Siempre es fructífero interrogarse sobre el fenómeno de las naciones. Desmintiendo acumulados diagnósticos respecto de su pérdida de gravitación, esa forma de vínculo colectivo que se torna dominante a partir de la modernidad mantiene impertérrita centralidad en la vida contemporánea. Así lo atestiguan episodios tan variados como las guerras, las competencias deportivas o las enconadas disputas geopolíticas.
Tiempo atrás se debatía con cierta intensidad sobre si esa pregnancia de las naciones remitía a legítimas profundidades de la historia, o eran puros artefactos emanados de una contingencia finamente manipulados por disciplinantes regímenes de poder. La polémica es pertinente y en algún punto continúa abierta, pero lo que resulta ya indudable es que aún si admitiésemos su carácter de puro acontecimiento o construcción, han logrado sedimentar un sentido permanente en el desarrollo existencial de los pueblos.
Ahora bien, es lícito preguntarse entonces sobre que pilares se edifican las naciones y como penetrar analíticamente en ellos. Señalemos en principio tres. En primer lugar un territorio, perímetro vital que define su zona de asentamiento. Condición insoslayable para luego organizar sistemas productivos o las idiosincrasias que emanan de determinadas geografías. En segundo término un plexo de normas e instituciones, del cual surgen directivas para una moralidad socialmente aceptada y un régimen político que la torne gobernable.
Y finalmente, y este es el punto que ahora nos convoca, una estructura de símbolos. Mecanismos de identificación que habilitan el autoconocimiento, pliego emotivo de rasgos culturales que distinguen radicalmente a una nación de otra. Próceres, liturgias patrióticas, singulares linajes estéticos dotan de envergadura a un espacio social que a la materialidad de su naturaleza y sus instituciones le agrega la potencia de una espiritualidad diferencial.
Pues bien, en esa trama densa de símbolos ingresan por supuestos textos célebres, narrativas medulares que por alguna razón se establecen como faro interpretativo de una comunidad determinada. En el caso argentino eso es lo que ocurre con “Martín Fierro”, obra magna de José Hernández de la cual se cumplen en estos días 150 años de su escritura y posterior publicación.
Solo para empezar diremos que estamos aquí frente una circunstancia muy intrigante, pues al igual que el otro gran texto del siglo XIX (nos referimos por supuesto a “Facundo”), el origen de estas páginas no pueden de ninguna manera desligarse de la intervención y el protagonismo político que las inspira. Dicho de otra manera, más que la sofisticación retórica o la sutileza de los mensajes, importa en ambos textos el rasgo dramático de una época que parece requerir la acción enérgica de intelectuales aguerridos.
Por lo demás, recordemos que ambos autores se lanzan a tan influyente tarea en su condición de perseguidos y exiliados. Sarmiento perseguido por Rosas y Hernández perseguido por el propio Sarmiento luego de sumarse como miliciano activo en las derrotadas huestes del caudillo entrerriano Ricardo López Jordán.
El creador de “Martín Fierro”, por otra parte, nunca antes había incurrido en los preciosismos de la poesía, y su principal desempeño se desplegaba en el periodismo doctrinario, plataforma litigante desde la cual batallaba (contra) y procuraba corregir (la) extraviada modernización que se empeñaba en poner en práctica su archienemigo Bartolomé Mitre.
No obstante, estas escrituras de ánimo performativo y certera inspiración táctica devienen con el paso del tiempo en sesudas interrogaciones sobre la totalidad del engranaje cultural de la nación. El temperamento combatiente que las anima deja paso a una reflexiva antropología de la patria. El texto se emancipa del contexto y lo que es Manifiesto o programa se convierte en filosofía perdurable de un pueblo.
Eso ocurre especialmente en la obra de Hernández, tal vez porque la dicotomía civilización-barbarie pregonada por su contrincante sanjuanino queda luego excesivamente asociada con nuestra tradición liberal. “Martín Fierro” logra rehuir cualquier embanderamiento y se cristaliza como superficie de inscripción de una suma de ejercicios hermenéuticos del que no se privan ninguna de las principales corrientes políticas y culturales de nuestro país.
Esto produce por cierto un efecto entre paradójico y enigmático, pues es unánime la certeza de que en esa poética hay un secreto esencial que debe ser desentrañado, solo que su sentido específico queda tajantemente sometido a polémicas y versiones incluso antitéticas.
Los ejemplos sobre ese territorio controversial son numerosos, y se inician incluso al interior de la propia tradición nacionalista que lo inviste como símbolo primordial. Leopoldo Lugones busca un linaje para la patria en un momento pleno de un cosmopolitismo inmigrante que lo inquieta, pero su desprecio por el catolicismo hispánico y la raigambre indígena lo impulsa a ligar las andanzas del gaucho perseguido con los aedas griegos y las sabias orientaciones de la antigüedad clásica. Ricardo Rojas también busca conjurar el mercantilismo de una Argentina extranjerizada, solo que en el marco de su doctrina euríndica encuentra en el prototipo de la pampa una etnicidad mestiza que se erige en receta para una cultura con fisonomía propia pero en constante actitud hospitalaria.
