—Buen día señora, ¿tiene botiquines?

La mujer, subida a una escalera plegable, giró la cabeza y lo miró por encima de sus anteojos. «Como mucho tendrá trece años», pensó.

—De los que se llevan en los autos —dijo el chico.

—No. No tengo —dijo la mujer y siguió acomodando los medicamentos—. ¿No sabe dónde puedo conseguir?

Mientras bajaba la escalera volvió a mirarlo. Era el tipo de chico que llama la atención por su imagen. Limpio, el pelo del color del trigo cuando el sol está en todo su esplendor y sus ojos azules, redondos, grandes como una moneda de dos pesos.

—No sos de acá —dijo la mujer mientras corría la escalera y apoyaba las manos en el mostrador.

—No señora, estamos de paso. Vamos para Concordia a visitar una tía.

—Una tía —dijo la mujer.

—Mi mamá me pidió que, mientras ella cargaba nafta, me llegue a ver si puedo comprar uno. Parece que es obligación tener uno para andar por la ruta.

La mujer se puso a ordenar una pila de recetas que estaban esperando ser archivadas.

—Lo exigen. Y si no lo tenés te cobran una multa carísima. Según mi mamá te salen un ojo de la cara.

La mujer soltó las hojas y lo miró. Quizás fue el tono celeste turquesa de los ojos bien abiertos del chico lo que hizo que la mujer le diga si había preguntado en la estación de servicios.

—No señora —dijo el chico—, tampoco en la ferretería de acá a dos cuadras, ni en el negocio donde cargan matafuegos. La única que me dijo que iba a ver de conseguirme para la tarde es la señora del kiosco de acá a la vuelta.

—¿Marta?¿Marta te dijo que podía conseguirte?

—Marta —dijo el chico.

—Pasá antes por acá. Antes del mediodía —dijo la mujer.

—¿Me lo va a conseguir?

—Pasá —dijo la mujer y dándole la espalda fingió acomodar el mertheolate.

—Buenísimo. Me voy a avisarle entonces a la señora del kiosco que no me espere. Lo compro acá.

—No te preocupes, vos andá y decile a tu mamá que ya lo dejaste encargado en la farmacia. Yo le aviso a Marta.

—Entonces vengo acá. Gracias. Me voy que mi mamá debe estar preocupada. Hasta luego señora.

—Andá tranquilo. Yo me ocupo de todo —dijo la mujer y sonrió cuando el chico cerró la puerta. «Te vas a meter el botiquín en el culo Marta. Bien en el culo», pensó.

 

El chico cruzó la calle, llegó a la esquina y dobló. Después, subió al Fiat Duna blanco. El hombre al volante tenía una barba candado y usaba una camisa blanca. Leía un libro y masticaba la punta crocante de una medialuna. Cuando el chico entró al auto el hombre le ofreció lo que quedaba de la factura.

El chico se la metió en la boca.

—¿Bien?

—Dejá la farmacia para lo último tío. Ahí vendés todos los que nos quedan en el baúl.