En nuestro ejercicio de nombrar, los derechos humanos suponen la referencia de algo que está siempre un poco más allá, que de un modo u otro se dirimen en la ajenidad, en un terreno que no pisamos. La asimilación acrítica los vincula, casi excluyentemente, con los planes sistemáticos de desapariciones forzadas, torturas, asesinatos, con los episodios grandilocuentes de discriminación o, desde las miradas más limitadas, con las garantías procesales de quienes son perseguidos por la comisión de delitos o las políticas contra la pobreza.

De tal modo, ya sea como un relato del pasado o como preocupaciones supuestamente sectarias del presente, casi invariablemente los derechos humanos son presentados desde la extrañeza. Así, circulan en la lengua popular premisas del tenor de: “Los derechos humanos de los delincuentes”, “los derechos humanos de los desaparecidos”, “los derechos humanos de los negros”, “los derechos humanos de los pobres”, “los derechos humanos de las mujeres”, “los derechos humanos de los migrantes”, “¿y los míos?”.

Opera, entonces, una especie de desubjetivación, en tanto negación del carácter de actor y creador del sujeto, que impacta en dos planos: por un lado, en cierta dificultad para posicionarnos como sujetos de derechos humanos y, por el otro, en una desaprensión total respecto de la responsabilidad frente al tema.

Desde luego que no es el único discurso que nos encuentra des-implicados, pensemos, por ejemplo, en la corrupción. Allí somos en tercera persona, porque de hecho pretendemos no ser –y asumimos un convencimiento en ese sentido-, es que la corrupción entendida como aquellas prácticas que, mediante la transgresión de obligaciones jurídicas, procuran la obtención de beneficios extraposicionales, es, en todo los casos, patrimonio de otros, de la clase política, del establishment empresarial, o del vecino de arriba, pero nunca nuestra.

Integra una estrategia de sentido cifrar estas gramáticas en términos mayúsculos, portadores de una contundencia tan monumental que nos ubica, casi como única alternativa, en el sitio de la contemplación y, desde allí, habilitamos la indignación, la ira, esa pelea con aquello que no nos da combate –y por eso la afrontamos-.

Se trata, en efecto, de un mecanismo subjetivo liberador, en cierta medida, de un débito, de lo que nos tocaría hacer. Por eso, esta suerte de desubjetivación se traduce en la experiencia, precisamente, de no ser tocados por ese lenguaje, dejarlo que corra por su causes y que no nos perturbe en un “al lado del camino” que tan sagazmente construimos.

Sin embargo, la historia de los derechos humanos está hilada a partir de disputas muy pequeñas, muy sutiles. En 1955, Rosa Parks regresaba de su trabajo como costurera en Montgomery (Estados Unidos) y se negó a cederle su asiento en el colectivo a una persona blanca, en un contexto donde la discriminación racial era estructural y feroz. Ese acto disparó una serie de protestas de la comunidad negra que acabaron en reivindicaciones inimaginables. Fue, nada más y nada menos, una pequeña resistencia, en un pequeño lugar, en el que alguien se animó a poner su cuerpo, a que el lenguaje sí la toque, la implique, la desacomode.

Pero, no es menester ir tan lejos para acreditar la potencia de lo pequeño, de lo sutil, de lo no exhibido como épico. Todos los días un obrero resiste a la opresión excesiva de su empleador y le tiende un lazo a sus compañeros, todos los días una mujer escucha a otra en su sufrimiento, todos los días alguien defiende a un migrante que es atacado, todos los días un policía se niega a reprimir, todos los días un profesor le abre un mundo de esperanzas a sus estudiantes, todos los días alguien decide no consentir una arbitrariedad, todos los días un juzgador emite una sentencia valiente, todos los días aparecen personas que levantan la voz y pagan costos altísimos por aquellos silenciados. Y, también todos los días, una fuerza violenta nos empuja hacia el otro lado.

Lo minúsculo de estas prácticas hace que se las defina como “insignificantes”, in-significantes, estériles en la producción de sentido. “¿Para qué te vas a meter?” “¿Para qué te la vas a jugar?” El propio orden simbólico en el que vivimos nos convence de esa insignificancia, y lo hace a través de la economicidad de las conductas –“¿para qué?” “¿cuál es la conveniencia?” “¿cuánto perdés?”-. Es menos caro el silencio, es más útil .en el sentido fuerte de utilidad- consentir.

Gata Cattana, en un magnífico poema, lo dice mucho mejor:

“Que no te engañen.

Vendrán, claro que vendrán,

todas las posibles alternativas

que no escogimos.

(…) Claro que vendrán.

Harán sus apariciones estelares

en forma de oasis,

de delirium tremens

de paraíso fiscal y opulencia.

(…) Y traerán lenguas

como sogas al pescuezo

y retórica implacable

y discursos vencedores

incitando a arrepentirse.

Jugarán fuerte.

subirán la apuesta.

Cuando eso pase,

llámame.

Doble o nada.

Nosotros ganamos.

Que no te engañen”

Que no nos engañen, los derechos humanos están, desde luego, en las atrocidades enormes que conocemos, pero –y sobre todo- en la necesidad de interpretar, de acompañar, de resistir, están en el dolor que vemos en los ojos de las mujeres y hombres de nuestro mundo.

* Profesor e Investigador de la Facultad de Derecho de la UNR. Master in Global Rule of Law and Constitutional Democracy (Universidad de Génova)