A ambos los alarma, a su vez, el auge del internacionalismo ácrata de aquellos años, lo cual torna llamativo que algunas de esas expresiones del movimiento obrero de inspiración anarquista exhiba interés por el criollismo como conector simbólico con un insurgente sujeto popular anudado telúricamente con el destino de la patria.
Si nos detenemos en otro gran lector de la obra, Jorge Luis Borges, su propia opinión va mutando con el transcurrir del tiempo. En su primera ensayística, ve en la lucha de un individuo contra el estado arbitrario una sintonía con su libertarismo vanguardista; y se entusiasma especialmente con el vínculo entre Fierro y el Sargento Cruz. Férrea pasión por la amistad que definiría una filosofía distintiva de la afectividad argentina. Con la irrupción del peronismo y la apropiación populista que este movimiento realiza de la saga gauchesca Borges bordea el desencanto y llega a afirmar en sus comentarios finales que al país le hubiera ido mucho mejor si su obra directriz hubiese sido “Facundo”.
Sin embargo, una de las controversias principales versa sobre la misma figura de Hernández. Puesto de otra manera, hasta qué punto es relevante indagar en las intenciones que guiaron su impecable narración en verso. Lugones y Borges, por ejemplo, se desentienden marcadamente de sus urgencias políticas, y lo consideran un portador inconsciente de verdades liminares que lo desbordan. La afirmación es atendible y el debate no debe cerrarse, a sabiendas además que el decurso posterior de la obra confirma, como ya fue dicho, que el sentido pleno del texto nunca queda clausurado.
No obstante, nos interesa detenernos aquí en el autor, en tanto y en cuanto su pensamiento político (fielmente retratado en la obra en cuestión) encierra un dilema central en la formación del estado argentino en el siglo XIX y entrega pistas que no es recomendable desdeñar de cara a nuestros dramas del presente. Hernández era un federal no rosista y (esto es clave puntualizarlo) un admirador de Juan Bautista Alberdi (al cual se atreve a calificar como “el Platón argentino”). Y sus encontronazos con Sarmiento no fueron producto de pasiones de coyuntura sino consecuencia de una divergencia conceptual no menor.
Tanto el sanjuanino como Alberdi (y su seguidor Hernández) sostenían que hay una dicotomía fundante que explica las desventuras de la nación, y que debe ser de algún modo resuelta (civilización o barbarie). Las discrepancias aparecen al momento de establecer la semántica de cada término y precisar cuál es la estrategia para disolver ese antagonismo constitutivo. Ambos acuerdan en que la tradición hispánica es fuente de pesares y que el horizonte deseable es la república liberal y un capitalismo de base agraria, solo que mientras para Sarmiento la ruralidad pampeana genera una disociación que consagra al malsano caudillismo, para Alberdi el campo (y por lo tanto las masas rurales y el federalismo al que adscriben) es una acervo de riqueza y de saberes que no debe ser reprimido ni despreciada.
“Martín Fierro” expresa en clave literaria una convicción política muy profunda. El gaucho no debe ser maltratado ni enviado absurdamente a la frontera militar contra los indios, sino incorporado a un proyecto de nación que se nutra de su sabiduría productiva, creando en todo caso un ejército regular para enfrentar el peligro de los malones. En el mismo sentido, las banderas del federalismo no pueden ser un estorbo para construir el nonato estado sino un componente insoslayable de una nación respetuosa de todas sus dimensiones.
Por lo tanto, mientras Sarmiento pretendía resolver la antinomia de una manera quirúrgica (a la manera de los Estados Unidos, con una suerte de guerra civil), el tucumano (y también Hernández) imaginan que no puede haber genuina civilización sin contener una cuota de barbarie. De allí su confianza en la figura de Justo José de Urquiza, un virtuoso caudillo progresista que luego de enemistarse con Rosas entiende la importancia de dictar una constitución y plasmar una modernización más inclusiva.
Como es fácil de advertir, estas controversias mantienen completa actualidad y exigen un notable esfuerzo filosófico. ¿Cómo construir comunidad luego de admitir que dicha comunidad está atravesada por una fisura brutal que la divide? ¿Cómo elaborar un proyecto durable de nación si se dinamitan las fraternidades mínimas que permiten la circulación dialógica de la palabra?
Frente a este aparente callejón sin salido, “Martín Fierro” puede destilar todavía algunas enseñanzas. La tradición liberal debe revisar detenidamente su historia y saber que en ella el vínculo con el adversario no solo se dirime mediante la cárcel o el asesinato. Y la tradición nacional-popular mantener la puerta abierta (y los talentos militantes) para que alguna versión más lucida de los civilizados comprenda que es imposible que este país funcione sin jerarquizar la encendida dignidad de la barbarie.