tal vez se llame Washington o Edison o Jonathan; una abuela con su nieto, que juega con una maraca de plástico color verde flúo; un rockero venido a menos que toca la guitarra en un espacio reducido y protesta porque no recibe las propinas que espera y se baja en la siguiente estación.
Cuando llego a Plaza Italia y subo las escaleras respiro tres veces. Lleno mis pulmones. Aire fresco. Todavía es de día. El cielo sigue gris.